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autor: Alejandro Larrubiera editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Reloj del Amor

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,


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3 págs. / 6 minutos / 69 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Momento Oportuno

Alejandro Larrubiera


Cuento


El excelentísimo señor D. Quintilio Azara del Valle, experimentó la más dolorosa de las sorpresas al «encontrarse» viejo, y sin haber realizado ninguna de las tres cosas que, según un proverbio oriental, ha de ejecutar el hombre, si quiere que su paso por este valle de lágrimas sea meritorio: plantar un árbol, publicar un libro ó tener un hijo.

¿Un hijo?... Por tenerle sería capaz del más estupendo de los sacrificios, ¡hasta olvidarse de que era millonario y que por serlo había consumido lo mejor y más florido de su existencia! De pobre abogadillo provinciano, llegó á ser, á fuerza de paciencia y de astucia, de humillaciones y de padecimientos, un Creso de la Banca, senador vitalicio, un personaje en fin. ¿Y para qué todo este oro y todos estos esplendores suyos?... Para encontrarse en los linderos de la vejez sin haber recibido lo que tantos y tantos pobrecitos hombres reciben en el propio hogar: besos de mujer y caricias de niño.

Acuciado por el loable propósito de ser pater familias, lanzóse denodadamente el excelentísimo señor en busca de esposa, sin que en este negocio, el más arduo y peligroso de cuantos hubo de emprender en su dilatado vivir, pesara las ventajas ni los inconvenientes. Como náufrago que sólo ve su salvación en alcanzar el madero que flota en el tumultuoso mar, así D. Quintilio, en el mar de la vida, trataba de asirse al matrimonio como á un leño salvador.

No es cosa que asombre el que su excelencia encontrase, á las primeras de cambio, una colaboradora para la magna y retardada empresa que quería acometer. Y tampoco hay para qué sonreírse maliciosamente si se afirma que la novia era joven, guapa, cariñosa, de conducta intachable y de una familia de las más linajudas madrileñas. ¡Así contara tantas talegas como blasones!


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3 págs. / 6 minutos / 90 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

César

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Dirigir un cotillón, explicar el último figurín de La Moda Elegante, ser cronista de los líos y trapisondas en el gran mundo, guiar caballos, valsar, correr una juerguecita, hablar de toros y ponerse con muchísimo chic una flor en el ojal de la levita, salvo estas habilidades César no tenía ninguna otra, y respecto a instrucción la recogía á diario en las reuniones, en las columnas de los periódicos, en las mesas de juego del casino y en los colmados; los viejos y pisaverdes eran sus catedráticos en la ciencia infusa del buen tono.

En el gran mundo César resultaba uno de tantos advenedizos: no tenía renta, oficio ni beneficio; era un enigma viviente para muchos, excepto para doña Josefa, su patrona, que sabía á qué atenerse respecto á las grandezas y fastuosidades de su huésped. Su pasado, su presente y su porvenir los fundaba en el tapete verde y en los trozos de cartulina con cantos dorados.


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7 págs. / 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 23 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Alma del Público

Alejandro Larrubiera


Cuento


En la tertulia nocturna que se forma en la señorial morada de la Condesa de Almeida, dama prócer del más puro y rancio abolengo aristocrático, constituyese en cantón independiente un corrillo, en el que figuran un senador por derecho propio, rechonchete y parlanchín, que, las contadas veces que ha dicho «esta boca es mía», en la alta Cámara, ha empezado con un «Entiendo yo, señores»; un bizarro general, más famoso en los campos de Venus que en los de Marte; un D. Felipe Gutiérrez, banquero y cristiano, aunque parezca turco por el número de «odaliscas» que sostiene con munificencia de nabab; y D. Jerónimo Acuña de Mendoza, magistrado del Supremo: un cuarteto que suma un total de doscientos cincuenta años: los cuatro señores son calvos, y solemnes; juegan al tresillo, y cuando no juegan, discurren sobre trascendentales problemas políticos, jurídicos ó sociales, charlan de sus dolencias, ó rememoran su mocedad.

Una de estas noches, y á propósito de una sangrienta colisión habida en las calles por la chusma insubordinada, derivó el dialogar de los sesudos vejestorios hacia la particularísima psicología de las multitudes.

