Textos mejor valorados de Ambrose Bierce

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autor: Ambrose Bierce


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Un Habitante de Carcosa

Ambrose Bierce


Cuento


Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Diagnóstico de Muerte

Ambrose Bierce


Cuento


―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.

―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.

―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.

―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.

―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.

Y contó la historia:


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Dominio público
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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Desapariciones Misteriosas

Ambrose Bierce


Cuento


La dificultad de cruzar un campo

Una mañana de julio de 1854 un colono llamado Williamson, que vivía a unas seis millas de Selma, Alabama, estaba sentado con su mujer y su hijo en la terraza de su vivienda. Delante de la casa había una pradera de césped que se extendía unas cincuenta yardas hasta llegar a la carretera pública, o «la pista», como solían llamarla. Más allá de esta carretera había un prado de unos diez acres, recién segado, completamente llano y sin un árbol, roca, o cualquier otro objeto natural o artificial en su superficie. En aquel momento no había en el campo ni siquiera un animal doméstico. Al otro lado del prado, en otro campo, una docena de esclavos trabajaban bajo la vigilancia de un capataz.

Arrojando la punta de un cigarro, el colono se puso en pie y dijo:

—He olvidado hablarle a Andrew de los caballos.

Andrew era el capataz.

Williamson echó a andar con calma por el paseo de gravilla, arrancando alguna flor a su paso, cruzó la carretera y llegó al prado. Mientras cerraba la verja de entrada se detuvo un momento a saludar a su vecino Armour Wren, que vivía en la plantación de al lado y pasaba por allí. Mr. Wren iba en un coche abierto, acompañado de su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando se alejaron unas doscientas yardas del lugar en el que se habían encontrado, Mr. Wren dijo a su hijo:

—He olvidado hablarle a Mr. Williamson de los caballos.

Mr. Wren había vendido a Mr. Williamson unos caballos que iban a ser enviados ese mismo día, pero, por alguna razón que ahora no se recuerda, no iban a poder ser entregados hasta el día siguiente. Mr. Wren indicó al cochero que diera la vuelta y, mientras el vehículo giraba, los tres vieron a Williamson cruzando lentamente los pastos. En aquel momento uno de los caballos del coche dio un traspié y estuvo a punto de caer. No había hecho más que recobrarse cuando James Wren exclamó:


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Aceite de Perro

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Carrera Inconclusa

Ambrose Bierce


Cuento


James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.

Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Engendro Maldito

Ambrose Bierce


Cuento


I. NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Guardián del Muerto

Ambrose Bierce


Cuento


I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana.


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12 págs. / 21 minutos / 83 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Patriota Ingenioso

Ambrose Bierce


Cuento


Después de haber obtenido una audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un papel del bolsillo y dijo:

—Dios bendiga a Su Majestad. Aquí tengo una fórmula para construir una armadura blindada que ningún cañón podrá perforar. Si esta armadura es adoptada por la Armada Real nuestras naves de guerra serán invulnerables y por ende invencibles. Aquí también están los informes de los Ministros de Su Majestad atestiguando los méritos de la invención. Cederé lo derechos sobre ella por un millón de tumtums.

Después de examinar los papeles, el Rey los hizo a un lado y le prometió una orden para el Ministro Tesorero del Departamento de Extorsión por un millón de tumtums.

—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— están los planos de un cañón que he inventado que puede perforar esa armadura. El hermano real de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por adquirirlo, pero mi lealtad hacia el trono de Su Majestad y hacia su persona me obligan a ofrecerlo a Su Majestad. El precio es de un millón de tumtums.

Después de recibir la promesa de otra letra introdujo la mano en un bolsillo diferente a los dos anteriores y remarcó:

—El precio del cañón irresistible debió haber sido mucho mayor, Su Majestad, pero el hecho es que los misiles pueden ser tan efectivamente desviados por mi nuevo método de tratar las armaduras blindadas con...

El Rey indicó al Gran Factotum que se aproximara.

—Revisa a este hombre —le dijo— y dime cuántos bolsillos tiene.

—Cuarenta y tres, señor —dijo el Gran Factotum, completando su escrutinio.

—Dios bendiga a Su Majestad —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado—. Uno de ellos contiene tabaco.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Muerto en Resaca

Ambrose Bierce


Cuento


El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los dos edecanes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.

El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Verano

Ambrose Bierce


Cuento


El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación—, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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