Textos más populares este mes de Armando Palacio Valdés publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 4

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autor: Armando Palacio Valdés editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 26-10-2020


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El Amo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Tengo un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Perico el Bueno

Armando Palacio Valdés


Cuento


Nuestros ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Viaje de la Monja

Armando Palacio Valdés


Cuento


El día de Santa Irene fuí a felicitar, como todos los años, a doña Irene, esposa de mi amigo Requejo. Es éste un médico militar retirado, alegre, bondadoso, gran jugador de tresillo. Doña Irene, una señora igualmente bondadosa, menos alegre y detestable jugadora de tresillo. Esto último era la única causa visible de divorcio que pudiera existir entre los cónyuges. Porque los dos viejos se amaban con pasión idolátrica, sobre todo desde que su única hija Rita les había abandonado para ingresar en la comunidad de las Hermanitas de los Pobres. Yo no gusto de estas niñas que dejan a sus padres ancianos para cuidar a otros ancianos que no son sus padres, pero la verdad me obliga a declarar que Ritita, a quien conocí desde su infancia, era una criatura angelical, tan dulce, tan inocente, que no parecía hecha para este mundo. ¿Por qué esta niña, alegre como su padre y tierna como su madre, se había decidido a hacerse religiosa? No por un desengaño de amor, como bastantes lo hacen, sino porque su alma pura ardía en caridad y ansia de sacrificio. La vida regalada al lado de sus padres, tan mimada por ellos y tan festejada por todos, inquietaba su conciencia. Un verano en que Requejo se trasladó con la familia a Vitoria, huyendo los calores de Madrid, la chica comenzó a frecuentar el asilo de ancianos, que estaba próximo a su casa, trabó amistad con las hermanas, tuvo ocasión de prestarles algunos servicios, y concluyó por ayudarlas en muchas de las tareas de su ministerio. A medida que penetraba más adentro en esta vida de caridad y de servidumbre voluntaria, su alma fervorosa iba gozando delicias ignoradas, transfigurábase su rostro, al decir de sus mismos padres, sus ojos brillaban con una luz celestial. Por fin, cierto día dejó una cartita sobre la mesa de noche de su papá, suplicándole, en términos humildes, que la permitiese ser hermanita de los pobres.


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Theotocos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Fué una criadita guipuzcoana quien me sugirió la idea de visitar el santuario de la Virgen de Aránzazu. Había nacido en sus cercanías, y en su infancia apacentó un rebaño de ovejas en aquellos montes. Cuando nos daba cuenta de su vida monótona, inocente, al pie de la mole de piedra que guarda la milagrosa imagen, su palabra sonaba dulce, intermitente, como las esquilas del ganado, me traía a la imaginación el amable sosiego y los aromas de la montaña.

—¿Nunca se te apareció la Virgen en alguna gruta, como a Bernardetta en Lourdes?—le pregunté yo con sonrisa de burla.

—¡Oh, no!... La Virgen a mí no quiere... Mala que soy—respondía ruborizándose.

¡Vaya si la quería! No tardó mucho tiempo en arrastrarla a un convento y hacerla fiel servidora de sus altares.

—Si alguna vez voy a tu país, te prometo visitar el santuario de Aránzazu y rezar una salve delante de la Virgen.

—¡Oh, señor!... Hágalo, hágalo...—exclamó con los ojos brillantes de alegría—. ¡Quién sabe! Usted verá algún milagro.

—Soy viejo ya para ver milagros—respondí con poca delicadeza.

—La Virgen es Madre de todos—replicó alzando con gravedad los ojos al cielo.

Pasaron algunos años. La casualidad me llevó un día a las montañas de Guipúzcoa, y en ellas me asaltó el recuerdo de la monjita guipuzcoana que había sido mi criada, y de la promesa que le había hecho. Amigo tanto como Rousseau de los campos y de las excursiones a pie, resolví ir a Aránzazu, no por la carretera, sino por trochas y senderos al través de los montes.