—Entiendo yo, señores míos —afirmaba quien ustedes se suponen— que el alma de las muchedumbres es perversa y...

—¡Alto allá, Peribáñez! —refutaba el banquero, un Pangloss con automóvil— las muchedumbres son siempre manadas de borregos.

—Amigos míos —intervino el General,— borregos que se convierten en leones. Recuerdo yo que cuando lo de Treviño...

Y disponíase á colocar por milésima vez lo de la heroica carga, cuando Acuña cortó el hilo de su narración, afirmando gravemente:


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5 págs. / 10 minutos / 46 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Jamón del Cónsul

Alejandro Larrubiera


Cuento


Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...


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3 págs. / 6 minutos / 44 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Viaje en Diligencia

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

«¡Calumnia!» —murmaraban mis labios con acento trémulo, mientras que aquella otra voz del alma preguntaba con mortal amargura: «¿Será verdad?»

Julia, mi primer amor, me había traicionado miserablemente, según aseguraba el odioso anónimo.

¡No, mil veces no!—protestaba.

En tan angustioso momento, recordé aquellos otros felicísimos de pasión. Ante mí veía á Julia, lo mismo que en la aldea, ruborosa y amante, diciéndome á media voz —como se revelan siempre los grandes secretos del alma—; «¡Ningún otro hombre que tú será mi dueño!» Y al decirme esto, estrechaba nerviosamente entre sus manos las mías, como para dar mayor fuerza á su protesta. Y como si esto aun no bastara, sus ojos, en los que yo bebía anheloso toda una vida de idealísimo goce, clavábanse en los míos, serenos, como ciclos jamás empañados por la nube del engaño.

¡Y tales ojos y tales cielos eran mentira!

II

Al anochecer de aquel día en que tan rudo golpe sufrió mi credulidad amorosa, me encontré instalado en el interior de una diligencia: que en mis mocedades aun era el ferrocarril una nebulosa.

Seis eran los compañeros de viaje: un señor cura; un viejo que tenía trazas de comisionista de comercio, una jamona andaluza de no mal ver, un niño como de catorce años, que debía de ser su hijo, y una parejita de novios, á juzgar por el dulce mosconeo con que se arrullaban en uno de los rincones del vehículo.

Dispuso la casualidad que mi asiento correspondiera al más próximo de los que ocupaba la susodicha pareja: el hombre, un señor como de cuarenta años, de rostro simpático, no pudo reprimir un gesto de disgusto; en cuanto á la señora, ignoro la cara que pondría, porque la ocultaba una espesa toquilla.


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4 págs. / 8 minutos / 47 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Los Ricos Improvisados

Alejandro Larrubiera


Cuento


Con los cincuenta y pico de años frisaba ya mi buen amigo D. Polibio Antúnez cuando tuvo la suerte de heredar á un tío suyo multimillonario, al que no conocía más que «de oídas», uno de esos tíos de novela que en la niñez abandonan su pueblo, descalzos y con los pantalones rotos, y retornan al cabo de los años mil á sus lares, podridos de dinero, con una afección crónica al hígado y un humor endiabladamente melancólico é irascible.

Don Polibio y D.ª Margarita, su mujer, creyeron soñar despiertos al verse en una notaría y saber de boca del representante del Nihil prius fide, que tenían á su disposición doscientos mil duros, mal contados, multitud de fincas rústicas y una posesión espléndida llamada El Castañar, en uno de los más pintorescos é ignorados valles asturianos.

Don Poli y señora, por el bien parecer, intentaron verter unas lagrimitas á la memoria del difunto; pero así como así no asoma el llanto á los ojos: redújose toda la manifestación de pesar á un forzado suspiro y á un «¡Pobre tío Pepe!», dicho á dúo con acento plañidero.

Y en la misma noche del día en que visitaron al notario, los Antúnez, ¡oh, Humanidad ingrata!, pusiéronse de veinticinco alfileres, y observantes del refrán egoísta del muerto al hoyo y el vivo al bollo, fuéronse á un famosísimo restaurant, bautizado en inglés —que ahora lo inglés priva en Castilla,— á endulzar la amargura de haber perdido un tío como aquel tío de Asturias. Esto de darse un banquete servidos por camareros con frac y calzón corto era el anhelo mayor del matrimonio desde hacía veinte años.


