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El Salvaje y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El salvaje

El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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Dominio público
118 págs. / 3 horas, 26 minutos / 1.713 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El San Vicente Ferrer de Talla

Juan Valera


Cuento


En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefico en las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica. Elegante ornato del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El Santo está representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Alvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del Santo con la consideración de que él no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo. Asimismo se nota en el rostro del Santo cierto vergonzoso rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere el Padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que quiso tentar y rendir al Santo y dio ocasión para que se le llamase el que no se quemó en medio del fuego y para que se le comparase a los tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 59 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Santo de “La Vieja”

Javier de Viana


Cuento


Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.

Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.

Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.

En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.

Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.

Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.

El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 26 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Santo Grial

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella madrugada, al recostarse, más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la jornada, analizó sus existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro hombre se consideraría dichoso.

¿Qué había hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas, las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado, selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos digestivos y reponen las fuerzas vitales.


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4 págs. / 8 minutos / 113 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Santo Nuevo

José de la Cuadra


Cuento


Cuento de la propaganda política en el agro montuvio

I

En la vega estaba el arroz espigón amarillecido. Calentaba el sol dorando las cimeras de las matas; refrescaba el pie de los tallos la marisma lodosa, negruzca, que se hinchaba con las mareas crecidas y se desinflaba en las vaciantes. El viento —que seguía el curso fluvial, jugando en dnamorisqueos con las ondas, desde la lejana cabecera, y que nacía con el agua, como ella cristalino, en el mismo hontanar lejano de la sierra— agitaba las hojas largas, ásperas. Los coletazos de los bagres hediondos y los trampolines maromeros de los camarones, sacudían desde abajo el armazón vegetal. Pronto se pondría reventón el grano, madurado por la obra del lodo y del sol.

—Va a embolsicarse buena plata, don Franco.

—Según: depende de que haya precio. Me creo de que el arroz está en Guayaquil por los suelos. ¡Claro, sudor de pobre!... Hasta apesta...

—No remolque, don Franco. Ya verá los sucres que le entran. Más que mosquitos salen de tembladera.

—Tal vez.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 103 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Sapo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras.

En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los «huéspedes del pozo». Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras húmedas.

Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca.

—Es gorda, patosa y fea —decían las verdes ranillas—. Sus hijos serán tan feos como ella.

—A lo mejor —dijo la madre sapo—, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya.


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8 págs. / 14 minutos / 153 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Sapo

Jules Renard


Cuento


Nacido de una piedra, vive debajo de una y en ella se cavará la tumba.

Lo visito frecuentemente, y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de encontrarlo y miedo de que ya no esté allí.

Pero está.

Escondido en aquella guarida seca, limpia, estrecha y propia, la ocupa plenamente, hinchado como una bolsa de avaro.

Si la lluvia le hace salir, viene a mi encuentro. Unos cuantos saltos pesados, y luego me mira con ojos enrojecidos.

Si el mundo injusto lo trata como a un leproso, yo no temo agacharme junto a él y acercar al suyo mi rostro de hombre.

Luego reprimiré un resto de asco y te acariciaré con la mano, sapo.

En la vida se tragan otros sapos que repugnan más.

Ayer, no obstante, me faltó tacto. Fermentaba y sudaba, con todas sus verrugas reventadas.

—Mi pobre amigo —le dije— no quiero ofenderte pero, ¡Dios santo! ¡qué feo eres!

Abrió su boca pueril y sin dientes, de aliento caliente, y me respondió con un ligero acento inglés:

—¡Pues anda que tú!


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Sapo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Veraneaba yo en Nazaret—dijo el amigo Orduña—. un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular, o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.


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7 págs. / 13 minutos / 68 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Sastre en el Cielo

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia, y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando. Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.

— Soy un pobre y honrado sastre —respondió una vocecita suave— que os ruega lo dejéis entrar.

— ¡Sí —refunfuñó Pedro—, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.

— ¡Un poco de compasión! —suplicó el sastre—. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas...

San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció. Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad, se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.


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2 págs. / 4 minutos / 174 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Sastrecillo Listo

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Érase una vez una princesa muy orgullosa; a cada pretendiente que se le presentaba planteábale un acertijo, y si no lo acertaba, lo despedía con mofas y burlas. Mandó pregonar que se casaría con quien descifrase el enigma, fuese quien fuese. Un día llegaron tres sastres, que iban juntos; los dos mayores pensaron que, después de haber acertado tantas puntadas, mucho sería que fallaran en aquella ocasión. El tercero, en cambio, era un cabeza de chorlito, que no servía para nada, ni siquiera para su oficio; confiaba, empero, en la suerte; pues, ¿en qué cosa podía confiar? Los otros dos le habían dicho:

— Mejor será que te quedes en casa. No llegarás muy lejos con tu poco talento.

Pero el sastrecillo no atendía a razones, y, diciendo que se le había metido en la cabeza intentar la aventura y que de un modo u otro se las arreglaría, marchó con ellos, como si tuviera el mundo en la mano. Presentáronse los tres a la princesa y le rogaron que les plantease su acertijo; ellos eran los hombres indicados, de agudo ingenio, que sabían cómo se enhebra una aguja. Díjoles entonces la princesa:

— Tengo en la cabeza un cabello de dos colores: ¿qué colores son éstos?

— Si no es más que eso — respondió el primero —: es negro y blanco, como el de ese paño que llaman sal y pimienta.

— No acertaste — respondió la princesa. — Que lo diga el segundo.

— Si no es negro y blanco —dijo el otro, — será castaño y rojo, como el traje de fiesta de mi padre.

— Tampoco es eso — exclamó la princesa. — Que conteste el tercero; éste sí que me parece que lo sabrá.

Adelantándose audazmente el sastrecillo, dijo:

— La princesa tiene en la cabeza un cabello plateado y dorado, y estos son los dos colores.


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3 págs. / 5 minutos / 115 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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