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Un Asesinato

Antón Chéjov


Cuento


Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito...», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.


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6 págs. / 10 minutos / 1.276 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dama del Perrito

Antón Chéjov


Cuento


I

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.


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19 págs. / 34 minutos / 843 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Joya Robada

Antón Chéjov


Cuento


Máchenka Pavlezkaya, jovencita recién salida de la pensión, torna del paseo y entra en la casa de Cuchin, donde sirve como institutriz. El portero Miguel que le abre la puerta está agitado y encarnado como un cangrejo.

—De arriba llega un ruido extraordinario. Seguramente al ama le ha dado un ataque...—piensa Máchenka—o bien se habrá peleado con su marido.

En la antesala y en el pasillo se cruza con las doncellas, una de las cuales llora.

Acercándose a su cuarto ve al dueño, Nicolás Serguievitch, que salía de él a toda prisa. No es un hombre viejo; sin embargo, tiene la cara arrugada y ostenta una gran calva. Su cuerpo se estremece... Pasa alzando los brazos y exclama sin advertir la presencia de la institutriz:

—¡Qué espanto! ¡Qué falta de delicadeza! ¡Tonto! ¡Abominable!

Máchenka entra en su cuarto y experimenta por primera vez en su vida el vivo sentimiento que sufren a menudo las personas condenadas a depender de gente rica. En su cuarto efectúase una pesquisa. El ama de la casa, Fedosia Vasilevna, gorda, de hombros anchos, bigotuda, con espesas cejas negras, de manos encarnadas y modales bruscos, más semejante a una verdulera que a una señora, está al lado de su mesa, recogiendo en el saquito de labores los ovillos de lana, los trozos de telas, los papelitos... Evidentemente no cuenta con ver a la institutriz, porque al volver la cabeza y al advertir su presencia su rostro pálido y asombrado turbóse ligeramente y balbucea:

—Dispénseme... he... he derramado esto sin querer... lo enganché con la manga...


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6 págs. / 12 minutos / 333 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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5 págs. / 9 minutos / 1.056 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Obra de Arte

Antón Chéjov


Cuento


Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:


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3 págs. / 6 minutos / 272 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Trágico

Antón Chéjov


Cuento




Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 241 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Grischa

Antón Chéjov


Cuento


Grischa, chiquitín de dos años y medio, rollizo y sonrosado, paséase con su niñera por la alameda. Lleva abriguito, gorra de pieles y bufanda; calza unas botas de goma que le llegan hasta las rodillas. Siente calor; los rayos calurosos del sol de abril le molestan los ojos.

Toda su pequeña y torpe figurita, andando tímidamente junto a su niñera, revela indecisión.

Hasta ahora Grischa no conocía más mundo que la habitación cuadrada en uno de cuyos rincones está su camita, mientras en el otro yace el baúl de la niñera; en el tercero, una silla, y en el cuarto cuelga una lámpara de aceite, donde flota una mariposa. Debajo de la cama se encuentran una muñeca sin brazos y un tambor.

Detrás del baúl hay gran variedad de objetos: carretes sin hilos, papeles, cajas rotas y un payaso. En este mundo, además de Grischa y de la niñera, aparecen frecuentemente mamá y la gata. Mamá se parece a una muñeca, y la gata, a la pelliza de papá, sólo que a la pelliza le faltan los ojos y el rabo. Del mundo que lleva el nombre de «cuarto del niño» ábrese una puerta que comunica con el espacio donde se come y se toma el te. Allí está la silla alta de Grischa y un reloj, el cual sirve para mover la péndola y hacer sonar una campanilla. Contiguo al comedor hay un aposento amueblado con butacas encarnadas. La alfombra ostenta una mancha sospechosa, por la cual le amenazan a Grischa con el dedo. Detrás de esta habitación hay todavía otra, cuyo ingreso es vedado a Grischa, en la que habita papá, personalidad harto vaga. La presencia de la niñera y de mamá se explica; ellas le visten, le dan de comer, le acuestan; pero la utilidad de papá nadie la comprende. No olvidemos a otra persona enigmática, la tía, la que regaló a Grischa el tambor. Ella aparece y desaparece a voluntad.

¿Dónde se oculta? Grischa miró más de una vez debajo de la cama, detrás del baúl y del diván, pero en ninguna parte puede hallarla...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 102 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Miedo

Antón Chéjov


Cuento


Tres veces en mi vida he tenido miedo.

El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.

Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.

Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.

El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.

Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.

Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.

Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.

—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.

—Sí; ten las riendas.


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5 págs. / 9 minutos / 495 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Acontecimiento

Antón Chéjov


Cuento


Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.

Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.

Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.

En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.

—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.

Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.

—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.

—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!

El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:

—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.


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6 págs. / 10 minutos / 223 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Los Campesinos

Antón Chéjov


Cuento


I

El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev habia enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su muijer, y ya no le quedaba nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. "Está uno mejor en su casa—se dijo—, y vive con más economía, y por algo dice el proverbio que hasta las paredes le ayudan."

Llegó a su casa—en Jukov— al obscurecer. Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los iconos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.

¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un gato blanco.

Sacha le llamó.

—Miss, miss, miss...

—Es sordo—dijo la chicuela—. No oye nada.

—¿De veras?

—Le pegaron una paliza...


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34 págs. / 1 hora, 1 minuto / 201 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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