Textos más populares este mes de Alfred de Musset publicados el 22 de octubre de 2016

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autor: Alfred de Musset fecha: 22-10-2016


Las Tres Naranjas de Amor

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un príncipe que no se reía nunca. Pero un día, una mujer se dijo:

—Yo haré reír a ese príncipe; reír o llorar.

Y la mujer se vistió con harapos sujetos con una cuerda, se soltó el pelo y al son de un tamboril fue a bailar delante del príncipe que estaba asomado al balcón de su palacio. Se movió tanto bailando frenéticamente que, de repente, se rompió la cuerda que sujetaba su ropa y se quedó completamente desnuda en medio de la calle. Al verla, el príncipe se puso a reír a carcajadas. La mujer no había previsto que pudiera caérsele la ropa. Cuando vio que el príncipe se reía de ella dijo:

—Quiera Dios que no vuelva a reír nunca más antes de encontrar las tres naranjas de amor.

A partir de ese momento, el príncipe se sintió muy triste. Un día se dijo:

—Quiero divertirme y reír. Iré a buscar las tres naranjas de amor allí donde se encuentren.

Y se marchó en su búsqueda yendo de pueblo en pueblo. Una mañana, encontró a la mujer que le había echado la maldición, pero no la reconoció.

—¿Adónde va usted? —le preguntó.

—Estoy buscando las tres naranjas de amor.

—Se encuentran muy lejos de aquí; tres perros las custodian al fondo de una gruta. Vaya hacia el norte y la encontrará en el hueco de un montón de rocas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Dorada y los Esposos

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un hombre y su mujer que tenían una dorada para cenar. Durante la tarde, aprovechando la ausencia de su marido que trabajaba en la montaña, la mujer asó el pescado y lo devoró. Al anochecer bajó el hombre y llegó a su casa donde le dijo su glotona compañera:

—¡Ah!, mi pobre Pierre, ¡no sabes lo que me ha sucedido! Mientras descolgaba la dorada del clavo, la descarada se me resbaló de entre las manos y se escapó hacia el arroyo.

Al escuchar aquellas palabras, el hombre agarró un bastón y se puso a buscar por todos los rincones de la casa. Sus esfuerzos resultaron inútiles. Al día siguiente, cuando volvía a su casa, pasó por delante de una pescadería en la que había una dorada exactamente idéntica a su pretendida cena. Murmuró: «¡Ya te tengo, granuja!», la agarró y se la llevó hacia su casa. La vendedora se puso a perseguirlo, gritando e insultándolo. Todos los habitantes de la calle se retorcían de risa… Para calmar los ánimos, un señor le pagó el pescado a la vendedora.

Una vez en su casa, Pierre se puso a preparar la comida con mucho cuidado. Colocó el pescado en una gran olla llena de agua, puso ésta sobre el fuego y se sentó frente al hogar con el bastón en la mano para asegurarse de que el pez no se escapaba de nuevo. Pronto el agua comenzó a hervir. Creyendo que la dorada intentaba escaparse de nuevo, propinó furiosos bastonazos a la olla que se rompió en mil pedazos. La mendaz esposa era otra vez la causa de aquella nueva desgracia.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer que Comía Poco

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un matrimonio en el que el marido era pastor de un rebaño de cabras. El pobre hombre se dirigía todos los lunes a la montaña y no regresaba a casa hasta el sábado. Estaba delgado, delgado como un junco. Y su mujer estaba gorda, gorda como una vaca. Cuando el marido estaba presente, la mujer no comía casi nada; se quejaba de dolores de estómago y decía que no tenía realmente apetito. Su marido se sorprendía:

—Mi mujer no come nada pero está muy gorda; es muy extraño.

Se lo comentó a otro pastor que le dijo:

—El lunes, en lugar de subir a la montaña, escóndete en la casa y verás si tu mujer come o no.

Llegó el lunes; el pastor se echó el zurrón al hombro y le dijo a su esposa:

—Hasta el sábado. Cuídate. No enfermes por no comer.

Ella le contestó:

—Mi pobre marido, no tengo apetito. Sólo de pensar en comer me dan náuseas. Estoy gorda porque así es mi naturaleza.

