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La Campara de Chang-té-ku

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Es un cuento chino escrito en tablillas de bambú por Ti-chen, historiógrafo del hijo del cielo, hermano del sol y de la luna, y Gobernador único en la tierra, que estas denominaciones recibe modestamente el Cha ó Emperador de los de las narices chatas, vulgo, chinos.

Remonta el historiador su relato 10.000.000 de años antes de nacer Jesucristo, un grano de anís si se compara á la afirmación de Lassen, émulo de Confucio que con toda formalidad asegura que el celeste Imperio cuenta 92.000.000 de años historiables.

En la época señalada por Ti-chen, reinaba Chang-té-ku, que dicho sea sin ánimo de ofenderle, á pesar de ser hijo del cielo y pariente de los astros, era un chino clásico de vientre abultado, tez de barquillo, orejas de sátiro, frente cuadrangular y su poquitin de «coleta», amén de unos piés diminutos, única cosa admirable que orgullosamente podía ostentar el gran señor chinesco.

Chang-té ku, debía presentir á Luis XI de Francia: gobernaba sus estados lo más hipócritamente posible; disfrazándose de santo y justiciero hacía cuantas atrocidades se le antojaban; más claro: era el chino más chino: tiraba la piedra y escondía la mano.

Ello es —y aquí empieza la historia jeroglífica— que al hermano del sol le pareció cosa extraordinaria que las fulanitas de su reino, máxime las guapas en clase de chinas, se casaran con cualquiera de sus súbditos, así sin más ni más.


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2 págs. / 5 minutos / 51 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Viaje en Diligencia

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

«¡Calumnia!» —murmaraban mis labios con acento trémulo, mientras que aquella otra voz del alma preguntaba con mortal amargura: «¿Será verdad?»

Julia, mi primer amor, me había traicionado miserablemente, según aseguraba el odioso anónimo.

¡No, mil veces no!—protestaba.

En tan angustioso momento, recordé aquellos otros felicísimos de pasión. Ante mí veía á Julia, lo mismo que en la aldea, ruborosa y amante, diciéndome á media voz —como se revelan siempre los grandes secretos del alma—; «¡Ningún otro hombre que tú será mi dueño!» Y al decirme esto, estrechaba nerviosamente entre sus manos las mías, como para dar mayor fuerza á su protesta. Y como si esto aun no bastara, sus ojos, en los que yo bebía anheloso toda una vida de idealísimo goce, clavábanse en los míos, serenos, como ciclos jamás empañados por la nube del engaño.

¡Y tales ojos y tales cielos eran mentira!

II

Al anochecer de aquel día en que tan rudo golpe sufrió mi credulidad amorosa, me encontré instalado en el interior de una diligencia: que en mis mocedades aun era el ferrocarril una nebulosa.

Seis eran los compañeros de viaje: un señor cura; un viejo que tenía trazas de comisionista de comercio, una jamona andaluza de no mal ver, un niño como de catorce años, que debía de ser su hijo, y una parejita de novios, á juzgar por el dulce mosconeo con que se arrullaban en uno de los rincones del vehículo.

Dispuso la casualidad que mi asiento correspondiera al más próximo de los que ocupaba la susodicha pareja: el hombre, un señor como de cuarenta años, de rostro simpático, no pudo reprimir un gesto de disgusto; en cuanto á la señora, ignoro la cara que pondría, porque la ocultaba una espesa toquilla.


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4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Mujer de Palo

Alejandro Larrubiera


Cuento


La Fama, que muchas veces trompetea á tontas y á locas, pregonaba que no había en la patria del Cid mortal tan venturoso como el mesonero de Pedrules, Juan Otáñez, marido de la mujer más gentil, graciosa y encantadora que hubo de verse metida en el rudo tráfago de hospedar la variada y pintoresca muchedumbre de viandantes que hacían su camino por tierra de Castilla.

