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autor: Antón Chéjov editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Zínochka

Antón Chéjov


Cuento


El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.


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7 págs. / 12 minutos / 89 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Vérochka

Antón Chéjov


Cuento


Iván Alekséich Ognev recuerda cómo en aquella noche de agosto abrió, haciéndola sonar, la puerta de vidrio y salió a la terraza. Llevaba puestos entonces una liviana capa con esclavina y un sombrero de paja de anchas alas, el mismo que está tirado ahora en el polvo, bajo la cama, junto con las botas de montar. En una mano tenía un gran atado de libros y cuadernos, en la otra, un grueso y nudoso bastón. En la habitación, cerca de la puerta, iluminándole el camino con la lámpara, quedaba de pie el dueño de la casa, Kuznetsov, un viejo calvo de larga barba canosa y vestido con una chaqueta de piqué blanca como la nieve. El viejo sonreía afablemente e inclinaba la cabeza.

—¡Adiós, viejecito! —le gritó Ognev.

Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras, largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.

—¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! —dijo Iván Alekséich—. Gracias por su bondad, por sus atenciones, por su cariño... Nunca en mi vida olvidaré su hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es aquí bondadosa, alegre y atenta... Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo expresarlo en debida forma.

Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al joven y lo besó.


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15 págs. / 27 minutos / 66 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Vecinos

Antón Chéjov


Cuento


Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.

La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.

Así pasaron seis días. El séptimo —un domingo, después de la comida— un hombre a caballo trajo una carta. La dirección —«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»— estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...

«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.


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23 págs. / 41 minutos / 97 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Perra Cara

Antón Chéjov


Cuento


El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.

—¡Magnífico perro!... —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka—. ¡Un perro extraordinario!... ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene!... ¡Lo que valdrá sólo el morro!... Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted?... Si no es así, es que no entiende nada de esto.

—Sí que entiendo, pero...

—Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato... ¡Dios mío!... ¡Qué olfato el suyo! ¿ Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro?... ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá..., Milka bribón, Milka bonito!... ¡Ven acá, perrito..., chuchito mío...!

Dubov atrajo a Milka hacia sí y lo besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.

—¡No te entregaré a nadie..., hermoso mío..., tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres..., ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps!... ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere!... ¡Le falta... sobre qué utilizar la inteligencia!... ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio... ¡Lléveselo por cincuenta rublos!... ¡Róbeme ...!

—No, querido —suspiró Knaps—. Si su Milka hubiera sido macho, quizá lo comprara, pero...


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3 págs. / 5 minutos / 106 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujer Sin Prejuicios

Antón Chéjov


Cuento


Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.


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4 págs. / 7 minutos / 182 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Bromita

Antón Chéjov


Cuento


Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.

—Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna —le suplico—. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.

Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.

—¡Le ruego! —le digo—. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía!

Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin.

—¡La amo, Nadia! —digo a media voz.

El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo.


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4 págs. / 8 minutos / 132 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Apuesta

Antón Chéjov


Cuento


I

Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible para los estados cristianos e inmoral. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.

—No estoy de acuerdo —dijo el dueño de la casa—. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?

—Uno y otro son igualmente inmorales —observó alguien— porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:

—Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.

Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:


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8 págs. / 14 minutos / 137 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Portero Inteligente

Antón Chéjov


Cuento


De pie, en el centro de la cocina, el portero moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos ustedes —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— viven cochinamente!... ¡Se pasan el tiempo ahí sentados y no se les ve más que ignorancia!... ¡No se les ve civilización!... ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!... ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!... ¿Es eso acaso inteligencia?... ¡Eso no es inteligencia!... ¡Eso es pura tontería!... ¡Ustedes no tienen ni una chispa de inteligencia!... ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!... ¿Qué inteligencia va a tener uno?... ¡La del mujik!1... ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué les falta inteligencia?... ¡Porque no arrancan de un verdadero punto!... ¡No leen libros, y para lo tocante a lo escrito, no tienen ningún sentido!... ¡Si al menos cogieran un librejo, se sentaran y leyeran!... ¡Seguro que son alfabetos y que comprenderían lo que está impreso!... ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y leyeras..., sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!... ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!... Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!... ¡De que si esto se hace de lo otro... de las diversas gentes que hay... de los idiomas que hay!... También del paganismo... ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros... sólo hay que tener ganas de buscarlas!... Pero ustedes... ahí se están sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!... ¡Exactamente como las bestias!... ¡Pfú!...


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Niño Maligno

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia, muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez sentados se pusieron en seguida a pescar.

—Estoy contento de que por fin estemos solos —dijo Liapkin mirando a su alrededor—. Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico..., ¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire ahora!

Anna Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire brilló un pececillo de color verdoso plateado.

—¡Dios mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Conocido

Antón Chéjov


Cuento


La encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...

Lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero... ¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más mínimo.

—¡Si al menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo rehusaría.

Pero los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.

"¿A quién podré dirigirme? —meditaba—. A casa de Mischa no es posible. Tiene familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en su despacho..."

Vanda se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.

El recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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