Textos más populares esta semana de Alejandro Larrubiera que contienen 'u' | pág. 4

Mostrando 31 a 40 de 62 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Alejandro Larrubiera contiene: 'u'


23456

La Mujer de Palo

Alejandro Larrubiera


Cuento


La Fama, que muchas veces trompetea á tontas y á locas, pregonaba que no había en la patria del Cid mortal tan venturoso como el mesonero de Pedrules, Juan Otáñez, marido de la mujer más gentil, graciosa y encantadora que hubo de verse metida en el rudo tráfago de hospedar la variada y pintoresca muchedumbre de viandantes que hacían su camino por tierra de Castilla.

Por hombre dichoso teníase á Otáñez; su mesón era uno de los más frecuentados en muchas leguas á la redonda; en su gaveta escondíanse prudentemente, para evitar deslumbres de ojos y malos pensamientos, algunos centenares de áureos redondelitos sellados con la efigie del señor rey D. Felipe III; ningún marido más afortunado, por ser Maricruz, su mujer, dechado de gracias y perfecciones pertinentes al cuerpo, y de aquellas, más preciadas y perennales, del alma.

Pero, la felicidad es fruto que nadie saborea con entera placidez: al envidiado y envidiable Otáñez amargábale el dulzor de sus venturas el acíbar de los celos, que era el mesonero sobrado receloso, sin duda por el natural temor que en los varones avisados y prudentes pone un excesivo y continuado bienestar.


* * *


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 53 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Barca del Olvido

Alejandro Larrubiera


Cuento


¡Qué tarde más triste!… El cielo era de plomo y el mar aparecía negruzco. Ahí en la playa estaba todo el pueblo mirando atentamente hacia el límite en que agua y nubes se fundían en un beso tétrico.

Las mujeres, formando un gran grupo, gimoteaban; los hombres discutían las probabilidades de que las barcas que habían salido á la pesca de la sardina pudiesen ganar la playa; los chicos, atemorizados, permanecían quietos mirando estúpidamente, ora á las encrespadas olas que ribeteadas de hirviente espuma venían á morir á sus pies, ora á los grupos de hombres y mujeres que los rodeaban. La voz de bronce de la aldea tocaba el Ángelus y sus vibraciones eran ahogadas por el ruidoso oleaje.

Nela, la hija del señor Quim, el pescador más arrojado de la costa, era la única mujer que permanecía alejada de sus convecinas. Habíase sentado en una peña, y con los codos sobre las rodillas apoyaba la cabeza entre ambas manos, muda é insensible á todo lo que no fuera aquel mar sombrío que parecía salmodiar un fúnebre canto, seguía con ansiedad de loca la marcha tumultuosa de las olas.

Las mujeres de la playa mirábanla de vez en cuando y meneaban con significativa expresión la cabeza: los hombres la señalaban con el dedo.

Era la que más sufría en aquel instante.

Quico, su prometido, estaba en el mar.

Al día siguiente, domingo, debía verificarse su boda, cumplir su anhelo constante, porque Nela quería á Quico como quiere la mujer virgen que entreabre su espíritu al ardiente soplo del amor.

Quico… ¿Me prometéis el secreto? Quico no quería á Nela. Se casaba sí, por ser dueño .. de la mejor barca que había en toda la costa.

Otra mujer antes que Nela había refrenado el albedrío del ambicioso: esa mujer ahora, despechada, lloraba la muerte de sus ilusiones.

Y nadie, nadie le hacía caso: lo más que le decían para consolarla era:


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 53 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2023 por Edu Robsy.

Una Cana al Aire

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Don Zenón, una vez que la doméstica, una alcarreña tan diminuta como campana de ermita, hubo quitado los manteles, se palpó con entrambas manos su respetable abdomen, y dirigiéndose á su familia, compuesta de señora é hija, y el adminículo de ésta ó sea el novio, dijo alegremente:

—¡He pensado convidaros esta noche!

—¡Ay papá, qué gusto!—exclamó la joven.

—¿De veras?—preguntó la señora.

—¿Conque nos convida?… ¡qué milagro—pensó el futuro víctima de Cupido.

—Sí—prosiguió don Zenón,—bien podemos dispensarnos ese lujo, gracias al ministro, que al cabo de veinte años se ha acordado de que yo existo en el mundo, y me ha ascendido.

—¡Valiente ascenso!—gruñó doña Pantaleona, la esposa de don Zenón.—8000 reales de sueldo… ¡Si tú no fueras tan arrimado á la cola!…

—¡Pero mujer!…

—No hay mujer que valga,—replicó doña Pantaleona.—Si tu te hubieses colgado á la casaca del ministro y no pusieras caja con g… ¿no es verdad, Pepito?…

El aludido estaba por las alturas, asi es que al oír la voz de su suegra en ciernes, se puso colorado lo mismo que su Dulcinea, y ambos preguntaron atropelladamente:

—¿Qué dice usted?

