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El Rey Burgués

Rubén Darío


Cuento


¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:

Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.

Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.

Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 1.215 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Rey de la Máscara

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puerta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos. Era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba de prisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

—¿Qué se trajina, Sabel?

—Vea, señor tío…


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 76 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de la Máscara de Oro

Marcel Schwob


Cuento


El Rey De La Mascara De Oro

A Anatole France

El rey enmascarado de oro se alzó del negro trono en el que estaba sentado desde hacía horas y preguntó la causa del tumulto. Los guardias de las puertas habían cruzado las picas y se oía entrechocar el hierro. Alrededor del brasero de bronce también se alzaron los cincuenta sacerdotes situados a la derecha y los cincuenta bufones situados a la izquierda, y las mujeres agitaban las manos en semicírculo ante el rey. La llama rosa y púrpura que relumbraba en la alambrera de bronce del brasero hacía brillar las máscaras de los rostros. Imitando al descarnado rey, mujeres, bufones y sacerdotes llevaban inmutables caras de plata, cobre, madera y tela. Las máscaras de los bufones se abrían de risa mientras que las máscaras de los sacerdotes se obscurecían de preocupación. Cincuenta rostros sonrientes florecían a la izquierda y cincuenta rostros tristes fruncían al ceño a la derecha. No obstante, los claros tejidos que cubrían la cara de las mujeres imitaban rostros eternamente graciosos y animados por una sonrisa artificial. Pero la máscara de oro del rey era majestuosa, noble y verdaderamente real.

Ahora bien, el rey se mantenía silencioso y a causa de ese silencio se parecía a la raza de reyes de la cual era el último. En otro tiempo la ciudad estuvo gobernada por príncipes que llevaban la faz descubierta, pero largo tiempo atrás había surgido una amplia horda de reyes enmascarados. Ningún hombre había visto la cara de los reyes e incluso los sacerdotes ignoraban la razón. Pero en tiempos remotos se dio la orden de cubrir los rostros de todos los que acudían a la residencia real y aquella familia de reyes sólo conocía las máscaras de los hombres.

Mientras se estremecían los hierros de los guardias de la puerta y retumbaban sus sonoras armas, el rey preguntó con voz grave:


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104 págs. / 3 horas, 2 minutos / 387 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Rey de la Montaña

Emilio Salgari


Novela


I. EL VIEJO MIRZA

Al norte de Persia, paralela a la orilla meridional del mar Caspio, se yergue una larga cadena de montañas que, con los diversos nombres de Alburs, Albours o Elburz, se prolonga hacia el este hasta el Korassan.

Se trata de un amontonamiento gigantesco de altiplanos, que se remontan suavemente hacia el Caspio, ricos en bosques soberbios y prados verdeantes, picos de todas formas y dimensiones, algunos extrañamente recortados en tijera y cubiertos de matorrales espesos, redondeados otros y estériles los más, como puestos allí para impedir cualquier salida; separados los unos de los otros por abismos de vértigo, por cuyo fondo corren torrentes impetuosos, por estrechas gargantas, guaridas de ladrones, de minúsculos caminillos accesibles sólo a los montañeros, junto con algunos pasos practicables llamados las «puertas caspias».

Entre todos los picachos, el Alburs se levanta como una torre y da nombre a toda la sierra, con sus anchos flancos y su aguda cima, reputado como uno de los más formidables volcanes de Asia, despidiendo continuamente humo negro, incluso a veces columnas de fuego y materias volcánicas en tan gran cantidad, que todos los moradores del altiplano van siempre cubiertos de residuos de lava.

Pero el Alburs no está solo. Otro monte domina, señorial, a sólo diez leguas, hacia el oriente, de Teherán, la capital de Persia.

Se trata del Demavend, llamado también Elvind, un cono gigantesco de más de 5000 metros, simplemente rodeado de bellísimos altiplanos, de valles profundos, de abismos y barrancos.


