Ivan Egericg Krasnujin, periodista mediocre, vuelve a casa de mal
humor, grave y pensativo. Al verle, se diría que espera la visita de los
gendarmes o que ha pensado suicidarse.
Es más de media noche.
Krasnujin se pasea largo rato a través de la estancia, se detiene luego y pronuncia, con tono trágico, el monólogo siguiente:
—Estoy deshecho, mi alma está fatigada, mi cerebro está lleno de
ideas negras; pero, con todo, cueste lo que cueste, tengo que escribir.
¡Y esto se llama vida! Nadie ha descrito aún el estado de alma de un
escritor que debe divertir al vulgo, cuando tiene ganas de llorar, o
compungirle, cuando tiene ganas de reír. El público me exige que sea
frívolo, ingenioso, indiferente. Pero, ¿y si no puedo serlo? Supongamos
que estoy enfermo, que mi hijo se ha muerto, que mi mujer está de parto,
no importa, estoy obligado a divertir al publico...
Luego, se dirige al dormitorio y despierta a su mujer.
—Nadia— dice—, voy a escribir. Que nadie me moleste. Es imposible
escribir cuando los niños lloran o ronca la criada. Además necesito té y
un bisté o cualquier otra cosa; pero, sobre todo, té; ya sabes que sin
té no puedo escribir. Es lo único que me estimula, que me entona.
De nuevo en su gabinete, se quita la americana, el chaleco y las
botas con extremada lentitud. Luego con expresión de inocencia
ultrajada, se sienta ante su mesa de trabajo. Cuanto hay sobre ella,
hasta la más insignificante bagatela está dispuesto, con arreglo a un
plan preconcebido, en el mayor orden. Se ven allí pequeños bustos y
retratos de escritores insignes, un montón de borradores, un volumen
abierto, de Tolstoi, un hueso humano que sirve de cenicero, un periódico
colocado de modo que se vea la inscripción que Krasnujin ha hecho en él
con lápiz azul, y que consiste en dos palabras: «|Qué vileza!»
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