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Cuervo

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un cuadro de verdura. Rodéanla anchos prados pantanosos; por Oriente le besa las antiguas murallas un río que describe delante del pueblo una ese, como quien hace una pirueta, y que después, en seguida, se para en un remanso, yo creo que para pintar en un reflejo la ciudad hermosa, de quien está enamorado. Bordan el horizonte bosques seculares de encinas y castaños por un lado, y por otro, crestas de altísimas montañas, muy lejanas y cubiertas de nieve. El paisaje que se contempla desde la torre de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer amanerado y casi, casi, de abanico. El pueblo, por dentro, es también risueño, y como está tan blanco, parece limpio.

De las veinte mil almas que, sin distinguir de clases, atribuye la estadística oficial a Laguna, bien se puede decir que diecinueve mil son alegres, como unas sonajas. No se ha visto en España pueblo más bullanguero ni donde se muera más gente.

II

Durante mucho tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses, como se empeña en llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato Resma, han venido negando, pero negando en absoluto, que su querida ciudad fuese insalubre. Según la mayoría de la población, la gente se moría porque no había más remedio que morirse, y porque no todos habían de quedar para antecristos; pero lo mismo sucedía en todas partes, sólo que “ojos que no ven, corazón que no siente”; y como allí casi todos eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos..., por eso, es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes eran, y parecían muchos.

—¡Claro! —gritaba cualquier vecino—, aquí la entrega uno, y todos le conocemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan tanto las cosas; en Madrid mueren cuarenta..., y al hoyo; nadie lo sabe más que La Correspondencia, que cobra el anuncio.


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28 págs. / 49 minutos / 156 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuesta Abajo

Leopoldo Alas "Clarín"


Novela corta


Día 7 de enero de 18...

A las cinco de la tarde Ambrosio Carabín, portero segundo o tercero (no lo sé bien) de esta ilustre escuela literaria, cerraba la gran puerta verde de la fachada oriental, y, después de meterse la llave en el bolsillo, se quedaba contemplando al propietario de la cátedra de Literatura general y española, que bajaba, bien envuelto en su gabán ceniciento, por la calle de Santa Catalina. Carabín, es casi seguro, pensaba a su manera: —¡Y que este insignificante, que ni toga tiene, me obligue a mí, con mis treinta años de servicios, a estar de plantón toda la tarde porque a él se le antoje tener clase a tales horas en vez de madrugar como hacen otros que valen cien veces más, según lo tienen acreditado!

Si el propietario de la cátedra de Literatura general y española hubiera oído este discurso probable de Carabín, se hubiera vuelto a contestarle:

—Amigo Ambrosio, reconozco la justicia de tus quejas; pero si yo madrugara ¡qué sería de mí! Déjame la soledad de mis mañanas en mi lecho si quieres que siga tolerando la vida. Me has llamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues así, del mismo color, soy todo yo por dentro: ceniza, gris. Soy un filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y casi casi un naufragio de poeta (no te rías)... y por eso no puedo, no debo madrugar. En cuanto a que mi cátedra te estorba, te molesta, lo admito: me lo explico. También me estorba, también me molesta a mí. Intriga con el Gobierno para que me paguen sin poner cátedra, y habrás hecho un beneficio al país, a ti mismo y al propietario de esta asignatura, que ni tú, ni yo, ni los estudiantes sabemos para qué sirve.


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Dominio público
58 págs. / 1 hora, 41 minutos / 179 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Cuesta Abajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.

—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

—De Las Morlas.

—¿Cara a Areal?

—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.

—¿Cómo te llamas, rapaza?

—Margaridiña.

—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 97 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuestión de Ambiente

Antonio de Hoyos y Vinent


Novela corta


Prólogo

Siempre me ha dado asunto para pensar y escribir el hecho de que, cuando los autores, en obras de amena literatura —novelas, cuentos, comedias, dramas, viajes—, sacan a relucir las costumbres de la aristocracia española, suprimen los restantes colores heráldicos y de oro y azul la ponen solamente... El Padre Coloma, en Pequeñeces y La Gorriona; Pereda, en La Montálvez; Palacio Valdés, en La Espuma; Alfonso Danvila, en Lully Arjona y La conquista de la elegancia; Benavente, en Lo cursi; Chatfield Taylor, en El país de las castañuelas, fustigan (es la palabra de rigor), ora irónica, ora indignadamente, a la crema social, y repiten y glosan la diatriba de Jovino:


¿Y éste es un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, un alta descendencia,
sin la virtud? Los nombres venerados
de Laras, Tellos, Haros y Girones,
¿Qué se hicieron...?
 