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145 págs. / 4 horas, 13 minutos / 624 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Rey de la Montaña de Oro

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un comerciante tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeños que todavía no andaban. Dos barcos suyos, ricamente cargados, se hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llególe la noticia de que habían naufragado, con lo cual, en vez de un hombre opulento, convirtióse en un pobre, sin más bienes que un campo en las afueras de la ciudad.

Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, acercósele un hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no parecía sino que le iba el alma en ella. Respondióle el mercader:

— Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.

— ¡Quién sabe! — exclamó el enano negro —. Tal vez me sea posible ayudarte.

Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en el mar y que ya no le quedaba sino aquel campo.

— No te apures — díjole el hombrecillo —. Si me prometes que dentro de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.

Pensó el comerciante: «¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?», sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la condición del enano, suscribiéndola y sellándola.


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7 págs. / 12 minutos / 128 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Rey de las Praderas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 75 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de Nieve

José Zahonero


Cuento


Á Rosarito Labra.

I

Muy señora mía, de mi mayor consideración: Es necesario que abandone V. por un momento sus cacerolitas de hoja de lata, las faenas domésticas de su casa de muñecas; pare V. los traviesos piececillos (esos piececillos que zapateando por el severo despacho de papá, repiquetean en el pavimento de un modo tan vivo que semeja el redoble de un tamboril), y se ocupe de V. del tiempo frío que corre ó que nos obliga á correr en este Diciembre.

Ea, pues: un poquito de atención, que allá va un cuento blanco como la nieve que le inspira con su argentado esplendor, é inocente con esa inocencia de medio perfil que oculta del otro lado tantas picardigüelas, como pueda expresar una hermosa y alegre carita que yo me sé y V. conocerá por el espejo.

Sin más por hoy, diré que me coloco á sus piés, y no los beso porque asustaría con tal acción, pues sería mucho beso para cosa tan menuda, porque los dos piececillos juntos apenas hacen una almendra de tamaño regular. Suyo afectísimo, etc…

II

Se llevaban las gentes los enrojecidos dedos de la mano á la boca, con porfía de golosos, y bailaban como si tuvieran hormiguillo.

Nevaba á más y mejor.

Madrid se había dado polvos de arroz; los faroles habían aparecido con gorros de dormir; los árboles habían envejecido en una noche y tenían bigotes blancos y canas en la cabeza; el cielo parecía de nácar, con tornasoles amoratados; el suelo de plata, y toda perspectiva, por su mate trasparencia, un paisaje de pantalla.

Solo los pobres y los pájaros estaban tristes: aquellos, porque siempre terriblemente lo están, y estos, porque no hallaban punto donde fijarse. Volaban á la tierra y sentían en sus patitas el frío de la nieve; y ¡zás! al tejado; apenas se posaban en él, á otra parte, viéndose condenados á volar de aquí para allá.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 53 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey del Aire

Emilio Salgari


Novela


Primera Parte

Capítulo I. Una expedición misteriosa

—¡Alto!… ¡Vista a la costa a proa!

—¡Ah!… ¡Malditos tiburones!… ¡Están por todas partes alrededor de la isla endemoniada!…

—Pues va a ser la tercera noche que nos volvemos al Gavilán con las manos vacías. Pues qué, ¿tienen acaso cien ojos?

—¿Y el bonachón de Bedoff, qué hace?

—Se habrá dormido encima de su botella de aguardiente de centeno mi querido Liwitz.

—Pues a él le han pagado, Ursoff.

—Y espléndidamente; el capitán del Gavilán tiene siempre la bolsa abierta.

—¡Silencio, charlatanes! —dijo una tercera voz—. ¿Creéis que no hay centinelas alrededor de la isla o que ponen sordos para guardar las barracas? Cuidado, porque corremos peligro de que nos fusilen como a salvajes de América.