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6 págs. / 10 minutos / 54 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

A Cadena Perpetua

Alejandro Larrubiera


Cuento


Veinte años hacía que no sabíamos palabra uno del otro; así es que al encontrarnos la otra mañana en plena Puerta del Sol, ambos nos quedamos un momento indecisos, cambiando una mirada de alegría y de sorpresa.

Previo un abrazo muy fuerte, Quintín Páramo exclamó:

—¡Estás desconocido!...

—¡Pues lo que es tú!...

—¡No me hables!... Yo estoy hecho un carcamal.

—¡No exageres!... Á los cuarenta años aún podemos decir que nos encontramos en la flor de la vida.

—Una flor que empieza á amustiarse y que ya ha dado todo su aroma —suspiró Quintín melancólicamente.

Entrelazó su brazo al mío, y prosiguió con el hablar pintoresco, que es la característica de su lenguaje:

—¡Bendigamos á la Providencia por nuestro feliz encuentro y celebrémosle hartándonos de bazofia en cualquier «restaurant» baratito... el que tú quieras: en todos ellos dan de comer pechuga de pollo fósil... Mi amistad te brindaría con Lhardy... Pero, odio á este famoso halagador de estómagos bien relacionados con el bolsillo... Figúrate que toda mi vida me he dicho: «¿Cuándo comeré yo en casa de ese hombre?...» Y nunca he comido en ella, ni comeré... Es una de tantas ilusiones forjadas por la loca de la casa, que en mí es más loca que en nadie, pues sólo sabe fabricar quimeras...

—Menos ésta, que puede trocarse en realidad... Vamos á Lhardy.

—¡Gracias, alma generosa!... Pero no acepto el sacrificio, porque de entrar yo en Lhardy ha de ser como Lúculo en su casa.


* * *


Habíamos almorzado; el vaho del Moka fundíase con el humo de nuestros cigarros.

Era llegado el momento de las confidencias.

Quintín hablaba:


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tejado

Alejandro Larrubiera


Cuento


Corrían los tiempos, ya tan lejanos, en los que aun España se permitía los lujos de tener virreyes en la Argentina, Perú y Méjico, y los españoles, en sus gavetas, peluconas con la vera efigies de los Filipos y de los Carolus.

La Montaña aun no había sido horadada para dar paso al tren, ni corrían los rieles de las vías férreas por el fondo de los valles, ni se agujereaban, despiadadamente, los montes para la extracción del mineral, ni los montañeses leían periódicos, bien es verdad que no los había, y aun cuando los hubiese habido, faltarían los lectores, porque era como buscar agujas en un pajar encontrar persona á la que no le estorbase lo negro.

Con lo cual dicho queda que reinaba una paz encantadora en estos valles que parecen la realización del sueño de un gran poeta.

Rompió la monotonía y turbó la calma patriarcal de la aldea la llegada de Felipón de la Castañera, que, al declinar de su vida, volvía de Indias después de medio siglo de ausencia.

¡Y cómo volvía el Sr. D. Felipe! Delgado y paliduco como un cirio tronchado, porque el peso de los años, ó el de las pesadumbres, ó lo uno y lo otro, de consuno, obligábanle á encorvarse de un modo harto visible en un hombre que medía de alto dos varas de Castilla: de su estatura vínole desde chico lo de llamarle «Celipón».

Humor traíalo, pero endiabladamente triste é irascible, contrastando cómicamente con su hablar atiplado y meloso á la americana: enfurecíase por nada, y cuanta más lumbre ponía la ira en sus ojos y más recio pateaba, más ganas de reir producía oirle despotricar con su vocecita de madama, soltando unas palabrotas muy en su punto para atemorizar negros en el nuevo mundo, que no cristianos en el viejo.

Debía de padecer horrorosamente del hígado, y de seguro su cuerpo era almacén de bilis al por mayor: tal su cara de maíz reseco; tal su carácter atrabiliario.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Fonógrafo Perfeccionado

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!


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3 págs. / 6 minutos / 50 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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