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autor: Alejandro Larrubiera fecha: 22-09-2022 contiene: 'u'


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El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 53 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Gato Negro

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás —aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilusionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres duros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.


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Dominio público
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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Don Seráfico

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

En todo tiempo veíase á don Seráfico, pianista del Café del Universo, con un chaquet color verde botella, raído y lustroso; un chaleco de pana, negro, constelado de manchitas, manchas y manchones; la corbata, en forma de lazo, deshilachada, grasienta; un pantalón negro más encogido que pudoroso, dejaba al aire los calcetines de lana corcusidos, presos en la cárcel de unas botas de elásticos tan flojos como el cuello, puños y pechera de la camisa, reñidos con el almidón y faltos de los ardores de plancha precisos para el mayor lucimiento y consistencia de prenda tan necesariamente vistosa.

Corría parejas con tales trapitos —y bien sabe Dios que no de lujo— el chambergo á lo Rubens; de cerca, su color resultaba verdoso; de lejos, azulino, y en todas partes y á todas luces, un fieltro arruinado.

Rompía en invierno don Seráfico la monotonía de su empaque colgándose un inmenso carrick color ceniza, sabroso manjar de polillas á juzgar por lo raído de su urdimbre, y una monumental bufanda, color de chocolate, fogueadas sus puntas por las chispas de cientos de pitillos y ribeteada de mugre en aquella parte que mayor roce tenía con el cuello y pelo de su no muy pulcro poseedor.

Armonizaba el traje con la parte física del individuo; que era este don Seráfico, aunque corto de genio, largo de estatura, seco, avellanado, cargado de años y de espaldas; ruin de cabello, que en la mollera sólo tenía un mechoncito coquetonamente desparramado para mejor disimular la calvicie; las narices eran acaballadas, los ojos castaños, sin expresión, el bigote hirsuto, á trechos rubio como el oro y canosa su tonalidad.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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