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autor: Alejandro Dumas


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El Conde de Montecristo

Alejandro Dumas


Novela


PRIMERA PARTE. EL CASTILLO DE IF

Capítulo primero. Marsella. La llegada

El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costum­bre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, por­que en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado feliz­mente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendien­do las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en na­vegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna des­gracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bau­prés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un jo­ven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órde­nes del piloto.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Mosqueteros

Alejandro Dumas


Novela


Prefacio

EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE, PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS», LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS A TENER EL HONOR DE CONTAR A NUESTROS LECTORES NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO

Hace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV , di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas —como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos larga por la Bastilla— en Amsterdam, por el editor Pierre Rouge . El título me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.

No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil , las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.

Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda, los detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto, nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.

D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville , capitán de los mosqueteros del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.


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716 págs. / 20 horas, 53 minutos / 3.528 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Tulipán Negro

Alejandro Dumas


Novela


I. Un Pueblo Agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu­las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean­tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for­midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase­sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen­sionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu­viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien­tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien­to político en la cual se enmarca.


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Dominio público
237 págs. / 6 horas, 55 minutos / 1.590 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Vizconde de Bragelonne

Alejandro Dumás


Novela


Tomo 1. El vizconde de Bragelonne

Capítulo I. La carta

En el mes de mayo del año 1660, a las nueve de la mañana, cuando el sol ya bastante alto empezaba a secar el rocío en el antiguo castillo de Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin causar más efecto que un movimiento de manos a la cabeza para saludar, y otro de lenguas para expresar esta idea en francés correcto.

—Aquí está Monsieur, que vuelve de la caza.

Y a esto se redujo todo.

Sin embargo, mientras los caballos subían por la áspera cuesta que desde el río conduce al castillo varios hombres del pueblo se acercaron al último caballo, que llevaba pendientes del arzón de la silla diversas aves cogidas del pico.

A su vista, los curiosos manifestaron con ruda franqueza, su desdén por tan insignificante caza, y después de perorar sobre las desventajas de la caza de volatería, volvieron a sus tareas. Solamente uno de estos, curiosos, obeso y mofletudo, adolescente y de buen humor, preguntó por qué Monsieur, que podía divertirse tanto, gracias a sus pingües rentas, conformábase con tan mísero pasatiempo.

—¿No sabes —le dijeron— que la principal diversión de Monsieur es aburrirse?

El alegre joven se encogió de hombros, como diciendo: «Entonces, más quiero ser Juanón que príncipe».

Y volvieron a su trabajo.


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2.093 págs. / 2 días, 13 horas, 4 minutos / 1.100 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Caballeros Templarios

Alejandro Dumas


Cuento


Capítulo I

Continuando por la calle de Rivoli en París, antes de llegar a los bulevares, se halla un enorme edificio situado en la esquina formada por la unión de esta calle con la de la Corderie. Se trata del palacio de los caballeros templarios, en el que habitaba el jefe o Gran Maestre de aquella célebre orden que, desde la cima de su riqueza y poderío, estaba destinado a legar a la historia inolvidables recuerdos para la posteridad, con el ejemplo que su precipitada ruina ofreció acerca de la inestabilidad de la grandeza humana.

La génesis de la milicia del Temple se fecha en la época en que Godofredo de Bouillon fue a plantar el estandarte de la cruz sobre los muros de Jerusalén. Sus nueve fundadores, al frente de los cuales figuraban Hugo de Payens y Geofredo de Saint—Omer, después de conquistar la Ciudad Santa, pronunciaron el solemne juramento de defenderla de los ataques de los turcos, y defender a los numerosos peregrinos que entrasen a visitarla. Aparte de los tres votos religiosos ante el patriarca de Jerusalén, incorporaron otro en virtud del cual se obligaron a combatir contra los infieles. La cruz de esta orden militar era de tela roja, como la de los cruzados franceses, y su estandarte, denominado Baucens o Baucan, estaba partido en negro y blanco.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo que es Ignorar la Lengua de un País

Alejandro Dumas


Cuento


A pesar del deseo que yo tenía de llegar lo más pronto posible al lago de Constanza, forzoso me fue detenerme en Vadutz. Desde nuestra partida llovía a cántaros y el caballo y el conductor se negaron obstinadamente a dar un paso más, so pretexto, el animal, de que se metía en el barro hasta el vientre y el hombre, que estaba calado hasta los huesos. Por lo demás, hubiera sido, verdaderamente, crueldad insistir.

No fue preciso nada menos, lo confieso, que esta consideración filantrópica para determinarme a entrar en la miserable posada cuya muestra había detenido en seco mi coche. Apenas había puesto el pie en la estrecha alameda que conducía a la cocina, la cual era al mismo tiempo sala común para los viajeros, cuando sentí agriamente agarrada la garganta por un olor a chucrut, que venía a anunciarme de antemano, como las listas puestas a la puerta de ciertos restaurantes, el menú de mi comida. Ahora bien, yo diré del chucrut lo que cierto sibarita decía de las platijas, que si no hubiera sobre la tierra más que el chucrut y yo, el mundo terminaría bien pronto.

Comencé, pues, a pasar revista a todo mi repertorio tudesco y a aplicarlo a la carta de una posada de pueblo; la precaución no era inútil, porque apenas me senté a la mesa en la cual dos cocheros, primeros ocupantes, quisieron cederme un extremo, cuando me llevaron un plato hondo, lleno del manjar en cuestión; felizmente, estaba preparado para esta infame burla y rechacé el plato, que humeaba como un Vesubio, con un nicht gut tan francamente pronunciado, que debieron tomarme por un sajón de pura raza.

