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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento textos disponibles


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De Madrugada

Antón Chéjov


Cuento


Nadia Zelenina volvió, con su mamá, del teatro, donde se había representado Eugenio Oneguin, de Puchkin.

Cuando se halló sola en su cuarto, se desnudó de prisa, deshizo sus trenzas, y con la larga cabellera rubia cubriéndole la espalda, se sentó, en saya y peinador, ante la mesa. Quería escribir una carta parecida a la que Tatiana, la heroína de la obra que acababa de ver, escribe a Eugenio Oneguin.

«Le amo a usted—escribió—; pero usted no me ama.» Quería poner cara triste, compungida; pero sus esfuerzos fueron vanos, y se echó a reír.

Tenía no más diez y seis años, y no amaba a nadie. Sabía que era amada por el oficial Gorny y por el estudiante Grusdiev; pero entonces, al volver del teatro, quería dudar de su amor. ¡Es tan interesante ser desgraciada! Hay algo de poético en el amor no compartido. Si dos se aman y son felices, no ofrecen interés alguno; ¡eso es tan corriente y tan vulgar!


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 372 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 427 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 1.185 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Casa de Huéspedes

Antón Chéjov


Cuento


—¡Oiga usted!—ruje encarándose con el dueño de la casa de huéspedes la inquilina del cuarto núm. 47, la coronela Machatirina, que está púrpura de coraje y echa espumarajos por la boca—. O me da otra habitación o me voy de esta maldita posada. ¡Esto es una guarida de golfos! ¡Tengo muchachas casaderas y aquí no se escuchan más que horrores! ¿Cómo puede uno soportarlo? ¡De día y de noche! Oyense a veces tales cosas, que no sabe uno ni dónde meterse. Gracias que mis niñas no comprenden aún nada; de otra suerte, tendría que escapar aunque me quedara sin albergue... Justamente ahora Carlaniza, mi vecino... Puede usted escucharle...

—Yo te contaré algo mejor—dice en la habitación contigua una voz de bajo profundo—. ¿Te acuerdas del teniente Drujkof? Pues bien; aquel Drujkof hizo una carambola y, según su costumbre, levantó la pierna en alto... De repente oyóse un trrrr... Pensamos que se había roto el paño del billar; pero pronto nos dimos cuenta de que «los estados unidos» habían estallado por todas las costuras. ¡El animal levantó la pierna tan en alto, que no quedó una costura sana! ¡Ja..., ja..., ja...! Y había señoras en la sala. Entre otras, la mujer de aquel papanatas de Okurin... Okurin se puso como loco, rabiando. ¿Cómo atreverse a tamaña indecencia delante de una señora? Cruzáronse de palabras... ya lo sabes. Acabó Okurin por mandar sus testigos a Drujkof, y Drujkof, que no tiene pelo de tonto, les respondió:

—¡Ja..., ja..., ja...! Que no me mande a mí sus testigos, sino a mi sastre, que me cosió mal estos pantalones. ¡Suya es la culpa! ¡Ja..., ja..., ja...!

Sila y Mila, las hijas de la coronela, que se hallan sentadas junto a la ventana, apoyando sus mejillas gordinflonas en sus puños, ruborízanse y bajan los ojitos.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 143 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Iván Matveich

Antón Chéjov


Cuento


Son las seis de la tarde. Uno de nuestros sabios más conocidos, cuyo nombre no hace al caso—le llamaremos sencillamente el Sabio—, está en su despacho impacientándose y mordiéndose las uñas.

—Es inconcebible—dice, y no cesa de mirar el reloj a cada momento—. Esto es no respetar ni el trabajo ni el tiempo ajenos; en Inglaterra un hombre semejante no ganaría ni un penique y tendría que morirse de hambre. ¡Ya verás cómo te voy a arreglar!

El Sabio siente la necesidad de hablar y desahogarse. Acércase a la puerta que comunica con el aposento de su mujer, y luego entra.

—¡Oye, Katia!—exclama con indignación—. Si ves a Pedro Dmitrievitch, dile que su modo de proceder no es digno de un caballero. ¡Esto es abominable! Recomienda a un copista sin conocerlo. El mozuelo viene diariamente una o dos horas más tarde de lo convenido. ¿Es esto trabajar? Cuando llegue, lo trataré como a un perro, no le pagaré, le despediré; con gente así no hay que gastar contemplaciones.

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 134 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Las Señoras

Antón Chéjov


Cuento


Fedor Petrovich, director de las escuelas primarias del distrito, recibió, en su despacho, la visita del maestro Vermensky.

—No, señor Vermensky— le dijo—. Su dimisión de usted es indispensable. No puede usted seguir siendo maestro con esa voz. ¿Cómo la ha perdido usted?

—Creo que a causa de la cerveza fría que bebí, hallándome cubierto de sudor.

—¡Qué desgracia! ¡Por una bagatela semejante toda una carrera perdida! Lleva usted catorce años de servicio, ¿verdad?

—Si, catorce años.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

Vermensky guardó silencio.

—¿Tiene usted familia?

—Sí, excelencia, tengo mujer y dos hijos.