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Las Defensas Naturales

Armando Palacio Valdés


Cuento


El toro, ¿tiene cuernos para defenderse, o se defiende con los cuernos porque los tiene? Goethe se atiene a lo último, y con él casi todos los naturalistas. En cambio, los providencialistas creen lo primero. El asunto vale la pena de ser dilucidado, pero yo no tengo tiempo en este instante.

Lo único que diré es que no sólo nuestras cualidades, sino también nuestros defectos nos son útiles en algunas ocasiones.

Los animales todos utilizan los medios que poseen, fuertes o débiles, para la lucha con la Naturaleza animada o inanimada. El asno tira coces porque no tiene garras, el corzo utiliza sus pies ligeros para huir, el calamar su tinta para enturbiar el agua y ocultarse, y los insectos, que no poseen otro medio de defensa, se hacen los muertos.

Por eso, nada tiene de extraño, digan lo que quieran, que Morales haya utilizado en cierta ocasión la mala fama de que gozaba entre sus vecinos y conocimientos.

Era andaluz, y había llegado al pueblo en compañía de un ingeniero, sirviéndole de criado y de ayudante en sus trabajos de campo. Cuando el ingeniero partió de la comarca, Morales se quedó en ella. Logró que le hiciesen sobrestante en las obras de una carretera, luego fué destajista; ganó algún dinero. Pronto fué un hombre conocido y hasta importante entre el paisanaje. En diez leguas a la redonda no había quien bebiese, quien hablase ni quien mintiese tanto como él. Denunció una mina de carbón, y se asoció con un pequeño propietario del país para beneficiarla. Dos años después los trabajos quedaron interrumpidos y el propietario arruinado. Pero a Morales le vimos tan boyante después de la catástrofe. Compró un hermoso caballo de silla y comenzó a hacer una casa. Este fué el primer golpe serio que recibió su reputación.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hombre de los Patíbulos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame curiosidad de ir al Campo de Guardias a presenciar la ejecución de dos reos. El afán de verlo todo y vivirlo todo, como dicen los krausistas, me arrastró hacia aquel sitio, venciendo una repugnancia que parecía invencible, y los serios escrúpulos de la conciencia. Por aquel tiempo pensaba dedicarme a la novela realista.

Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Montera estaban cuajadas de gente. Había llovido por la noche, y el cielo, plomizo, tocaba casi en la veleta del Principal. La atmósfera, impregnada de vapor acuoso, y el suelo cubierto de lodo. La muchedumbre levantaba incesante y áspero rumor, sobre el cual se alzaban los gritos de los pregoneros anunciando «la salve que cantan los presos a los reos que están en capilla», y «el extraordinario de La Correspondencia.» Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red de San Luis. Los cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban perezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con las portezuelas abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos animaban con voces descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su carruaje:

—¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al patíbulo!

Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de la Montera, empujado por la ola de la multitud. Los pies chapoteaban asquerosamente en el fango. ¡Cosa rara! en vez de pensar en la lúgubre escena que me aguardaba, iba tenazmente preocupado por el lodo. Había oído decir a un magistrado, no hacía mucho tiempo, que el barro de Madrid quemaba y destruía la ropa como un corrosivo, lo cual tenía su explicación en la piedra del pavimento, por regla general caliza. «¡Buenos me voy a poner los pantalones!» iba diciendo para mis adentros, con acento doloroso.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Amores de Clotilde

Armando Palacio Valdés


Cuento


En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros más importantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docena de amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación; pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar de traje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:

—Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?... un momentito nada más.

Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado, no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años el doctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta por los bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún beso descarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a que Clotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana, según el papel que va a representar, les grite:

—Adelante, caballeros... ¿He tardado mucho?

Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y el primero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdica costumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de su pensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para que aquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vida entre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actores antiguos y modernos!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Abeja

Armando Palacio Valdés


Cuento


Periódico científico y literario

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta; asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un órgano en la prensa, y resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente (director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz La Abeja, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sociedad Primitiva

Armando Palacio Valdés


Cuento


La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.

Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.

Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.


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Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!


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