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autor: Armando Palacio Valdés etiqueta: Cuento


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El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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6 págs. / 11 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Profesor de Energía

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo en otro tiempo un furioso esteticista. La belleza fué mi guía, mi sostén, el único objetivo de mi vida; el mundo, una gran obra de arte en la cual el Alma Suprema se conoce y se goza. Nuestras almas, órganos de Ella, existen únicamente para la felicidad de esta contemplación. Goethe estaba en lo cierto. Nada hay en la existencia digno sino el culto de la belleza: nuestra educación debe ser esencialmente estética.

Así, juraba yo con fervor, como Heine, por Nuestra Señora de Milo, me descubría al pasar por delante de Las hilanderas de Velázquez, y recorría doscientas leguas para ver unos retratos de Franz Hals. Los campos y las montañas hacían mis delicias. ¡Oh felices excursiones a las más altas cimas cantábricas! Los ojos no se saciaban jamás ante aquellos panoramas espléndidos. El espectáculo de la mar me embriagaba, y el del cielo estrellado me causaba vértigos. Las horas se deslizaban divinas espiando el vaivén de las olas, los vivos cambiantes de sus volutas verdes, los destellos de sus crestas rumorosas. «¿Será posible—me decía—hartarse de contemplar el mar, de escuchar el canto del ruiseñor, de ver los cuadros de Velázquez y los mármoles helénicos?»

Pues bien, sí, me he hartado, me he hartado. En vano hago supremos esfuerzos de imaginación para representarme con toda su intensidad la belleza de los objetos, que tan viva emoción me causaba. Esta emoción no viene. Me coloco frente al mar, y me distraigo mirando el quitasol rojo de una inglesa que recorre descalza la playa: voy al Museo del Prado, y más que las madonnas de Rafael me interesan las niñas flacas que las están copiando: me siento a la orilla del arroyo, bajo los castaños frondosos, y me sorprendo al cabo de unos instantes limpiándome cuidadosamente el polvo de los pantalones: hace pocos días sentí náuseas escuchando un nocturno de Chopin que en tiempos lejanos me producía espasmos de placer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Matanza de los Zánganos

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Vivían mis primas en el fondo del valle: su casa estaba situada en una meseta de la colina, a trescientos pasos del camino. Por detrás se elevaba un gran bosque de castaños y robles: por delante descendía una hermosa huerta bien provista de frutales, y después una vasta pomarada cuya cerca de piedra servía de linde al camino.

¡Pobres chicas! La Providencia les había dotado de un rostro nada halagüeño y de una madre menos halagüeña aun. Era terrible aquella doña Teresa, fuerte como un gañán y áspera hasta cuando acariciaba, como la lengua de una vaca. Y, sin embargo, ¿qué hubiera sido de ellas si aquella madre no fuese tan hombruna y enérgica? Su difunto padre, uno de los propietarios más ricos de la comarca, les había dejado casi por completo arruinadas. Primero jugando y derrochando en la capital, después, en los últimos años de su vida, degradándose hasta pasar las noches en las tabernas, vendió cuanto tenía, menos la posesión donde habitaban y que tenía por nombre la Rebollada.


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13 págs. / 23 minutos / 52 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Último Paseo del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Cuento


Aunque la enfermedad había hecho ya progresos terribles, y era grande su debilidad, todavía se obstinaba Jiménez en pasear. En uno de los últimos días fuí a su casa, y, como siempre, me invitó a dar una vuelta por los contornos. Era ya bastante tarde; así que no pudimos alejarnos mucho. Cuando regresamos, la noche estaba cerrando: sólo allá en el horizonte se advertía una débil claridad crepuscular que hacía más negra la llanura. Nos aproximábamos a las casas del barrio habitado por mi amigo, cuando vimos venir hacia nosotros una mujer que con grandes voces festejaba a un niño de pocos meses que llevaba entre los brazos: «¿Quién es el sol de mi vida? ¿Quién es el rey de la tierra? ¡Di, lucero!, ¡di, clavel! ¿A quién adora su madre? ¿Quién es la alegría?, ¿quién es la gloria?»

Y tales gritos iban seguidos de sonoros besos y fuertes zarandeos que el tierno infante soportaba pacíficamente, agradeciéndolos en el fondo de su corazoncito, pero sin manifestarlo de un modo ostensible. Y cuanto más reservado se mostraba el infante, más arreciaba la madre con sus gritos y zarandeos. Cruzó a nuestro lado sin vernos; tal era su entusiasmo. Jiménez y yo nos detuvimos y la seguimos con la vista sonrientes y satisfechos. A larga distancia todavía se escuchaban sus gritos amorosos.

—Contempla a esa madre con su hijo entre los brazos—profirió Jiménez—. ¡Qué fuerte magnetismo los atrae! ¡Cómo suenan sus besos! ¡Cuán ciertos están de su amor!... ¡Ah!, si en esta breve y mísera existencia sólo estamos ciertos de lo que amamos, amando a Dios, no dudaríamos de que existe.

—Pero ¿cómo amar a Dios, Jiménez, suponiéndole autor o causa de nuestros dolores?