Por hombre dichoso teníase á Otáñez; su mesón era uno de los más frecuentados en muchas leguas á la redonda; en su gaveta escondíanse prudentemente, para evitar deslumbres de ojos y malos pensamientos, algunos centenares de áureos redondelitos sellados con la efigie del señor rey D. Felipe III; ningún marido más afortunado, por ser Maricruz, su mujer, dechado de gracias y perfecciones pertinentes al cuerpo, y de aquellas, más preciadas y perennales, del alma.

Pero, la felicidad es fruto que nadie saborea con entera placidez: al envidiado y envidiable Otáñez amargábale el dulzor de sus venturas el acíbar de los celos, que era el mesonero sobrado receloso, sin duda por el natural temor que en los varones avisados y prudentes pone un excesivo y continuado bienestar.


* * *


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5 págs. / 10 minutos / 63 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Jamón del Cónsul

Alejandro Larrubiera


Cuento


Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...


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3 págs. / 6 minutos / 47 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Noviazgo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.

El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.

Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.

Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Peor Consejero, Orgullo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Encanto de los ojos era Dolores, que no parece sino que la Naturaleza quiso con ella dar un mentís á las más hermosas creaciones artísticas. Era la muchacha de las de rompe y rasga, y si en sus pupilas relampagueaba el odio era como destello de puñal que ciega y atemoriza; en cambio, si amante entornaba los párpados, un pecho de roca se extremecería dulcemente conmovido.

Y como no eran de roca los de quienes tal belleza admiraban, á los ojos de chicos y grandes subíase á llamaradas el gozo y traducíase la admiración en exclamaciones, finas las menos, groseras las más, en todas se encerraba un deseo pecaminoso.

Altiva como una reina, sin hacer caso de los murmullos de entusiasmo que a su paso producía, como á través de las hojas de los árboles produce múltiple susurro el aire, iba Lola al obrador; que la chica era planchadora de oficio, aunque por su hermosura mereciera ser princesa.

Inclinado el ondulante y escultural busto sobre el niveo lienzo que recubría la tabla, roja la faz, brillantes los ojos, aprisionada la plancha por sus manos de duquesa, Lola pasábase el dia sacando brillo á las camisolas, y entre planchazo y planchazo, si no seguía el palique con las compañeras, continuaba el canto; el más popular y de moda, el más chulo y picante.

La tienda era como ermita en despoblado, que todo el que pasa se detiene á contemplar la vera effigies del santo milagroso: no había varón barbado ó sin barbas, que no pegase las narices al cristal del escaparate y se quedara como embobalicado en la contemplación de tan lindos perfiles, empleados en labor tan prosaica.


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Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Señor Dimas

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Encorvado con el peso de los años, canosos los mechones de pelo, rebeldes á encarcelarse en la grasienta y agujereada pared de un sombrero de fieltro de alas abarquilladas, brillantes los ojos negros de dulce y melancólico mirar, crecidas las barbas de plata, el cutis como pergamino estrujado, la perlática mano abarrotando una cayada, necesario puntal para que el vetusto edificio del cuerpo no se desplomara, pulcro en medio de su pobreza, impregnado el continente de un aire señoril, vestigio de tiempos mejores, señor Dimas, cuando la rosada mano de la aurora descorre tímidamente la negra cortina de la noche para mostrar á los humanos el sol, su amante, salía de su albergue —choza más que casa— perdido en una hondonada, cerca del Manzanares, teniendo á sus espaldas los arenosos montículos de San Isidro y á su frente el Palacio Real, en tal momento sus inmensos lienzos de piedra bañados de tibia luz que resbala por la cristalería del balconaje sin romper sus cuadrados de negra sombra.

Señor Dimas, más por afición al trabajo que por necesidad, lleva un saco á la espalda y el gancho de trapero colgado de uno de los ojales de su chaquetón de pana, empedrado de remiendos zurcidos y costurones.

A paso tardo y ruidoso al chocar las ferradas botas contra los guijarros de la calleja, dirígese el valetudinario camino de la metrópoli madrileña, que entre las brumas del amanecer se columbra á lo lejos, en alto, levantando al aire las cúpulas de sus torres, como la fe puede alzar los brazos hacia lo infinito.


