Prólogo. El R. P. Adone Doni
Τὰ γὰρ φυσιχὰ, χαὶ τὰ ἠθιχὰ, ὰλλὰ χαὶ τὰ, μαθημτιχὰ, χαὶ τοὺς ἐγχυχλίουϛ λόγος, χαὶ περὶ, τεχνὦν πἆσαν εἶχεν ἐμπειρίαν.
(Laert. IX, 37).
Me encontraba en Siena, durante la primavera.
Ocupado todo el día haciendo minuciosas investigaciones en los archivos
de la ciudad, iba a pasearme por la tarde, después de comer, por el
agreste camino del Monte Oliveto, donde a la hora del crepúsculo grandes
bueyes blancos uncidos arrastraban, como en tiempos del viejo Evandro,
un rústico carro de plenas ruedas. Las campanas de la ciudad plañían la
muerte tranquila del día; y la púrpura de la tarde descendía con
majestad melancólica sobre la baja cadena de las colinas. Cuando ya los
negros escuadrones de las cornejas habían asaltado las murallas, un
gavilán, solitario en el cielo de ópalo, giraba con las alas inmóviles
sobre una encina aislada.
Y proseguía adelante, circundado del silencio, de la soledad y de
los dulces terrores que se agigantaban ante mí. La marea de la noche
envolvía insensiblemente el campo. La mirada infinita de las estrellas
parpadeaba en el cielo. Y en las sombras, las moscas de luz hacían
palpitar sobre los matorrales su luz amorosa.
Estas chispas animadas cubren por las noches de Mayo toda la
campiña de Roma, de la Umbría y de la Toscana. Yo las había visto antaño
sobre la vía Apia, en torno de la tumba de Cecilia Metela, donde hace
dos mil años que vienen a danzar. Encontrábalas en la tierra de Santa
Catalina y de la Pía, d’Tolomei, a las
puertas de esta ciudad de Siena, dolorosa y amable. A todo lo largo de
mi camino vibraban entre las hierbas y los arbustos, se rondaban, y en
ocasiones, como respondiendo a la apelación del deseo, trazaban sobre el
camino el arco inflamado de su vuelo.
Información texto 'El Pozo de Santa Clara'