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40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Abeja

Armando Palacio Valdés


Cuento


Periódico científico y literario

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta; asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un órgano en la prensa, y resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente (director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz La Abeja, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Minuto Fatal

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay horas para mí negras, amargas como la del huerto de Gethsemaní. Al contemplar la lucha incesante y cruel de todos los seres vivos, al tropezar dondequiera con la hostilidad y el egoísmo, me siento desfallecer como el Hijo del Hombre. Entonces, en este minuto aciago de desaliento y de duda, cuando miro caer pieza por pieza y derrumbarse ese mundo que la fe en Dios y el amor entre los hombres había levantado en mi conciencia, no me bastan los filósofos, no me bastan los poetas. Las palabras, por hermosas y concertadas que sean, no penetran en mi corazón. Quiero oír el acento de Dios, quiero ver su mano poderosa. Y me refugio en los conciertos de Weber o en las sinfonías de Beethoven, o bien corro al Museo y me coloco delante de los cuadros de Rafael y de Tiziano. Si esto no puedo, saco del armario un precioso grabado que allí guardo y representa un naufragio. Un buque de alto bordo, repleto de pasajeros, se va a pique por momentos. Los tripulantes, locos de terror, se encaraman por la borda sobre el aparejo y tratan de apoderarse todos al mismo tiempo de un bote salvavidas. Los más fuertes consiguen tocarlo ya con sus manos. Pero en aquel momento vacilan y vuelven la cabeza hacia un grupo de mujeres y niños que elevan hacia ellos sus débiles brazos suplicantes. Debajo de este admirable grabado hay estampadas en inglés las siguientes palabras:

«¡NIÑOS Y MUJERES, DELANTE!»


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Perico el Bueno

Armando Palacio Valdés


Cuento


Nuestros ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Interviú con Prometeo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El amigo Esteve era un amigo intermitente. A temporadas asistía con puntualidad a la cervecería donde nos reuníamos a tomar café algunos literatos con más o menos letras. De pronto se eclipsaba, y no parecía por aquel centro científico de murmuración en tres o cuatro meses.

Se hacían supuestos graves o ridículos, pero siempre temerarios, entre nosotros. Unos decían que le tenía secuestrado su patrona y amarrado a una argolla sobre un felpudo; otros aseguraban que andaba por las tabernas de los barrios bajos conspirando contra las instituciones vigentes; otros, en fin, afirmaban que había empeñado toda su ropa y se veía obligado a guardar cama desde hacía cuarenta y dos días.

Cuando menos lo pensábamos aparecía nuestro Esteve a la hora del café con su eterna sonrisa y su cigarro de diez céntimos, casi tan eterno, en la boca. Y todos le recibíamos con alegría cordial y algazara. «¡Bravo, Esteve!» «¡Siéntate aquí, Esteve!» «No; aquí, a mi lado; tengo que contarte.» «Pues yo quiero que él me cuente.»

Porque era el amigo Esteve famoso charlatán y compañero amenísimo. No he conocido otro hombre de imaginación más pintoresca ni embustero más consecuente. Era tal el calor de su fantasía, que fundía todas las verdades y las convertía en mentiras, o acaso en verdades más altas y perfectas, ya que, según afirman los últimos filósofos, el mundo es una pura representación de nuestra mente.

Sin embargo, había entre nosotros un sujeto que maldecía de aquellas mentiras pintorescas y nutría en el fondo de su corazón un odio bárbaro por tan amable embustero. Pero este sujeto era un lobo disfrazado de cordero. Desempeñaba el cargo de tenedor de libros en una casa de comercio, y había sido traído a nuestro círculo por un poeta que le debía algunas pesetas y halló medio de aplacar sus iras recreándole con la dulce y amena murmuración de una tertulia literaria.


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10 págs. / 19 minutos / 49 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retiro de Madrid

Armando Palacio Valdés


Cuento


I. Mañanas de junio y julio

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Terapéutica del Odio

Armando Palacio Valdés


Cuento


Estoy persuadido de que lo único que degrada realmente al hombre es el odio, porque es lo único que le hace retroceder velozmente hacia la fiera. El hombre experimenta al sentirlo el dolor por excelencia, el dolor de los dolores. ¡Como que es la ruina de todas sus ilusiones de grandeza, la pérdida de sus fueros más venerados!

El negocio más importante de nuestra vida debe ser, pues, desembarazarnos del odio. Cuanto trabajemos en este sentido, será ganancia para nuestra felicidad.

No basta que nos digan: «Ahí tenéis la religión, ahí tenéis los divinos preceptos del Evangelio. Ama a tu prójimo como a ti mismo, sé generoso, sé humilde, sé caritativo, y te desembarazarás del odio.» Esta es una petición de principio. Desembarázate del odio, y te desembarazarás del odio. Pero ¿cómo? He aquí el problema. Si se nos otorga lo que el Cristianismo llama la gracia, bien al nacer, o bien por un cambio brusco, por un verdadero cataclismo operado en nuestro espíritu, todo está resuelto. ¿Y si no se nos da? Debemos implorarla. Tal creo yo también; pero mientras llega, debemos empuñar todas las armas de que disponemos para combatir al enemigo de nuestra dicha.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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