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Historia de una Cortesana

Alejandro Dumas


Novela


Prólogo

Sobre las cinco de la tarde del 14 de enero de 1815, un sacerdote precedido de una vieja que parecía servirle de guía, caminaba por entre la nieve que se extendía desde el villorrio de Wimille al pequeño puerto de Ambleteuse, situado entre Boulogne y Calais, y en el cual Jacobo II, expulsado de Inglaterra, desembarcó en 1688. El paso del sacerdote era precipitado, como si alguien lo esperase con impaciencia; y para, resguardarse del viento incómodo, y frío que soplaba, de las costas de Inglaterra, iba envuelto en su manteo. Crecía la marea, y se percibía el mugido, de las olas confundido con el áspero ruido de los guijarros que el flujo y reflujo arrojaba a la playa.

Al cabo de media hora de caminar por un sendero que señalaba una doble hilera de macilentos olmos, desnudos en invierno, por los rigores de la estación, maltrechos en verano por la acción de los vientos del mar, la vieja, desviándose hacia la derecha, tomó por un camino apenas visible bajo la nieve que lo cubría, y que conducía, a una pequeña casa edificada en la ladera de una colina que dominaba el paisaje. A través de los vidrios de la ventana se distinguía un punto luminoso, única señal que denunciaba la presencia de esta vivienda completamente perdida en la obscuridad.

Diez minutos bastaron a los dos viajeros para llegar al umbral de la puerta, que se abrió en el acto, al tiempo que una voz fresca y dulce dijo con ligero acento, inglés:

—¡Venga usted, señor abad!; mi madre le espera impaciente.

La vieja se apartó para dar paso al clérigo, tras el cual penetró en la choza. La joven cerró la puerta, y en la pieza inmediata, la única que estaba alumbrada, hizo ademán de señalar a un mujer que con dificultad se incorporaba en el lecho.

—¿Es él? —preguntó la enferma, en inglés y con voz débil.

—Sí, madre mía —respondió la joven en el mismo idioma.


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688 págs. / 20 horas, 5 minutos / 220 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2019 por Edu Robsy.

La Hija del Marqués

Alejandro Dumas


Novela


I. Los voluntarios del 93

El 4 de junio de 1793 salían de París, por la puerta de la Villette, dos coches de posta, uno de ellos tirado por cuatro caballos y el otro por dos.

Dado los tiempos que corrían, era un gran lujo que dos coches de posta saliesen de París sin más explicaciones.

Del segundo coche, una especie de calesa descubierta, lo que por otra parte indicaba que las tres personas que la ocupaban nada tenían que temer de la policía, salió un hombre de unos cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, vestido totalmente de negro y, cosa extraordinaria en aquel entonces, con calzón corto y corbata blanca.

Por ello, su sola presencia avivó la curiosidad de la guardia, que le rodeó, sin prestar atención a los dos o tres viajeros, que permanecieron en el interior y que llevaban el uno el uniforme de sargento del ejército voluntario y el otro el de ciudadano, es decir, gorro rojo y chaquetilla. Pero apenas el hombre vestido de negro hubo enseñado sus documentos, el círculo creado a su alrededor se disolvió, después de haber echado una rápida mirada, puramente rutinaria, al interior del primer coche y levantar la lona que lo cubría.

Evidentemente, en este hombre vestido de negro habrán reconocido mis lectores a Monsieur de París, quien se dirigía hacia Chálons con el segundo de sus ayudantes, llamado Legros, y el hijo de uno de sus amigos, llamado León Milcent, sargento de voluntarios, para entregar una bella guillotina, totalmente nueva, a los «maratistas», del estado del Mame que iba a inaugurarse y quizá pusiese en movimiento el verdugo de París en persona.


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358 págs. / 10 horas, 28 minutos / 156 visitas.

