UNO NO SIEMPRE SE CASA CUANDO ESTÁ LOCO
Un hombre y una mujer —la naturaleza había sido responsable del
agrupamiento— se encontraban sobre un rústico asiento a última hora de
la tarde. El hombre era de mediana edad, esbelto, atezado, tenía la
expresión de un poeta y la tez de un pirata: era un hombre al que a
nadie le importaría volver a mirar una segunda vez. La mujer era joven,
rubia, llena de gracia, con algo en su figura y movimientos que sugería
la palabra «ligereza». Iba vestida con un traje gris al que daban
textura unas extrañas manchas marrones. Podía ser hermosa, pero no era
fácil decirlo porque los ojos impedían que se prestara atención al resto
del cuerpo: eran de color verde grisáceo, largos y estrechos, con una
expresión que desafiaba todo análisis. De lo único que podía estar
seguro uno es de que eran inquietantes. Cleopatra debió tener unos ojos
semejantes.
El hombre y la mujer estaban conversando.
—Cierto —decía ella—. ¡Dios sabe que te amo! Pero casarme contigo… eso no. No puedo ni podré hacerlo.
—Irene, ya me has dicho eso muchas veces, pero siempre me has negado
cualquier explicación. Tengo derecho a saber, a entender, a poner a
prueba mi fortaleza si es que la tengo. Dame una razón.
—¿De por qué te amo?
Tras sus lágrimas y palidez, la mujer estaba sonriendo. Pero aquello no provocó sentido del humor alguno en el hombre.
—No; para eso no hay razones. Una razón para no casarte conmigo. Tengo derecho a saberlo. Debo saberlo. ¡Lo sabré!
Información texto 'Los Ojos de la Pantera'