I
El primer día de mayo del año de nuestro 
Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Ambrosio 
fueron mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau 
hasta el Monasterio de Berchtesgaden, en los alrededores de 
Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de 
ellos, ya que sólo tenía veintiún años. 
Sabíamos que el monasterio de Berchtesgaden 
se encontraba en una comarca agreste y montañosa, cubierta de 
oscuros bosques infestados de osos y espíritus perversos, y nuestros 
corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué podría 
ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber 
cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, 
no protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta 
forma el deseo de nuestro reverendo Superior. 
Después de recibir la bendición y de rezar 
por última vez en la iglesia de nuestro Santo, cerramos nuestras 
capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos nuestra marcha 
acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto 
era largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en 
el fondo el principio y fin de toda religión, y además una 
característica de la juventud, que también sirve de apoyo en la 
vejez. Por ese motivo, nuestros corazones superaron enseguida la 
tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y diversos 
paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero con la 
hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el 
brillo de la atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: 
el sol resplandecía como el Áureo Corazón del Salvador, del que 
brota luz y vida para la humanidad entera. La bóveda azul oscura que 
se desplegaba en las alturas formaba, también, un precioso oratorio 
en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada criatura ensalzaba 
la gloria de Dios. 
Información texto 'El Monje y la Hija del Verdugo'