I
El jefe de la oficina me dijo:
—A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo.
Y yo le contesté:
—Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar.
Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:
—¡Llévese usted a ese señor, que me ataca los nervios!
A los dos días me pusieron de patitas en la calle.
Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi
padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que
todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en
distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas
de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la
mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y
esperar la cesantía.
Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es
natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré
en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos
cerrados.
En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de
un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino.
Sin contestar a mi saludo, me dijo:
—Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella
origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita
sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles
decepciones.
Calló un instante y añadió:
—Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?
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