Con todo lo demás que en aquella juvenalesca sátira se contiene, incluso el final, especie de invocación, desde una Roma putrefacta, a los bárbaros regeneradores:


... Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción, y usurpe
casta, nobleza, títulos y honores.
Sea todo infame behetría; no haya
clases ni estados...
 


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Dominio público
69 págs. / 2 horas / 224 visitas.

Publicado el 23 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Cuestión de Carnadas

Javier de Viana


Cuento


La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.

Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.

Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.

Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.

Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:

—Güeña noche, don Liborio...

—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...

—Yo mesmo.

—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...

—A pescar, no más.

—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...

Y él, compungido:


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 6 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cuestionarios

Arturo Robsy


Cuento


"Esto no es cierto. Cuando lo sea, los tiempos habrán llegado".

Consultorio 501

Internista Sr. D. Víctor. Consultas los martes y jueves.

Jueves por la mañana

—Buenos días, señorita.

—Buenos días. Usted dirá.

Rogelio mira la sala de espera: doce personas sobre doce sillas, un jarrón vacío, unas revistas en mal estado y una enfermera protegida tras una rectilínea mesa de material plástico.

—Quisiera ver al doctor.

—¿Tiene hora?

Rogelio consulta su reloj de pulsera un poco extrañado.

—Las nueve y media.

—No, no. Digo que si tiene hora fijada para la consulta.

—No, no. Resulta que me duele aquí. Bastante, ¿sabe usted? En el taller me han dicho que viniera para acá a que me...

—Lo siento. El doctor Víctor tiene mucho trabajo.

—Sí, claro. Lo siento. Pero como me duele...

La enfermera se apiada y consulta su libro: uno de esos cuadernos de tapas impresionantes donde se escribe el nombre del enfermo y la hora de visita que le corresponde. Rogelio parpadea angustiado: no es un quejica, pero desde la mañana los dolores son más y más fuertes y algo tiene que hacerse para acabarlos.

—No va a poder ser esta mañana... A ver... Sí: por la tarde hay un huequecito. A las siete. ¿Le va bien?

—Sí, sí. No creo que sea algo importante, pero en el taller me han dicho: ve a donde el doctor Víctor, y yo...

—Tenga. Rellene este cuestionario con todos los detalles y me lo entrega luego.

Rogelio no tiene bolígrafo, pero no sabe cómo decírselo a la enfermera. Además, su letra no es muy clara y siente los doce pares de ojos de los doce pacientes metidos en su espinazo: le vigilan para que no les pise la vez y se les cuele.

—No he cogido el bolígrafo... Como no sabía que hiciera falta...

—Tenga.

Súbitamente desconfiada, la enfermera le avisa:


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Licencia limitada
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Culpa Ajena

Aleksandr Grin


Cuento


1

La carretera del bosque que une la orilla del río Ruanta con el grupo de lagos entre Concaíb y Ajuan—Scap, construida con el esfuerzo de toda una generación, es, como todas las carreteras de este tipo, tacaña para las perspectivas rectas y más cómoda para las aves que para las personas que la usan muy de vez en cuando. El cartero, un hombre de unos treinta y cinco años, casado y bien formado, cabalgaba por esta carretera una mañana, pero se encontró con un obstáculo inesperado.

Su caballo ensillado caminaba tranquilo por el camino bañado por el sol, arrancando con sus labios las hojas de acacia silvestre. La cola del animal se movía constantemente de un muslo a otro, espantando las moscas, las cuales ya habían estudiado perfectamente el ritmo de este movimiento: levantaban el vuelo y se posaban sin ningún peligro. El sol descansaba en la espesura del bosque. Reinaba el silencio ardiente de las hojas inmóviles sumergidas en el calor del mediodía.

En el camino, boca abajo, como si observara por debajo del brazo la vida del bosque, yacía el cadáver de un hombre, con una rotura difícil de notar en el paño de la chaqueta en su espalda. El revólver se había caído de los dedos abiertos de su mano derecha. La gorra plana, con su visera recta de lona, estaba delante de la cabeza con la parte hueca hacia arriba; un escarabajo la cruzaba.

Encima del cadáver había una nube de moscas atraídas por el olor a carne cruda que salía de debajo de este denso, pesado cuerpo, donde la tierra todavía estaba húmeda y pegajosa.