Un hombre de formas hercúleas, con larga barba rojiza, se levantó a popa de la chalupa, que se deslizaba dulcemente, sin casi producir ningún rumor, sobre las foscas aguas del estrecho de Tartaria, aplacadas por la nevasca que caía en abundancia.

Era un hermoso tipo de anciano del norte, entre los cincuenta y los sesenta años, pero sobre el que parecía que el tiempo no hubiera aún hecho destrozos notables.

Tenía todavía hermosos cabellos, la frente espaciosa, aunque es verdad que cubierta de profundas arrugas, los ojos de un azul oscuro que aún no había perdido nada de su esplendor. Viéndole levantarse y hacer una seña con la diestra, los seis marineros que tripulaban la chalupa, seis jóvenes de poderosa musculatura, interrumpieron su conversación.

Todas las miradas se dirigieron hacia levante donde a través de las oleadas de nieve se veía delinearse confusamente una línea oscura que ocupaba todo el horizonte.

—¿Habéis visto, muchachos? —preguntó el viejo, haciendo una seña de inteligencia


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344 págs. / 10 horas, 2 minutos / 463 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Rey del Arroyo

Javier de Viana


Cuento


Triunfa primavera. Los árboles, cual las muchachas hacendosas, se han confeccionado ellos mismos primorosos vestidos de seda verde recamada de flores policromas. Cada arrayán es un pebetero, cada sarandí un incensario. Los pajaritos, ebrios de luz y de perfume y de amor, trinan sin cesar, brincando de rama en rama. Al borde del arroyo, sobre pequeña barranca que semeja el estrado de un trono, triunfa, envuelto en el regio manto escarlata, un majestuoso ceibo. Bello como el “prince charmant” de las leyendas, es el orgullo del bosque y el rey del arroyo... No existe en los más fastuosos parques de la ciudad, árbol que le iguale en hermosura. Pero no se le admite en los parques y jardines de la ciudad, porque es un rey bárbaro, de estirpe gaucha, como el ombú, el ñangapiré y la pasiflora. La exuberancia de sus flores, purpúreas como la sangre pura que nutrió los organismos sanos y fuertes de la raza nativa, ofende la clorótica languidez de las realezas importadas.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 53 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Rey del Frío

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Érase que se era un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y con sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquélla. Como sucede casi siempre, la madrastra no dejaba nunca en paz a la pobre muchacha y la regañaba constantemente por cualquier pretexto.

—¡Qué perezosa y sucia eres! ¿Dónde pusiste la escoba? ¿Qué has hecho de la badila? ¡Qué sucio está este suelo!

Y, sin embargo, Marfutka podía servir muy bien de modelo, pues, además de linda, era muy trabajadora y modesta. Se levantaba al amanecer, iba en busca de leña y de agua, encendía la lumbre, barría, daba de comer al ganado y se esforzaba en agradar a su madrastra, soportando pacientemente cuantos reproches, siempre injustos, le hacía. Sólo cuando ya no podía más se sentaba en un rincón, donde se consolaba llorando.

Sus hermanas, con el ejemplo que recibían de su madre, le dirigían frecuentes insultos y la mortificaban grandemente; acostumbraban a levantarse tarde, se lavaban con el agua que Marfutka había preparado para sí y se secaban con su toalla limpia. Después de haber comido es cuando solían ponerse a trabajar.

El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir en su favor, pues su mujer, que era la que mandaba en aquella casa, no le permitía nunca dar su opinión.

Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de buscarles marido, y los ancianos calculaban el modo de casarlas lo mejor posible. El padre deseaba que las tres tuviesen acierto en la elección; pero la madre sólo pensaba en sus dos hijas y no en la hijastra. Un día se le ocurrió una idea perversa, y dijo a su marido:

—Oye, viejo, ya es hora de que casemos a Marfutka, pues pienso que mientras ella no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; así es que nos tenemos que deshacer de ella casándola lo antes posible.

—¡Bien! —dijo el marido, echándose sobre la estufa.


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6 págs. / 11 minutos / 95 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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