—Pareces boba, Felisa, que papá…

—Vaya, mujer… ¡cosas de chicos!—intervino el empleado dando nuevo giro á la conversación.—Estaban hablando de sus cosas; ¿verdad, hija?

—Sí, papá.

—Sí, señor, sí,—contestó Pepito—estaba explicando á Lisa el movimiento de rotación de… de los astros… ¡eso es!…

—¡Me escama tanta istronòmica todas las noches!—murmuró la mamá.

—¡Ea, vamos á echar una cana al aire!—dijo alegremente D. Zenón—¡qué diablos!… un día es un día.

—Y á dónde vamos. Papá?

—¡Al café que han abierto en la esquina!


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 48 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Ángel se Duerme

Alejandro Larrubiera


Cuento


El viejo Conde Falcón escuchaba impaciente y malhumorado las nuevas que de su hija D.ª Violante le traía Pero Martín, su escudero.

Encarándose con éste, al término de su relato le dijo con fiera acritud:

—¡Por Cristo crucificado, que he de hacerte colgar de una almena como no sea cierto lo que acabas de contarme!

—Señor, yo no miento —se atrevió á replicar el susodicho.

—Pero, ven acá, condenado. ¿Cómo se armoniza lo que tú me dices de que á un mismo tiempo doña Violante y su esposo don Rodrigo se quieran como á las niñas de sus ojos y se odien á muerte?... Vamos á ver cómo explicas este contrasentido... ¡Habla! ¡Contesta!... ¡No te quedes así parado como un idiota!...

Y dicho todo este aluvión de frases, el viejo Conde empezó á dar grandes pasos á lo largo de la suntuosa cámara, mientras que Pero Martín rascábase la cabeza, como si con las uñas quisiera sacar del caletre las explicaciones que tan políticamente se le pedían.

—¡Acaba! —ordenó el de Falcón, deteniéndose súbitamente en sus paseos.

—En Dios y en mi ánima, señor, que lo que acabo de contaros es el Evangelio: doña Violante y don Rodrigo ha más de un año que se casaron, y hasta hace pocos días parecían tórtolos por el mucho amor que á ojos vistas se profesaban ambos á dos... Envidia y contento de todos nosotros era presenciar su ventura... El cielo y...

—¡El infierno!... ¡Acaba de una vez, escudero parlatán!...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 46 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Famosa Historia de Maese Antón

Alejandro Larrubiera


Cuento


La amplia cocina de maese Antón hallábase en tal noche de Nochebuena, hace de esto ya siglos, iluminada por la alegre y chisporroteadora llama de los verdosos troncos que se consumían en el llar, y por los monumentales candiles de hierro que pendían de la ahumada y robliza techumbre, decorada con lomos, chorizos, jamones, morcillas y otros substanciosos fililíes; las luces de los candiles semejaban almendras de oro flotantes en un espacio neblinoso.

Las mejillas y las narices de los comensales tenían un sospechoso barniz de escarlata; chispeaban los ojos y sonreían las bocas; habíase dado fin al pantagruelesco banquete, que empezó pasadas las doce de la noche. Maese Antón y su mujer, la hermosa Fredegunda, y los dos oficiales y los seis aprendices de la herrería considerábanse, en tal hora y en tal sitio, como los seres más venturosos de la tierra, que no hay cosa que despierte más pronto el regocijo en almas buenas y sencillas, libres de inquietud y de ambición, que una cena espléndida, pródigamente rociada con vinillo de lo añejo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 46 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Fonógrafo Perfeccionado

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 45 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Función de Títeres

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Si eran ó no verídicas las voces que corrían en el pueblo de Villabrin á propósito de la conducta de Marcela, la hija del alcalde, sirviendo de sabrosos chichisveos entre mozas y mozos, sábelo Dios; lo que sí se sabía era que tío Juan, el padre, andaba cariacontecido, sin atreverse — á pesar de su autoridad y de las simpatías que gozaba en el pueblo — á meterse, como de costumbre, en la lonja á formar tertulia con los dueños y tres ó cuatro notables del lugarejo que á primera hora de la noche allí se congregaban: si alguien le pedía noticias de su hija, poníasele al hombre torva la faz, y con acento que helaba por lo frío, gruñía un «¡Está buena!», que no alentaba á continuar el interrogatorio. Además de esto, que ya era bastante para fijar la atención de sus convecinos, ni el alcalde ni su hija asistían á la iglesia en los días de precepto. Decíase que Marcela estaba como reclusa en el caserón paternal; algunas tardes, cerca de anochecido, los que cruzaban por delante de la alcaldía veían á la moza asomada á una de las ventanas contemplando tristemente la vega, llena de verdor y susurrante al ser azotadas las cañas de los maizales por el viento ábrego.

