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autor: Armando Palacio Valdés etiqueta: Cuento


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Polifemo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

—Voy a comunicarle a usted un secreto —decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.


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6 págs. / 11 minutos / 228 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Matanza de los Zánganos

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Vivían mis primas en el fondo del valle: su casa estaba situada en una meseta de la colina, a trescientos pasos del camino. Por detrás se elevaba un gran bosque de castaños y robles: por delante descendía una hermosa huerta bien provista de frutales, y después una vasta pomarada cuya cerca de piedra servía de linde al camino.

¡Pobres chicas! La Providencia les había dotado de un rostro nada halagüeño y de una madre menos halagüeña aun. Era terrible aquella doña Teresa, fuerte como un gañán y áspera hasta cuando acariciaba, como la lengua de una vaca. Y, sin embargo, ¿qué hubiera sido de ellas si aquella madre no fuese tan hombruna y enérgica? Su difunto padre, uno de los propietarios más ricos de la comarca, les había dejado casi por completo arruinadas. Primero jugando y derrochando en la capital, después, en los últimos años de su vida, degradándose hasta pasar las noches en las tabernas, vendió cuanto tenía, menos la posesión donde habitaban y que tenía por nombre la Rebollada.


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13 págs. / 23 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ascetismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Si el ascetismo es consubstancial con el Cristianismo, o, en otros términos, si la mortificación del cuerpo es un derivado indeclinable del Evangelio, yo no soy capaz de decidirlo. Muchos católicos y otros que no lo son, como Schopenhauer y Tolstoi, lo afirman resueltamente; otros, como San Francisco de Sales, Fenelón, Dupanleup y el teólogo protestante Harnack, lo niegan. Hay pasajes en el Evangelio que parecen dar la razón a los primeros: «Si tu mano te hace pecar, córtala; si tu ojo te hace pecar, arráncalo.» «Anda, vende lo que posees y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el Cielo.» «Si viene a Mí alguno y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no podrá ser discípulo mío.»

Pero otras máximas de Jesús, las reglas de vida que daba a sus discípulos, y aun su propia vida, indican, por el contrario, que concedía poca importancia a la penitencia corporal: «Como Juan viniera sin comer ni beber, decían ellos: es un hombre endemoniado. El Hijo de Dios ha venido comiendo y bebiendo, y ellos dicen: éste es un tragón y un bebedor de vino.» Nuestro Señor sabía, pues, que se le juzgaba de este modo, y no le importaba. Parecía poner empeño en no distinguirse de los demás exteriormente y en huir del tipo del asceta tradicional. Visitaba a los ricos como a los pobres, asistía a banquetes y bodas, se dejaba perfumar con esencias olorosas. En suma, el Redentor no pedía a nadie que abandonase su estado; a todos pedía únicamente amor y abnegación.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Testigo de Cargo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa a trancos, y acercándose de vez en cuando a la estufa para calentarse las manos.

Pues bien; declaro que yo pertenezco a la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y de Sevilla a las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.

Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos a paseo, Madrid ofrecería a los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.

No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo. Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.

Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.


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3 págs. / 6 minutos / 205 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Inteligencia y Amor

Armando Palacio Valdés


Cuento


Si mi amigo Aldama no me hubiese animado con empeño, y al cabo no se hubiese brindado a acompañarme, nunca me atrevería a visitar al poeta Rojas, estoy seguro de ello. Envidio la osadía de esos mancebos que, apenas llegados a Madrid, llaman a la puerta de un grande hombre, le interrumpen cuando está tomando su chocolate, le dan la mano con toda franqueza y le asan con preguntas impertinentes. No era yo de ésos, no, aunque ardía en deseos de conocer a algunos.

En Madrid existían entonces, como ahora, muchos grandes hombres, pero yo no sentía curiosidad de conocerlos a todos, sino a tres o cuatro solamente. Y entre éstos, el poeta Rojas era el que más me fascinaba. Sus leyendas incomparables, sus versos fragantes y armoniosos me habían enloquecido. Sabía muchos de ellos de memoria, y me placía recitarlos a la cocinera cuando mi madre, aburrida, se marchaba a la cama... Es más, en las horas de estudio, cuando mi padre me veía absorto delante del libro de texto, yo estaba muy lejos con el pensamiento del libro de texto, porque componía versos imitando los de Rojas, y los apuntaba con lápiz en un papel que tenía para el caso oculto entre sus hojas.

Por eso cuando mi amigo Aldama tiró de la campanilla con la misma negligencia que si tirase de la de su casa, yo pensé desfallecer de emoción.

Salió a abrirnos una criada vieja que saludó a mi amigo como a antiguo conocido y nos pasó sin ceremonia al despacho del gran hombre. Era una pieza pequeña, triste, amueblada con refinada vulgaridad.

Paseé atónito la mirada por ella, y creí encontrarme en el escritorio de algún honrado almacenista de la calle de Toledo.


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4 págs. / 7 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pitágoras

Armando Palacio Valdés


Cuento


Entre los muchos filósofos con quienes tropecé en las casas de huéspedes que he recorrido mientras seguí la carrera de Ciencias, ninguno más enamorado de la Filosofía que mi amigo Amorós. Puede decirse que no vivía más que para esta dama de sus pensamientos. El duro catre de la patrona, sus garbanzos no mucho más blandos, sus albondiguillas, sus insolencias, eran para él sabrosas penitencias que ofrecía en holocausto a su adorada Metafísica. Los demás murmurábamos; a veces rugíamos de dolor e indignación: él sonreía siempre, no comprendiendo que se diese tanta importancia a que las sábanas nos llegasen a la rodilla o un poco más abajo, que el agua de la jofaina tuviese cucarachas, y otras niñerías por el estilo.