Al lado de la montura, con cada paso del caballo, se sacudía la tapa abierta de la bolsa, de donde, deslizándose uno sobre otro y dando vueltas sobre el borde de cuero, caían los sobres cerrados. Los cascos los pisaban de vez en cuando y los convertían en unas rosetas deformes.


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11 págs. / 20 minutos / 506 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cumbres Borrascosas

Emily Brontë


Novela


Capítulo I

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

—¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

—Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

—Puesto que la casa es mía —respondió apartándose de mí— no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

—¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.


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319 págs. / 9 horas, 18 minutos / 993 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cupido Contra Pólux

Robert E. Howard


Cuento


Al tiempo que subía los escalones de la casa de la fraternidad, me encontré con Tarántula Soons, un memo con poca disposición y los ojos saltones.

—¿Podría suponer que estás buscando a Spike? —dijo, y al verme admitir el hecho, me miró con curiosidad y añadió que Spike se encontraba en su habitación.

Subí y, mientras lo hacía, oí que alguien cantaba una canción de amor con una voz que era la incitación para un homicidio justificado. Por extraño que parezca, aquella atrocidad emanaba de la habitación de Spike, y cuando entré, vi a Spike sentado en un diván y cantando algo acerca de las lunas de los amantes y labios suaves de color rojo. Sus ojos brillaban encandilados vueltos hacia el techo y ponía el alma en el escandaloso bramido que sólo él imaginaba a la altura de la melodía. Decir que me quedé sorprendido es decir poco y, cuando se volvió y me dijo: «Steve, ¿no es maravilloso el amor?» podría haberme derribado con un martinete. Además de medir sus buenos seis pies y siete pulgadas y pesar algo más de doscientas setenta libras, Spike tiene un careto que hace que Firpo parezca el personaje adecuado para un anuncio para petimetres, sin contar con que es casi tan sentimental como un rinoceronte.

—¿Eh? ¿Y quién es ella? —pregunté con cierto sarcasmo, a lo que Spike se limitó a suspirar amorosamente y seguir con sus poesía. Aquello me irritó—. ¡Así que por eso no estás entrenando en el gimnasio! —bramé—. Eres un maldito haragán. El torneo de boxeo entre colegios empieza mañana y estás aquí, maldito morsa enorme, cantando cursiladas como si fueras un condenado becerro de tres años.

—¡Lárgate! —dijo, amagando un directo de derecha a mi mandíbula de manera distraída—. Puedo acabar con esos pastores alemanes sin entrenarme.


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4 págs. / 8 minutos / 56 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cura de Agitación

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Sobre el portaequipajes del compartimiento de ferrocarril, frente a Clovis, había una sólida maleta con un prolijo rótulo: «J. P. Huddle, La Conejera, Tilfield, cerca de Slowborough». Bajo el portaequipajes estaba sentada la humana encarnación del rótulo, un individuo sólido y sosegado, sosegadamente vestido y de sosegada conversación. Aun sin su conversación (que se dirigía a un amigo sentado a su lado y se refería principalmente a tópicos tales como el retraso de los jacintos y la presencia de sarampión en la rectoría) hubiera podido estimarse con bastante justeza su temperamento y perspectiva mental. Pero no parecía dispuesto a dejar que nada corriera por cuenta de un observador casual, y su conversación no tardó en volverse personal e introspectiva.

—No sé por qué —le decía a su amigo—; no tengo mucho más de cuarenta años, pero siento como si hubiera alcanzado ya la paz de la edad madura. Mi hermana muestra la misma tendencia. Nos gusta que todo se encuentre en su lugar acostumbrado; que las cosas sucedan en su momento oportuno; que todo sea habitual, ordenado, puntual, metódico con la más escrupulosa exactitud. Por ejemplo, para referirnos a algo insignificante, un tordo viene haciendo su nido, año tras año, en el amento del jardín; este año, sin que medie ninguna razón aparente, lo hizo sobre la hiedra del muro. No hablamos mucho de ello, pero creo que ambos pensamos que el cambio es innecesario y algo irritante incluso.

—Quizá —dijo el amigo—, se trata de otro tordo.

—Lo hemos pensado —dijo J. P. Huddle—, y creo que esa posibilidad nos molesta más todavía. No nos parece que a esta altura de la vida tenga que sobrevenirnos un cambio de tordo; y, sin embargo, como le dije antes, no hemos llegado a una edad en que estas cosas se hagan sentir seriamente.

—Lo que ustedes necesitan —dijo el amigo— es una cura de agitación.


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7 págs. / 12 minutos / 192 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

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