Publicado el 11 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Lobas de Machecoul

Alejandro Dumas


Novela


I. El ayudante de campo

Lector, si has ido alguna vez de Nantes a Bourgneuf, al llegar a San Filiberto habrás rodeado, por decirlo así, el ángulo meridional del lago de Grandlieu, y continuando tu camino habrás llegado a los primeros árboles de la selva de Machecoul después de una o dos horas de marcha.

Llegado allí, a la izquierda del camino y en un soto que parece formar parte del bosque, del que únicamente le separa la carretera, habrás descubierto las agudas puntas de dos estrechas torrecillas y el techo parduzco de un pequeño castillo perdido entre las hojas.

Las paredes agrietadas de aquella casa solar, sus ventanas destrozadas y su tejado invadido por los musgos parásitos, le dan, no obstante sus pretensiones feudales y de las dos torrecillas que la defienden, una apariencia tan mezquina, que no excitaría la envidia de los caminantes que la contemplan, a no ser por su deliciosa situación delante de los seculares árboles del bosque de Machecoul, cuyas verdes olas se confunden con el horizonte hasta donde puede alcanzar la vista.

Este pequeño castillo pertenecía, en 1831, a un antiguo hidalgo apellidado el marqués de Souday, cuyo nombre había tomado, y del cual vamos a ocuparnos después de haberlo hecho con su propiedad.


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723 págs. / 21 horas, 6 minutos / 122 visitas.

Publicado el 10 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Tumbas de Saint Denis

Alejandro Dumas


Cuento


En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint—Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían.

El pueblo se abalanzó pues sobre Saint—Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.


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13 págs. / 24 minutos / 326 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Hermanos Corsos

Alejandro Dumas


Novela


… —Se cometen muchos más asesinatos en nuestro país que en todos los demás; pero nunca descubrirá usted una causa innoble en estos crímenes. Es cierto que tenemos muchos asesinos, pero ni un solo ladrón.
… —¿Qué objeto tiene mandarle pólvora a un bribón que la utilizará para cometer crímenes? Sin la deplorable debilidad que todo el mundo parece sentir aquí por los bandidos, hace tiempo que estos habrían desaparecido de Córcega… ¿Y qué ha hecho tu bandido? ¿Por qué crimen se ha echado al monte? —¡Brandolaccio no ha cometido crimen alguno! Mató a Giovan’ Opizzo, que había asesinado a su padre mientras él estaba en el ejército

PROSPER MÉRIMÉE,

Colomba

Querido Mérimée: Permítame tomarle prestado este epígrafe y regalarle este libro. Con todo mi afecto.

ALEXANDRE DUMAS

I

A comienzos de marzo del año 1841, viajé a Córcega.

Nada hay tan pintoresco ni tan cómodo como viajar a Córcega: se embarca uno en Toulon y en veinte horas se planta en Ajaccio, o, en veinticuatro, en Bastia.

Allí se puede uno comprar o alquilar un caballo. Si se alquila, cuesta cinco francos al día; si se compra, ciento cincuenta francos. Y que nadie se ría de lo módico del precio; ese caballo, ya sea alquilado o comprado, hace, como el famoso caballo del gascón que saltaba del Pont Neuf al Sena, cosas que no harían ni Prospero ni Nautilus, aquellos héroes de las carreras de Chantilly y del Champ de Mars.

Se pasa por caminos donde el propio Balmat hubiera utilizado crampones, y por puentes donde Auriol hubiera pedido un balancín.

Por su parte, el viajero no tiene más que cerrar los ojos y dejar que el caballo haga su trabajo: a este le trae sin cuidado el peligro.

Añadamos que con ese caballo que pasa por todas partes, se pueden recorrer quince leguas diarias sin que pida ni de beber ni de comer.


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95 págs. / 2 horas, 46 minutos / 135 visitas.

Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Roldán Después de Roncesvalles

Alejandro Dumas


Cuento


La peregrinación a Rolandseck o ruinas de Roldán es una necesidad para las almas tiernas que habitan no sólo en las dos márgenes del Rin, desde Schaffouse hasta Rotterdam, sino incluso en cincuenta leguas hacia el interior. Si hay que creer la tradición, fue allí donde remontando el Rin para responder a la llamada de su tío, dispuesto a partir para combatir a los sarracenos de España, Roldán fue recibido por el anciano conde Raymond. Éste, tras conocer el nombre del ilustre paladín que tenía el honor de recibir en su casa, quiso que fuese servido a la mesa por su hija, la bella Alda. Poco le importaba a Roldán por quien fuera servido, con tal de que la comida fuera copiosa y el vino bueno. Tendió su vaso: entonces una puerta se abrió y entró una bella jovencita con un velicomen en la mano que se dirigió hacia el caballero. Pero, a mitad de trayecto, las miradas de Alda y de Roldán se encontraron y —¡cosa extraña!— ambos comenzaron a temblar de tal manera que la mitad del vino cayó al pavimento, tanto por culpa del invitado como por culpa del escanciador.

Roldán debía marcharse al día siguiente, pero el anciano conde insistió para que pasara ocho días en el castillo. Roldán sabía bien que su deber lo esperaba en Ingelheim, pero Alda dirigió hacia él sus hermosos ojos, y él se quedó.

Al cabo de aquellos ocho días, los dos enamorados no se habían hablado aún de amor pero, la noche del octavo día, Roldán tomó de la mano a Alda y la condujo a la capilla. Llegados ante el altar, se arrodillaron los dos simultáneamente. Roldán dijo: «No tendré jamás otra esposa que no sea Alda.» Alda añadió: «¡Dios mío! Recibid el juramento que os hago de ser vuestra si no soy de él.»


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4 págs. / 7 minutos / 90 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Terror en Fontenay

Alejandro Dumas


Cuento


1. La calle de Diana, en Fontenay-aux-Roses

Algunas de las aventuras más misteriosas e improbables jamás ocurridas suelen tener su inicio en las más prosaicas circunstancias de las ocupaciones cotidianas. Así ocurrió con lo que vamos a referir.

Hacia finales de agosto de 1831, recibí la invitación de un viejo amigo (un importante funcionario gubernativo adscrito a la administración de las Propiedades de la Corona) para pasar unos días con él y su hijo en Fontenay-aux-Roses, en la apertura del año cinegético.

Por aquellos días yo era un empedernido deportista, y la elección del lugar donde disparar el primer tiro de la estación era realmente un hecho de considerable importancia. Anteriormente me había acostumbrado a hacerlo con el viejo agricultor Mocquet, arrendatario y amigo de mi hermanastro, cuya confortable residencia se hallaba cerca del delicioso pueblecito de Monrieval, a solo cinco kilómetros de distancia de las espléndidas ruinas del castillo de Pierrefond. Fue en aquellas tierras donde por primera vez intenté dominar una pistola, y fue en aquellas tierras donde disparé mi primer tiro de apertura.

Aquel año, sin embargo, me mostré infiel al viejo Mocquet, aceptando sin demasiado esfuerzo la insistente invitación de mi acomodado amigo. El hecho es que mi imaginación se vio prendada por un paisaje que me envió su hijo, un ilustre joven artista. En aquel cuadro, los campos en torno a Fontenay parecían llenos de liebres, y los matorrales de perdices. ¿Había algo más atrayente para un hombre dedicado a su arma de fuego?


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184 págs. / 5 horas, 23 minutos / 114 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2019 por Edu Robsy.

Amaury

Alejandro Dumas


Novela


Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del carácter nacional, que con dificultad se encuentra en otro país cualquiera: la conversación, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir con los franceses.

En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; sólo en Francia se conversa por costumbre.

No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me ha ocurrido anunciar de pronto que al día siguiente me volvía a París. Si alguno, admirado de tan súbita resolución, me preguntaba:

—¿A qué vas a París?

Yo le respondía sencillamente:

—A conversar.

Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme el gusto de conversar.

Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían los franceses. Estos solían exclamar:

—¡Qué dicha! ¡qué placer!

Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.