Primero faltaría el sol en su carrera que él a sus cátedras de la Universidad, y el que quisiera poner el reloj en hora no tenía más que atisbar sus entradas y salidas en el feo y sucio portal de la Biblioteca Nacional. Unas veces leía a Platón, otras a Aristóteles; pero el mayor filósofo, a su entender, que había producido el mundo era Krause, porque había resuelto el problema de armonizar el panteísmo con el teísmo por medio de una lenteja esquemática, que nos mostraba poseído de profunda admiración. Inútil es decir que a los que estudiábamos Derecho, o Ciencias, o Farmacia, nos despreciaba, mejor dicho, nos dedicaba un desdén compasivo que a algunos hacía reir, y a otros montar en furor. Porque éramos seis o siete los que, bajo el yugo ominoso de doña Paca, estudiábamos en aquel cuarto tercero de la plaza de los Mostenses diversas carreras liberales. De su desdén nos vengábamos llamándole siempre Pitágoras, negándole la existencia del espíritu, y pellizcando en su presencia a la doméstica que nos servía a la mesa. Esto último era lo que más desconcertaba al bueno de Amorós, que era casto como un elefante y se enfurecía de que se tomase a la Humanidad como medio, y no como fin.


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12 págs. / 21 minutos / 82 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Vida de Canónigo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Las ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sinfín de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.

No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar «vino de canónigo»; si se trataba de un chocolate exquisito, «chocolate de canónigo»; si de un colchón blando y relleno, «colchón de canónigo»; etc.

Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!

Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


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3 págs. / 6 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Interviú con Prometeo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El amigo Esteve era un amigo intermitente. A temporadas asistía con puntualidad a la cervecería donde nos reuníamos a tomar café algunos literatos con más o menos letras. De pronto se eclipsaba, y no parecía por aquel centro científico de murmuración en tres o cuatro meses.

Se hacían supuestos graves o ridículos, pero siempre temerarios, entre nosotros. Unos decían que le tenía secuestrado su patrona y amarrado a una argolla sobre un felpudo; otros aseguraban que andaba por las tabernas de los barrios bajos conspirando contra las instituciones vigentes; otros, en fin, afirmaban que había empeñado toda su ropa y se veía obligado a guardar cama desde hacía cuarenta y dos días.

Cuando menos lo pensábamos aparecía nuestro Esteve a la hora del café con su eterna sonrisa y su cigarro de diez céntimos, casi tan eterno, en la boca. Y todos le recibíamos con alegría cordial y algazara. «¡Bravo, Esteve!» «¡Siéntate aquí, Esteve!» «No; aquí, a mi lado; tengo que contarte.» «Pues yo quiero que él me cuente.»

Porque era el amigo Esteve famoso charlatán y compañero amenísimo. No he conocido otro hombre de imaginación más pintoresca ni embustero más consecuente. Era tal el calor de su fantasía, que fundía todas las verdades y las convertía en mentiras, o acaso en verdades más altas y perfectas, ya que, según afirman los últimos filósofos, el mundo es una pura representación de nuestra mente.

Sin embargo, había entre nosotros un sujeto que maldecía de aquellas mentiras pintorescas y nutría en el fondo de su corazón un odio bárbaro por tan amable embustero. Pero este sujeto era un lobo disfrazado de cordero. Desempeñaba el cargo de tenedor de libros en una casa de comercio, y había sido traído a nuestro círculo por un poeta que le debía algunas pesetas y halló medio de aplacar sus iras recreándole con la dulce y amena murmuración de una tertulia literaria.


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10 págs. / 19 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Profesor de Energía

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo en otro tiempo un furioso esteticista. La belleza fué mi guía, mi sostén, el único objetivo de mi vida; el mundo, una gran obra de arte en la cual el Alma Suprema se conoce y se goza. Nuestras almas, órganos de Ella, existen únicamente para la felicidad de esta contemplación. Goethe estaba en lo cierto. Nada hay en la existencia digno sino el culto de la belleza: nuestra educación debe ser esencialmente estética.

Así, juraba yo con fervor, como Heine, por Nuestra Señora de Milo, me descubría al pasar por delante de Las hilanderas de Velázquez, y recorría doscientas leguas para ver unos retratos de Franz Hals. Los campos y las montañas hacían mis delicias. ¡Oh felices excursiones a las más altas cimas cantábricas! Los ojos no se saciaban jamás ante aquellos panoramas espléndidos. El espectáculo de la mar me embriagaba, y el del cielo estrellado me causaba vértigos. Las horas se deslizaban divinas espiando el vaivén de las olas, los vivos cambiantes de sus volutas verdes, los destellos de sus crestas rumorosas. «¿Será posible—me decía—hartarse de contemplar el mar, de escuchar el canto del ruiseñor, de ver los cuadros de Velázquez y los mármoles helénicos?»

Pues bien, sí, me he hartado, me he hartado. En vano hago supremos esfuerzos de imaginación para representarme con toda su intensidad la belleza de los objetos, que tan viva emoción me causaba. Esta emoción no viene. Me coloco frente al mar, y me distraigo mirando el quitasol rojo de una inglesa que recorre descalza la playa: voy al Museo del Prado, y más que las madonnas de Rafael me interesan las niñas flacas que las están copiando: me siento a la orilla del arroyo, bajo los castaños frondosos, y me sorprendo al cabo de unos instantes limpiándome cuidadosamente el polvo de los pantalones: hace pocos días sentí náuseas escuchando un nocturno de Chopin que en tiempos lejanos me producía espasmos de placer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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