Que concreta en la siguiente carta al protagonista.
Muy estimado amigo:
Anoche, tres de abril de mil novecientos dieciocho, a las nueve y
diez —supongo que esta fecha sea inolvidable para usted (el hecho de
haberle a Ud. salvado la vida no me autoriza a hablarle de tú)— anoche,
digo, por uno de esos motivos que no tiene explicación, vi a Ud. que en
el fondo de la tina vacía, debatíase desesperadamente, sin poder salir.
Estaba oscuro. Ud. había caído, por una inexperiencia juvenil, en aquel
espacio y allí habría Ud. perecido. Yo no tenía nada que hacer en el
baño. Fumaba, en mi escritorio pensando en cosas tan inconsistentes como
el humo de mi cigarrillo. De pronto me levanto violentamente, voy al
baño, enciendo un fósforo y veo a Ud. recorriendo, nervioso y
despavorido, el fondo húmedo de la tina. El caño mal cerrado, dejaba
caer con desgana, una columna de agua. Parecía la arteria de un colosal
Petronio desangrándose en el baño. Tuve el impulso de abrirlo, llenar de
agua la tina y ahogarlo a usted.
Ud. me miró, debe usted recordarlo, porque en su mirada inteligente
parecía concretarse su alma llena de angustia brillante, llena de
urgente invocación. Sólo entonces pude apreciar su estatura. Era Ud.
joven como yo. Comprendí su dolor. En su mirada comprendí que me hablaba
usted de su madre, de su rinconcillo obscuro y húmedo en el fondo del
parquet, de su vida en flor. Si usted joven, después de verme, hubiera
intentado la fuga imposible, yo le habría matado, tal vez. Pero usted al
verme, se detuvo, sin tener la presunción de buscar una huida necia y
puso usted en mí toda su esperanza. "Tú me puedes salvar o matar. Tengo
madre. Te ruego que me salves". Así decían sus ojos, querido amigo mío.
Yo lo comprendí. ¡Qué bueno es que le comprendan a uno en la mirada! Yo no soy tan feliz como Ud., pericotito de mi corazón.
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