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autor: Alejandro Dumas etiqueta: Novela fecha: 19-03-2017


Los Hermanos Corsos

Alejandro Dumas


Novela


… —Se cometen muchos más asesinatos en nuestro país que en todos los demás; pero nunca descubrirá usted una causa innoble en estos crímenes. Es cierto que tenemos muchos asesinos, pero ni un solo ladrón.
… —¿Qué objeto tiene mandarle pólvora a un bribón que la utilizará para cometer crímenes? Sin la deplorable debilidad que todo el mundo parece sentir aquí por los bandidos, hace tiempo que estos habrían desaparecido de Córcega… ¿Y qué ha hecho tu bandido? ¿Por qué crimen se ha echado al monte? —¡Brandolaccio no ha cometido crimen alguno! Mató a Giovan’ Opizzo, que había asesinado a su padre mientras él estaba en el ejército

PROSPER MÉRIMÉE,

Colomba

Querido Mérimée: Permítame tomarle prestado este epígrafe y regalarle este libro. Con todo mi afecto.

ALEXANDRE DUMAS

I

A comienzos de marzo del año 1841, viajé a Córcega.

Nada hay tan pintoresco ni tan cómodo como viajar a Córcega: se embarca uno en Toulon y en veinte horas se planta en Ajaccio, o, en veinticuatro, en Bastia.

Allí se puede uno comprar o alquilar un caballo. Si se alquila, cuesta cinco francos al día; si se compra, ciento cincuenta francos. Y que nadie se ría de lo módico del precio; ese caballo, ya sea alquilado o comprado, hace, como el famoso caballo del gascón que saltaba del Pont Neuf al Sena, cosas que no harían ni Prospero ni Nautilus, aquellos héroes de las carreras de Chantilly y del Champ de Mars.

Se pasa por caminos donde el propio Balmat hubiera utilizado crampones, y por puentes donde Auriol hubiera pedido un balancín.

Por su parte, el viajero no tiene más que cerrar los ojos y dejar que el caballo haga su trabajo: a este le trae sin cuidado el peligro.

Añadamos que con ese caballo que pasa por todas partes, se pueden recorrer quince leguas diarias sin que pida ni de beber ni de comer.


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Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Compañeros de Jehú

Alejandro Dumas


Novela


Prólogo

Yo no sé si es muy útil el prólogo que vamos a poner bajo los ojos del lector, y sin embargo no podemos resistirnos al deseo de hacer de él, no el primer capítulo, sino el prefacio de este libro.

Cuanto más adelantamos en la vida, cuanto más progresamos en el arte, tanto más convencidos quedamos de que no hay nada fortuito ni aislado; de que la naturaleza y la sociedad evolucionan por derivación y no por accidente, y de que el suceso, flor alegre o triste, perfumada o fétida, risueña o fatal, que se abre hoy bajo nuestros ojos, tenía su botón en el pasado y sus raíces en días tal vez anteriores a los nuestros, como tendrá su fruto en el porvenir. Joven el hombre, toma el tiempo como viene, enamorado de la víspera, descuidado del día presente, e inquietándose poco por el que viene. La juventud es la primavera con sus frescas auroras y sus hermosas tardes; la tormenta, que alguna vez se esparce por el cielo, estalla, ruge y se desvanece, dejando el firmamento más azul, la atmósfera más pura, y la naturaleza más risueña que antes.

¿De qué sirve reflexionar sobre las causas de esta tormenta que pasa rápida como un capricho, efímera como una fantasía? Antes de que tengamos la respuesta al enigma meteorológico, la tempestad habrá desaparecido.

Pero no sucede lo mismo con esos fenómenos terribles que hacia el fin del verano amenazan nuestras cosechas y en medio del otoño sitian nuestras vendimias; el hombre se pregunta adónde van, se inquieta por saber de dónde vienen, y busca el medio de precaverlos.


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366 págs. / 10 horas, 41 minutos / 71 visitas.

Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Bola de Nieve

Alejandro Dumas


Novela


I. Cuarenta grados a la sombra

Como un canto de difuntos de un esplendoroso día de mayo que acaba de borrarse con destino a la eternidad, así se lamentaba la voz triste y sonora del almuédano.

