Libro gratis: Mi Mujer
de Antón Chéjov


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Cuento


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Mi Mujer

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Edición física


Fragmento de «Mi Mujer»

«Vaya, con este carcamal babeante no hay mucho que hacer», pensé malhumorado.

—¡Ya estoy cansado de esos hambrientos, la verdad! Se pasan la vida quejándose —prosiguió Iván Ivánich, chupando una corteza de limón—. Los hambrientos se quejan de los que tienen qué comer. Y los que tienen pan se quejan de los hambrientos. Sí… Cuando pasa hambre, la gente pierde la cabeza, se atonta, se vuelve salvaje. El hambre no es ninguna broma. Los que pasan hambre dicen groserías y roban y son capaces de hacer cosas peores… Hay que entenderlo. —Iván Ivánich se atragantó con el té, tosió y todo el cuerpo le tembló con una risa chirriante y sofocante—. ¡Menuda se armó en Po… en Poltava! —exclamó, sacudiendo ambas manos por la risa y la tos, que le estorbaban al hablar—. ¡Menuda se armó en Poltava! Tres años después de la emancipación, cuando se desató una hambruna en dos distritos de por aquí, vino a verme el difunto Fiódor Fiódorich y me pidió que le acompañara a su hacienda. «Vamos, vamos», insistía, y no daba su brazo a torcer. «¿Por qué no? Muy bien, vamos», le dije. Total que nos pusimos en camino. Fue por la tarde, estaba nevando. Era ya de noche cuando nos acercábamos a su hacienda, y de pronto, desde el bosque… ¡pum! Y otra vez: ¡pum! ¡Ay, qué demonios! Salté del trineo y vi entre tinieblas a un hombre corriendo hacia mí, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas; yo con un brazo le agarré de los hombros, así, y le quité la escopeta, después vino otro hombre, y le di un golpe en la nuca, y él soltó un bufido y cayó de bruces en la nieve; yo entonces estaba muy fuerte, no me temblaba el pulso. Una vez que me había deshecho de esos dos, me fijé y vi que Fedia tenía dominado a un tercero. Prendimos a aquellos tres rufianes, bueno, les atamos las manos a la espalda para que no pudieran hacernos ningún daño ni se lastimaran tampoco ellos, y los llevamos a la cocina. Estábamos furiosos, y nos daba vergüenza mirarlos: eran aldeanos conocidos, buenas personas. Sentimos lástima de ellos. Estaban atontados de puro miedo. Uno lloraba y pedía perdón, otro miraba como una fiera y no paraba de maldecir, el tercero se puso de rodillas y empezó a rezar. Yo le dije a Fedia: «No te lo tomes a mal, deja marchar a esos canallas». Les dio de comer, le entregó un pud de harina a cada uno y los dejó libres: «¡Largo de aquí!». Así fue… ¡Que el Señor lo tenga en su gloria! ¡Descanse en paz! Se hizo cargo de la situación y no se lo tomó a mal, pero hubo otros que no reaccionaron igual, ¡y a cuánta gente le buscaron la ruina! Sí… Por lo que ocurrió en una taberna en Klochkov se llevaron a once individuos a servir en un batallón disciplinario. Sí… Y ahora, fijaos, estamos igual… El pasado jueves se alojó en mi casa el juez instructor Anisin y me contó algo de un hacendado… Sí… De noche le habían echado abajo una pared del granero y se habían llevado veinte costales de centeno. Por la mañana, cuando el hacendado descubrió que se había cometido un delito en sus tierras, ¡zas!, lo primero que hizo fue mandarle un telegrama al gobernador, después, ¡zas!, otro al fiscal, otro al jefe de policía, otro al juez instructor… Los pleitistas, ya se sabe, son temibles… Las autoridades se alarmaron y se armó un pandemonio. Registraron dos aldeas.


58 págs. / 1 hora, 41 minutos.
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Publicado el 26 de junio de 2018 por Edu Robsy.


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