Empezábanse á cotejar fechas y á recordar detalles que pasaron inadvertidos: que no hay juez instructor más diligente que una aldea á caza de un misterio. Asegurábase que la reclusión de la moza, el mal humor y el retraimiento del padre, databan desde el día aquel en que regresó á la corte César, un lejano pariente de tío Juan, que vino de Madrid á pasar una temporada en el pueblo: que César y Marcela fueron novios en tal tiempo, podía jurarse, aunque los interesados jamás confiaron á nadie su noviazgo: que tío Juan no veía estas relaciones con malos ojos, era cosa indudable, porque el pariente poseía un bonito caudal y… ¿á quién le amarga un dulce?


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 43 visitas.

Publicado el 21 de julio de 2023 por Edu Robsy.

Señor Dimas

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Encorvado con el peso de los años, canosos los mechones de pelo, rebeldes á encarcelarse en la grasienta y agujereada pared de un sombrero de fieltro de alas abarquilladas, brillantes los ojos negros de dulce y melancólico mirar, crecidas las barbas de plata, el cutis como pergamino estrujado, la perlática mano abarrotando una cayada, necesario puntal para que el vetusto edificio del cuerpo no se desplomara, pulcro en medio de su pobreza, impregnado el continente de un aire señoril, vestigio de tiempos mejores, señor Dimas, cuando la rosada mano de la aurora descorre tímidamente la negra cortina de la noche para mostrar á los humanos el sol, su amante, salía de su albergue —choza más que casa— perdido en una hondonada, cerca del Manzanares, teniendo á sus espaldas los arenosos montículos de San Isidro y á su frente el Palacio Real, en tal momento sus inmensos lienzos de piedra bañados de tibia luz que resbala por la cristalería del balconaje sin romper sus cuadrados de negra sombra.

Señor Dimas, más por afición al trabajo que por necesidad, lleva un saco á la espalda y el gancho de trapero colgado de uno de los ojales de su chaquetón de pana, empedrado de remiendos zurcidos y costurones.

A paso tardo y ruidoso al chocar las ferradas botas contra los guijarros de la calleja, dirígese el valetudinario camino de la metrópoli madrileña, que entre las brumas del amanecer se columbra á lo lejos, en alto, levantando al aire las cúpulas de sus torres, como la fe puede alzar los brazos hacia lo infinito.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 42 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Diosa de los Ojos Verdes

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

¡Ay de aquellos que no
posean una flor de la diosa
de los ojos verdes!...


Era el amanecer de un día del mes de las flores y del amor y con esto se ha dicho Mayo; la aurora desvanecía las sombras en que se encontraba cubierto el bosque, cuyos árboles, que en la noche parecían medroso batallón de gigantes que murmuraban una pavorosa é ininteligible plegaria, mostrábanse á la rosada luz del amanecer en toda su lozanía, poblados de hojas y de canciones; al pie de uno de estos árboles había un pastor.

Dormía, y su sueño debía de ser tan alegre como la aurora de aquel día; en su rostro dibujábase una sonrisa. ¿Quién sabe si el amor, el interés ó alguna de esas locas ambiciones del espíritu satisfarían á éste en la quimérica realidad del sueño?...

Los rayos del sol naciente vinieron á despertar al que dormía, quien, refregándose los ojos, miró en torno suyo, y al verse así á solas, al pie de un árbol, hizo un gesto de asombro.

—¡Todo mentira! —balbuceó con acento de amargura.

Y poniéndose en pie, echó á andar internándose en el laberinto del bosque; andaba el pastor á paso tardo, la cabeza inclinada al pecho, caídos los brazos: como anda quien se ve bajo la pesadumbre de grave preocupación.

—¡Sería yo tan feliz— pensaba en voz alta, poco cuidadoso de que los pájaros interrumpieran sus cantos para escucharle— si tuviese como el amo una casa, un huerto y un millar de ovejas! Con todo esto podría atreverme á hablar á Marcela, la hija del alcalde... ¡Y sería dichoso, dichosísimo: como cambiaría por rey ni príncipe alguno, porque el que se case con Marcela puede decir que se casa con la propia felicidad!

Y moviendo tristemente la cabeza continuó:


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Jamón del Cónsul

Alejandro Larrubiera


Cuento


Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

23456