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5 págs. / 10 minutos / 51 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Reloj del Amor

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,


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Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Grandeza Humana

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Gartus era un fantasmón que se había adueñado del ánimo de sus súbditos como el diablo de las almas cándidas: aterrorizándolas.

«¡Noche nefasta aquélla! —contaban los padres á sus hijos, después de cerciorarse de que nadie sorprendería su relato.— Los elementos asolaban la tierra; llovía á mares, silbaba el huracán, tronaba el cielo y abríanse las nubes con ramalazo de deslumbrante luz. En tal noche, una horda capitaneada por Gartus, sorprendió la guardia de palacio y asesinó al rey, un pobrecito rey que se pasaba las horas muertas ensayando la quiromancia. La horda habría sacrificado también á Albio, el príncipe heredero, si un viejo servidor no le pusiera en salvo huyendo con él á campo traviesa.»

Gartus, después de afianzarse en el trono, contentó á los perdularios que le habían ayudado á su encumbramiento colmándolos de honores y riquezas.

De vez en vez producíale mayor espanto la vista de su corte formada por los cómplices suyos en el regicidio, y para ahorrarse temores fué poco á poco y de manera astuta eliminándolos del libro de los vivos: así, el crimen primero es la piedra angular sobre la cual la inquietud del asesino levanta inacabable pirámide de crímenes y horrores.

II

En los ratos que se veía solo, espantábase de sí mismo, de la sombra que proyectaba su cuerpo, y cualquier ruido hacíale temblar y con medroso recelo su diestra acariciaba el puñal que constantemente traía colgado al cinto.

Cerraba los ojos porque todo cuanto le rodeaba, muebles, tapias, armaduras, transformábanse para él en sores monstruosos que se agitaban con convulsiones epilépticas mientras repetían con voz trágica: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Y al cerrar los párpados, convertíase la oscuridad en que los ojos se sumían, en claridad rojiza que parecía inundar por dentro el cuerpo de Gartus abrasándoselo.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Pues Señor...

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Érase que se era un hombre tan pobre que no tenía un céntimo, ni poseía cosa mejor que un traje todo girones, remiendos y corcusidos.

El hombre, por las mañanas, al levantarse del montón de heno que le servía de cama en lo hondo de una cueva, preguntábase invariablemente con inquietud de sobra justificada:

—¿Comeré hoy?...

Salía de la cueva é íbase á la ciudad, en donde se dedicaba á recitar con voz de hambriento, que es la voz más sombría y cascada que se conoce, romances, en los cuales se contaban maravillas de Eoldán, Gaiferos, Blancaflor, Merlín y Aladino: gente sí reunía el pobre hombre, que nunca faltan desocupados que con tales historias se queden boquiabiertos; lo que no reunía era un solo perro chico con que remediar su infelicísima suerte. Discurría socarronamente el concurro, que no debía necesitar de su auxilio quien se pasaba la vida entreteniéndole con tan fantásticas coplas, y Basilio —así se llamaba el malaventurado y parlante romancero— si quería comer tenía que mendigar las sobras de los hartos y blandos de corazón.

Parientes no se le conocían á Basilio, así como tampoco mujer alguna que con él compartiese su mísero destino.

Y no obstante, el mendigo, cada vez que recitaba en sus romances amores más ó menos extraordinarios, endulzaba la voz y en los ojos brillábale un deseo jamás confesado ni nunca satisfecho.

Si alguna pareja de novios se detenía en su corro, la miraba entre hosco y complaciente.

—¿Por qué no te casas? —hubo de preguntarle uno de tantos prójimos como en el mundo se desviven por averiguar lo que nada les importa.

—Eso no reza conmigo —replicó el hombre suspirando.

—¡Que! ¿No te gustan las mujeres?...

—¡Muchísimo!... —afirmó Basilio con vehemente sinceridad.

—Entonces...

—Yo no encontraré jamás una mujer que me quiera, porque jamás la he de buscar.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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