Textos más vistos de Alphonse Daudet publicados por Edu Robsy | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 31 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Alphonse Daudet editor: Edu Robsy


1234

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 105 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Diligencia de Beaucaire

Alphonse Daudet


Cuento


En el mismo día de mi llegada aquí, había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja y destartalada que no necesita recorrer mucho camino para regresar a casa, pero que se pasea con lentitud a todo lo largo de la carretera para hacerse, por la noche, la ilusión de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, además del conductor.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Finalmente, en la delantera y junto al conductor, un hombre, o por decir mejor, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía nada de particular y miraba el camino con aspecto de tristeza.

Todos aquellos viajeros se conocían unos a otros, y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués refería que regresaba de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo que había dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el tahonero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales conocen por el piadoso nombre de la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia recién construida y consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña que se representa con los brazos colgantes y despidiendo rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Merecía verse cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus patronas celestiales.

—¡Está buena tu Inmaculada!

—¡Pues mira que tu Santa Madre!


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 56 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Langosta

Alphonse Daudet


Cuento


Consignaré otro recuerdo de Argelia, y regresaré en seguida al molino…

La noche de mi llegada a aquella granja del Sahel, me era imposible dormir. La novedad del país, la molestia del viaje, el aullar de los chacales y sobre todo un calor enervante, abrumador, una completa sofocación, como si las mallas de la mosquitera no permitiesen pasar un soplo de aire… Al abrir, de madrugada, la ventana, una bruma de estío, densa y moviéndose lentamente, ribeteada de negro y rosa en los bordes, flotaba en los aires como una nube de humo de pólvora sobre un campo de batalla. No se movía una hoja, y en esos frondosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas espaciadas sobre las laderas bajo espléndido sol que azucara los vinos, los pequeños naranjos, los mandarineros en interminables filas microscópicas, todo conservaba el mismo aspecto mohíno, aquella inmovilidad de hojas en espera de la tempestad. Los mismos bananeros, esos extensos cañaverales de un color verde claro, agitados siempre por alguna brisa que enmaraña su fina cabellera tan leve, alzábanse silenciosos y derechos, como penachos bien puestos en su sitio.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 51 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte del Delfín

Alphonse Daudet


Cuento


El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.

Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.

En L'Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 4 minutos / 69 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Partida de Billar

Alphonse Daudet


Cuento


Como combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.

Abatidos por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie, apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia…, el barro…, sin fuego…, sin sopa…, el cielo bajo y oscuro…, el enemigo que se presiente alrededor… ¡Qué lúgubre es todo!

¿Qué hacen ahí? ¿Qué ocurre?

Los cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?

Esperan órdenes, y el cuartel general no las envía.

Sin embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien pueda!» de la guerra.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 58 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Naranjas

Alphonse Daudet


Cuento


Las naranjas tienen en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio. Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta.

—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!

Para las tres cuartas partes de los parisienses, ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez, donde el árbol no ha dejado nada más que un insignificante pedúnculo verde, participa de la golosina, de la confitería. El papel de seda en que está envuelto, las festividades a que acompaña, contribuyen a dicha impresión. Cuando enero se aproxima, sobre todo, los millares de naranjas esparcidas por las calles, todas esas cáscaras arrojadas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cuajadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se vean. Tras los limpios cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asilos, entre paquetes de bizcochos y pequeños montones de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se confunde con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjos para producir las naranjas; pues, mientras que la fruta nos la envían directamente del Mediodía metida en cajones, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transformado, disfrazado, sólo una vez aparece, y durante breve tiempo, al aire libre en los paseos públicos.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 55 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Misas

Alphonse Daudet


Cuento


I

—¿Dos pavos trufados, Garrigú?

—Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…

—¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?

—¡Oh, una porción de cosas buenas! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes… Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

—¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?

—De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!

—¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?

—Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras… ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores… ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano… ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes… ¡Ah!

—Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse…


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 15 minutos / 53 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Aduaneros

Alphonse Daudet


Cuento


Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de Porto—Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia, sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos, merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo. Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa… Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!

Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses enteros separados de sus familias dando bordadas por aquellas tan peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al año! ¡Figúrense ustedes si habrá oscuridad en la choza de allá abajo, en la marina, y si los niños irán bien calzados!… ¡No le hace! Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar tan cómica como enternecedora.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Quepis

Alphonse Daudet


Cuento


Lo he encontrado esta mañana, olvidado en el fondo de un armario, deteriorado por el polvo, desflecado en los bordes, oxidado en las cifras, descolorido y casi sin forma. Al verlo, no he podido reprimir una sonrisa:

—¡Hombre!, mi quepis.

E, inmediatamente, he recordado aquel día de finales de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en el que bajé a la calle orgulloso con mi nuevo tocado y golpeando los escaparates con mi fusil, para reunirme con los batallones del barrio y cumplir con mi deber de soldado—ciudadano. ¡Ah! el que me hubiera dicho que no iba a salvar París, a liberar Francia yo solo, se habría expuesto a recibir en el estómago toda la hoja de mi bayoneta…

¡Se tenía tanta fe tanto en aquella guardia nacional! En los jardines públicos, en las plazas, en las avenidas, en las encrucijadas, se formaban las compañías, se numeraban, alineando blusas entre uniformes y gorras entre quepis pues la premura era grande. Nosotros nos reuníamos cada mañana en una plaza de bajos soportales y anchas puertas, llena de niebla y de corrientes de aire. Después de pasar lista a centenares de nombres ensartados como un grotesco rosario, empezaban los ejercicios. Con los codos pegados al cuerpo, los dientes apretados, las secciones salían a paso ligero: ¡izquierda, derecha! ¡izquierda, derecha! Y todos, los altos, los bajos, los presumidos, los tullidos, los que llevaban el uniforme como si estuvieran en el Ambigú, los ingenuos ceñidos por anchos cinturones azules que les daban aspecto de monaguillos, todos marchábamos, girábamos alrededor de la placita, con tanto empuje y tanta convicción…


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nostalgia del Cuartel

Alphonse Daudet


Cuento


Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor… ¡Rataplán, rataplán!…

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!… ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido… De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa… Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol… El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura… ¡Rataplán, rataplán!…

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?… Aunque miro, no veo a nadie… no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino… Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí… Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y… ¡rataplán!… ¡rataplán!…

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.

* * *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 93 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

1234