—¡Por Alá! ¡Qué calor hace en Derbent! Sube a la azotea, Kassim, y observa si el sol ya se oculta tras las montañas. ¿Está todo rojo por poniente? ¿Hay alguna nube en el cielo?

—No, tío; hacia el ocaso todo sigue tan azul como los ojos de Kitshina. El sol se acuesta en toda su majestad, como una rosa flamígera incrustada en el pecho del atardecer: ni siquiera su última mirada sobre la tierra dispone de una sutil bruma que traspasar. Ya ha desplegado la noche su abanico de estrellas; ya se ha hecho la oscuridad.

—Sube, sube hasta la azotea, Kassim —exclamó la misma voz—, y fíjate bien, a ver si se desprende el rocío del cuerno de la luna. ¿No se oculta tras el arco iris nocturno, igual que una perla en su irisada concha?

—No, tío; la luna parece flotar en medio de un océano azulado, y baña el mar con lenguas de fuego. Los tejados están tan secos como las estepas del Mogán, y los escorpiones corretean por ellos, tan felices.

—O sea —añadió el viejo, con un suspiro— que mañana hará tanto calor como hoy. Kassim, lo mejor será que tratemos de dormir.

El viejo se durmió y soñó con el dinero que atesoraba. Su sobrina hizo lo propio, pero sus sueños eran los propios de una muchacha de dieciséis años en cualquier lugar del mundo, es decir, tenían más que ver con el amor. Toda la ciudad se entregó al descanso, contemplando en sueños cómo Alejandro Magno construía las murallas que defienden el Cáucaso o forjaba las puertas de hierro de Derbent.

A eso de la medianoche, todo estaba en calma.


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Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Castillo de Eppstein

Alejandro Dumas


Novela


PRIMERA PARTE

Introducción

Ocurrió durante una de esas prolongadas y maravillosas veladas que pasamos, durante el invierno de 1841, en la residencia florentina de la princesa Galitzin. En aquella ocasión, nos habíamos puesto de acuerdo para que cada uno contase una historia, un relato que, por fuerza, había de ser del género fantástico. Todos habíamos narrado ya la nuestra, todos menos el conde Élim.

Era un joven alto, rubio y bien parecido, delgado y pálido también. Mostraba, normalmente, un aspecto melancólico, que marcaba un fuerte contraste con accesos de alocada alegría que en ocasiones sufría, como si de una fiebre se tratase, y que se le pasaban de forma súbita, como un ataque. En su presencia, la conversación ya había versado sobre cuestiones semejantes; pero cada vez que le preguntábamos acerca de apariciones, aunque no fuera más que la opinión que tenía sobre el particular, siempre nos había respondido, con una sinceridad de las que no dejan lugar a dudas, que él creía en ellas.

¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella seguridad? Nadie se lo había preguntado nunca. Además, en lo tocante a estas cosas, uno cree en ellas, o no, y no resulta fácil dar con una razón que explique el motivo de tal fe o de tal incredulidad. Por ejemplo, Hoffmann pensaba que sus personajes eran todos reales, y no le cabía ninguna duda de que había visto a maese Floh o de que había trabado conocimiento con Coppelius. Por eso, cuando ya se habían contado las más singulares historias de espectros, apariciones y fantasmas, y el conde Élim nos había comentado que creía en ellas, nadie dudó ni por un instante de que así fuese.


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245 págs. / 7 horas, 9 minutos / 136 visitas.

Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cecilia de Marsilly

Alejandro Dumas


Novela


Introduccion

Era entre la paz de Tilsitt y la conferencia de Erfurth, esto es, cuando se hallaba el esplendor imperial en todo su apogeo.

Una mujer, en traje de mañana, vestida con un largo peinador de muselina de la india, guarnecido de magníficos encajes, al extremo del cual no se divisaba más que la punta de una pequeña zapatilla de terciopelo, y peinada como se estilaba en aquella época, es decir, con el pelo sobre lo alto de la cabeza y la frente rodeada de numerosos bucles castaños, que indicaban, por la regularidad de sus anillos, la obra reciente del peluquero, se hallaba recostada en una larga silla forrada de raso azul, en un lindo gabinete, que era la pieza más retirada de una habitación situada en el piso principal de la calle Taithout, número 11.

Digamos cuatro palabras acerca de la mujer, otras cuatro del gabinete, y luego entraremos en materia.


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Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.