Libro gratis: Octavia Santino
de Ramón María del Valle-Inclán


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Cuento


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Octavia Santino

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Fragmento de «Octavia Santino»

Ella cerraba los ojos, suplicándole que callase.

—Mira, encanto; si no debes sentirme de ese modo. ¿Qué era yo para ti más que una carga? ¿No lo comprendes? Tú tienes por delante un gran porvenir. Ahora, luego que yo me muera, debes vivir solito; no creas que digo esto porque esté celosa; ya sé que a muertos y a idos… Te hablo así, porque conozco lo que ata una mujer. Tú, si no te abandonas, tienes que subir muy alto. Créeme a mí. Pero Dios que da las alas, las da para volar uno sólo. ¡Sí, mi hijito! Después de que hayas triunfado, te doy permiso para enamorarte…

Intentó sonreír para quitar a sus palabras la amargura que rebosaban. Pondal le puso una mano en la boca.

—No hables así, Octavia, porque me desgarras el corazón. Tú vivirás, y volveremos a ser felices.

—¡Aunque viviese, no lo seríamos ya!

Su voz era tan débil que no parecía sino que ya hablaba desde el sepulcro. En aquella conversación agónica, que podía ser la última, todo el pasado de sus relaciones volvía a su memoria, y a pesar de la sonrisa resignada, que contraía sus labios descoloridos, conocíase cuánto la hacía sufrir este linaje de recuerdos. Perico, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, suspiraba en silencio. Él también recordaba otros días, días de primavera, azules y luminosos; mañanas perfumadas; tardes melancólicas; horas queridas: paseos de enamorados que se extravían en las avenidas de los bosquecillos, cuando los insectos zumban la ardiente canción del verano, florecen las rosas, y las tórtolas se arrullan sobre las reverdecidas ramas de los robles. Recordaba los albores de su amor, y todas las venturas que debía a la moribunda. Sobre aquel seno de matrona, perfumado y opulento, ¡había reclinado tantas veces en delicioso éxtasis, su testa orlada de rizos, como la de un dios adolescente! ¡Aquellas pobres manos, que ahora se enclavijaban sobre la sábana, tenían jugado tanto con ellos!… Y al pensar en que iba a verse solo en el mundo; que ya no tendría regazo donde descansar la cabeza, ni labios que le besasen, ni brazos que le ciñesen, ni manos que le halagasen, tropel de gemidos y sollozos subíale a la garganta, y se retorcía en ella, como rabiosa jauría.


10 págs. / 17 minutos.
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.


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