A decir verdad no hay nada más grato que esas minúsculas tertulias que en un salón elegante improvisan unas cuantas personas charlando a su sabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo, para abandonarla después de sacar de ella todo el partido posible, cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de las bromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos, lo cual no obsta para que súbitamente, al llegar al punto culminante de su desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jabón tocada por la dueña de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo el hilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres, planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a verter su correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama «la conversación».


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286 págs. / 8 horas, 21 minutos / 240 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Blanca de Beaulieu

Alejandro Dumas


Novela corta


Capítulo I

El que, al anochecer del 15 de diciembre de 1793, hubiese salido de la ciudad de Clisson para ir al pueblo de Saint-Crépin y se hubiese detenido en la cresta de la montaña a cuyo pie corre el río Moine, hubiera visto, al otro lado del valle, un extraño espectáculo.

En primer término, hubiera advertido, en el lugar en que sus ojos hubiesen buscado el pueblo perdido entre los árboles y en medio de un horizonte obscurecido ya por el crepúsculo, tres o cuatro columnas de humo que, separadas por la base, se juntaban ensanchándose, se agrupaban un instante formando una oscura cúpula, y cediendo blandamente al húmedo viento del oeste, rodaban en aquella dirección, confundidas con las nubes de un cielo bajo y brumoso. Hubiera visto aquella base enrojecer lentamente, después cesar el humo, y techos de casas y agudas lenguas de fuego reemplazar a aquéllas con sordo temblor, ya retorciéndose en forma de espirales, ya encorvándose y elevándose como el palo mayor de un navío. Le hubiera parecido que muy pronto todas las ventanas se abrían para vomitar fuego. De vez en cuando, y si algún tejado se hundía, hubiera oído un ruido sordo, hubiera distinguido una llama más viva, mezclada con millares de chispas, y, al sangriento resplandor del incendio que crecía, armas relucientes y un círculo de soldados que se oían a lo lejos. Hubiera oído gritos y risas, y hubiera dicho con terror: «Dios me perdone: es un ejército que se calienta al amor de una ciudad que arde».

Efectivamente, una brigada republicana de mil doscientos o mil quinientos hombres había encontrado abandonado el pueblo de Saint-Crépin y le había pegado fuego.

Esto no era una crueldad; era una táctica guerrera, un plan de campaña como otro cualquiera, plan que la experiencia demostró que era el único bueno.


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48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 215 visitas.

Publicado el 11 de febrero de 2019 por Edu Robsy.

Cómo San Eloy fue Curado de la Vanidad

Alejandro Dumas


Cuento


Caí en Domodossola en medio de una procesión típicamente italiana: una corporación de herradores festejaba a san Eloy. En mi ignorancia, siempre había creído que este bienaventurado era el patrón de los orfebres y el amigo del rey Dagoberto al que, en ocasiones, daba consejos bastante sensatos respecto a su atuendo; pero ignoraba por completo que hubiera sido alguna vez herrador. El estandarte, en el que estaba representado forjando su insignia, no me dejaba duda al respecto: lo único que me quedaba por esclarecer era a qué momento de su vida correspondía la acción que había inspirado al artista; pues esa vida santificada la conozco, más o menos, desde la entrada en casa del prefecto de la moneda hasta su nominación para ocupar el obispado de Noyon, y en todo eso no encontraba nada que pudiera aplicársele al espectáculo que tenía ante mis ojos. En consecuencia, me dirigí al jefe de posta pensando que, para una tradición relacionada con la herradura, él sería el mejor historiador que pudiera encontrar. Empezamos por acordar el precio del vehículo que debía llevarme de Domossola a Baveno; luego, una vez concretado el precio por el doble de lo que valía —tanta prisa tenía por regresar a la procesión—, obtuve sobre el padre de Oculi las informaciones biográficas que siguen. Aquí tienen la tradición tal como me fue transmitida en su ingenuidad primordial y en su sencillez primitiva: es inútil advertir que no garantizamos en absoluto su autenticidad.


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7 págs. / 13 minutos / 179 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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