Un alemán cree siempre haber oído mal cuando se le dice que a uno no le gusta el chucrut, y cuando es en su propia lengua en la que se desprecia este manjar nacional, se comprenderá que su asombro —para servirme de una expresión familiar en su idioma— se convierta en montaña.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Condesa de Charny

Alejandro Dumas


Novela


I. LA TABERNA DEL PUENTE DE SEVRES

Si el lector tiene a bien recordar un instante nuestra novela Ángel Pitou, y, abriendo el tomo segundo, fija un momento su mirada en el capítulo titulado La noche del 5 al 6 de octubre, verá descritos algunos hechos que no estará demás tenga presentes antes de dar principio a este libro, el cual comienza con la mañana del 6 del mismo mes.

Después de citar nosotros algunas líneas importantes de este capítulo, resumiremos los hechos que deben preceder en la continuación de nuestro relato, y esto se hará con el menor número posible de palabras.

Estas líneas son las siguientes:

«A las tres, como ya hemos dicho, todo estaba apaciguado en Versalles, y la misma Asamblea, tranquilizada por el informe de sus ujieres, se había retirado.

«Confiábase en que esta tranquilidad no se perturbaría,

«Pero se confiaba mal.

«En casi todos los movimientos populares que preparan las grandes revoluciones hay un tiempo de espera, durante el cual se cree que todo ha concluido y que se puede dormir sin cuidado; pero se incurre en un error.

«Detrás de los hombres que hacen los primeros movimientos, están los que esperan a que éstos terminen, y que, fatigados o satisfechos, pero no queriendo en ningún caso ir más lejos, dejan a los otros entregarse al descanso.

«Entonces es cuando a su vez, esos hombres desconocidos, misteriosos agentes de las pasiones fatales, se deslizan en las multitudes, continúan su obra allí donde la dejaron, y llevándola hasta sus últimos límites, espantan, al despertar, a los que les abrieron camino y se echaron después en medio de éste, creyendo que ya estaba todo arreglado y conseguido el fin».

Hemos nombrado tres de esos hombres en el libro de que tomamos las pocas líneas que preceden.


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1.573 págs. / 1 día, 21 horas, 53 minutos / 497 visitas.

Publicado el 10 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Napoleón

Alejandro Dumas


Historia, Biografía


I. Napoleón de Buonaparte

El día 15 de agosto de 1769 nació en Ajaccio un niño que recibió de sus padres el nombre de Buonaparte y del cielo el de Napoleón.

Los primeros días de su juventud transcurrieron en medio de la agitación febril propia que sigue a las revoluciones. Córcega, que desde hacía medio siglo soñaba con la independencia, acababa de ser en parte conquistada y en parte vendida; no se había librado de la esclavitud de Génova sino para caer en poder de Francia. Paoli, vencido en Pontenuovo, iba a buscar con su hermano y sus sobrinos un asilo en Inglaterra, donde Alfieri le dedicó su Timoleone. El aire que el recién nacido respiró estaba impregnado de los odios civiles y la campana que resonó en su bautismo parecía vibrar aún con los últimos toques de alarma.

Carlos de Buonaparte, su padre, y Leticia Ramolino, su madre, ambos de raza patricia y oriundos de San Miniato, ese pueblo encantador que domina desde su colina la ciudad de Florencia, tras una larga relación de amistad con Paoli, habían decidido abandonar su partido, declarándose a favor de la influencia francesa. De esta manera no tuvieron problema para obtener la protección de M. de Marbœuf, que volvía como gobernador a la isla donde diez años antes había entrado como general, consiguiendo que el joven Napoleón pudiera ingresar en la Escuela Militar de Brienne. La petición acabó siendo admitida y algún tiempo después, M. Berton, subdirector del colegio, dejaba escrito en sus registros la nota siguiente:

Hoy, día 23 de abril de 1779, Napoleón de Buonaparte ha ingresado en la Real Escuela Militar de Brienne-le-Château, a la edad de nueve años, ocho meses y cinco días.


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202 págs. / 5 horas, 54 minutos / 375 visitas.

Publicado el 11 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre de la Máscara de Hierro

Alejandro Dumas


Novela


TRES COMENSALES ADMIRADOS DE COMER JUNTOS

Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno.

D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:

—¿Qué veo?

—¿Qué veis, amigo mío? —preguntó Athos con tranquilidad.

—Mirad allá abajo.

—¿En el patio?

—Sí, pronto.

—Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.

—Apostaría que es él, Athos.

—¿Quién?

—Aramis.

—¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.

—Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.

—¿Qué hace aquí, pues?

—Conoce al gobernador Baisemeaux, —respondió D'Artagnan con socarronería: —llegamos a tiempo.

—¿Para qué?

—Para ver.

—Siento de veras este encuentro, —repuso Athos, —al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente de verme, y luego de ser visto.

—Muy bien hablado.

—Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Basti­lla, no hay modo de retroceder.

—Se me ocurre una idea, Athos, —repuso el mosquetero; — hagamos por evitar la contrariedad de Aramis.

—¿De qué manera?

—Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomendaros que mintáis, pues os sería imposible.

—Entonces?...

—Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.

Athos se sonrió.

Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del go­bierno.

—¿De acuerdo? —preguntó D'Artagnan en voz queda,

Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.


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405 págs. / 11 horas, 49 minutos / 1.058 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Tumbas de Saint Denis

Alejandro Dumas


Cuento


En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint—Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían.

El pueblo se abalanzó pues sobre Saint—Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.


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13 págs. / 24 minutos / 316 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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