El director, conmovido, empezó a pasearse nerviosamente de extremo a extremo de la estancia.

—Verdaderamente, no sé qué voy a hacer con usted. No puede usted seguir siendo maestro. No tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!

Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.

De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.

—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.

El maestro se llena también de alegría.

—¡Vaya si la quiero, excelencia!

—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.

Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 274 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Los Nervios

Antón Chéjov


Cuento


El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, hállase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Vaksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, esta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita empezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicar con los espíritus. Llamó a su tío Klavdi Mironovitch y le preguntó mentalmente si no sería propicio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siempre está bien.»

—En la Naturaleza hay muchas cosas misteriosas... y temibles—reflexiona Vaksin tapandóse con la manta—. No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre...

Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch, colgado en la pared, frente a la cama.

—¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío?—pensó Vaksin—. ¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas son producto de cabezas incultas...

Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 248 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Veraneantes

Antón Chéjov


Cuento


En el andén del apeadero de un lugar veraniego paséase una parejita de recién casados. El la estrecha amoroso el talle y ella se inclina ligeramente hacia él; los dos se sienten felices. La Luna los contempla desde las nubes y frunce el ceño; seguramente los envidia en su inútil soledad. El aire, inmóvil, está impregnado del perfume de las lilas y de los cerezos. Al otro lado de la vía óyese el chillido agudo de los grillos.

—¡Qué hermoso, Sacha!

—¡Qué hermoso!—repite la joven—. Me parece un sueño. Fíjate qué hermoso y atrayente es aquel bosquecito, qué bellos estos enormes postes telegráficos. ¿No es verdad que animan el paisaje?... Hablan de la gente... de la civilización. ¿Te gusta cuando el viento nos trae el sonido lejano de un tren en marcha?

—Sí...; pero ¡qué manos tan calientes tienes, Varia! Estás nerviosa. ¿Qué hay para cenar?

—Okrochka [1] y pollo...; habrá bastante. De la ciudad he hecho traerte sardinas en conserva.

La Luna hace una mueca y se esconde detrás de las nubes; la felicidad humana le recuerda su aislamiento y su lecho solitario detrás de los montes y valles...

—¡El tren llega! ¡Qué hermoso!—exclama Varia.

A lo lejos aparecen tres ojos centelleantes. El jefe de estación sale al andén. Por todos lados aparecen luces de señales.

—Miraremos cómo se marcha el tren y nos iremos a casa—dice Sacha bostezando—. ¡Qué dichosos somos, Varia! Es verdad; parece un sueño.

El monstruo negro acércase al andén y se detiene... Por las ventanas alumbradas vense hombros, sombreros, caras dormidas...

—¡Hola, hola! —dicen desde un vagón—. Varia con su marido han salido a recibirnos. ¡Están aquí! ¡Varia! ¡Varia! ¡Hola!


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1 pág. / 3 minutos / 442 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Silencio!

Antón Chéjov


Cuento


Ivan Egericg Krasnujin, periodista mediocre, vuelve a casa de mal humor, grave y pensativo. Al verle, se diría que espera la visita de los gendarmes o que ha pensado suicidarse.

Es más de media noche.

Krasnujin se pasea largo rato a través de la estancia, se detiene luego y pronuncia, con tono trágico, el monólogo siguiente:

—Estoy deshecho, mi alma está fatigada, mi cerebro está lleno de ideas negras; pero, con todo, cueste lo que cueste, tengo que escribir. ¡Y esto se llama vida! Nadie ha descrito aún el estado de alma de un escritor que debe divertir al vulgo, cuando tiene ganas de llorar, o compungirle, cuando tiene ganas de reír. El público me exige que sea frívolo, ingenioso, indiferente. Pero, ¿y si no puedo serlo? Supongamos que estoy enfermo, que mi hijo se ha muerto, que mi mujer está de parto, no importa, estoy obligado a divertir al publico...

Luego, se dirige al dormitorio y despierta a su mujer.

—Nadia— dice—, voy a escribir. Que nadie me moleste. Es imposible escribir cuando los niños lloran o ronca la criada. Además necesito té y un bisté o cualquier otra cosa; pero, sobre todo, té; ya sabes que sin té no puedo escribir. Es lo único que me estimula, que me entona.

De nuevo en su gabinete, se quita la americana, el chaleco y las botas con extremada lentitud. Luego con expresión de inocencia ultrajada, se sienta ante su mesa de trabajo. Cuanto hay sobre ella, hasta la más insignificante bagatela está dispuesto, con arreglo a un plan preconcebido, en el mayor orden. Se ven allí pequeños bustos y retratos de escritores insignes, un montón de borradores, un volumen abierto, de Tolstoi, un hueso humano que sirve de cenicero, un periódico colocado de modo que se vea la inscripción que Krasnujin ha hecho en él con lápiz azul, y que consiste en dos palabras: «|Qué vileza!»


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3 págs. / 5 minutos / 289 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Un Acontecimiento

Antón Chéjov


Cuento


Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.

Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.

Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.

En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.

—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.

Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.

—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.

—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!

El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:

—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.


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6 págs. / 10 minutos / 225 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

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