El pastor salió en dirección a la montaña pero, a mitad de camino, se dio media vuelta y, sin que lo viera su mujer, entró en su casa y se escondió detrás de la cocina. Desde ese punto de observación, la vio comerse una gallina con arroz. A lo largo de la tarde se comió una tortilla con salchichón. Cuando llegó la noche, el pastor salió de su escondite, entró en la cocina y le dijo a la glotona:

—¡Hola, buenas!

—Pero, ¿por qué has vuelto? —le preguntó ella.

—Había tanta niebla en la montaña que he temido perderme. Además llovía y caían gruesos granizos.

Ella le dijo entonces:

—Deja tu zurrón y siéntate; voy a servirte la cena.

Y colocó sobre la mesa una escudilla de leche y unas gachas de maíz. El pastor le dijo:

—¿Tú no comes?

—¿Cómo? ¡En el estado en que me encuentro! Tienes suerte de tener apetito. Pero dime, ¿cómo es posible que no estés mojado si llovía y granizaba tanto en la montaña?


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Cerezas

Alfred de Musset


Cuento


Un día, mientras Jesús y san Pedro caminaban por el mundo, se sintieron muy cansados. Hacía un calor canicular, pero a lo largo del trayecto no encontraron ni a un alma caritativa que les ofreciera un vaso de agua, ni algún pequeño riachuelo que les procurara un hilillo de agua. Iban caminando algo desanimados cuando Jesús, que iba delante, vio en el suelo una herradura; se volvió a su discípulo y le dijo:

—Pedro, recoge esa herradura y guárdala.

Pero san Pedro, que tenía un humor de perros, le respondió:

—Ese trozo de hierro no merece el esfuerzo de bajarse a recogerlo. Dejémoslo ahí, Señor.

Como de costumbre, Jesús no hizo ningún comentario; se contentó con bajarse, recoger la herradura e introducirla en su bolsillo. Y se pusieron de nuevo en camino, mudos y silenciosos.

Al cabo de algún tiempo encontraron a un herrador que iba en dirección contraria. Durante la parada que hicieron juntos, Jesús entabló conversación con él y en el momento de separarse, Jesús le vendió la herradura que había encontrado.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hermanos Van Buck

Alfred de Musset


Cuento


En una ciudad alemana, no lejos de las orillas del Rin, vivían los dos hermanos Van—Buck, que pasaban por ser, y con razón, dos diestros grabadores. Tenían por costumbre ir casi todas las noches, después de cenar, a casa de un viejo orfebre, vecino suyo; aquel buen hombre, cuyo nombre era Thomas Heermans, los recibía en su trastienda, junto a la chimenea y con una gran pipa en los labios; las veladas, que pasaban solos los tres, no eran demasiado animadas; los dos hermanos eran de un temperamento bastante taciturno, y por lo que se refiere al orfebre, aunque tenía un ojo despierto, era raro que los trabajos a los que se consagraba día y noche no lo preocuparan hasta el punto de volverlo algo distraído y poco hablador. Sin embargo, se entendían y se apreciaban más precisamente por la similitud de su talante; era muy raro que al pasar por delante de la tienda de Heermans por la noche, no se viera a través de los cristales las cabezas de los tres amigos alrededor de una lámpara y, en la mayoría de ocasiones, una gran jarra de cerveza.

Una noche, no hace mucho tiempo, el viejo Heermans se mostró más alegre de lo habitual.

—¿Qué le ocurre, pues? —le dijeron los grabadores— tiene una noticia feliz escrita en la cara.

—Amigos míos, —contestó el buen orfebre— mi hija sale mañana del internado, su educación ha concluido, y me ven mis dignos amigos, mis queridos vecinos, con una alegría tal que me dan ganas de bailar sobre una mesa.

Hay que señalar que el bueno de Heermans había apreciado siempre a los religiosos lo mismo que a la peste. Pero una anciana hermana, rica y piadosa, había exigido que su sobrina estudiara en un colegio de religiosas y el prudente calculador había tenido que aceptar aunque de mala gana.

—Sí, amigos míos, ya la verán, ¡estoy ansioso por pellizcarle las mejillas!


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.