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autor: Arturo Robsy etiqueta: Cuento


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Historia del Siglo XIX

Arturo Robsy


Cuento


Prólogo

Hojeando un libro antiguo me he encontrado con una vieja historia, en francés, que cuenta las peripecias de una pacífica y próspera ciudad a finales del siglo pasado, cuando alboreaba la electricidad y nadie sospechaba todavía la desenfrenada carrera que se emprendería en pos del progreso.

Los buenos ciudadanos consumían sus horas entre el buen café, un empleo sin complicaciones y los aperitivos de mariscos, que habían dado justa fama a la región. Monsieur Dupont, a las nueve en punto, abría su mercería y saludaba con una inclinación de cabeza a Monsieur Martin, el abacero de enfrente. Monsieur Derblay, el director del banco, a las diez y un minuto, se aflojaba el cuello duro, y Monsieur Delag, el vinatero, a las once hacía su primera "cura de agua" a base de bicarbonato, porque era un comerciante honrado y no vendía un solo cuartillo sin asegurarse de su calidad.

La historia

En una ciudad así, con sólidos lazos entre los vecinos, lo elemental era pasar el teimpo, asesinarlo de algún modo, para que los Messieurs Derblay, Delage, Martin y etcétera, no acabaran consumidos por la propia monotonia, y cobrasen ánimos para la próxima jornada.

¿Cuáles eran, pues, la consecuencias de un aburrimiento colectivo? El Urbanismo. Los hombres de la ciudad, todos a una, se dedicaban a embellecer calles, paseos y edificios públicos, y se sentían orgullosos de una política ornamental que ellos consideraban avanzada en Europa: ¿a qué otra cosa podían aspirar los hombres? ¿No era, acaso, el ideal vivir en un lugar confortable y sin estridencias?


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Publicado el 23 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

¿No se Reparan?

Arturo Robsy


Cuento


Como suele suceder a veces en naciones felices y dormidas, en Vardulia llegó al poder un hombre iluminado, ya que no de muchas luces. Lanzaba palabras ardientes al espacio libre y ellas, al caer sobre las cabezas de pueblo, le explicaban que había un destino histórico que cumplir y una exigencia racial que mantener.

El iluminado, cuando abandonaba los abstractos, era absolutamente preciso y escueto: quería Trevín. Muy posiblemente quisiera algo más al año siguiente pero, de momento, Vardulia sólo sería libre y feliz si metía mano a Trevín que, desafortunadamente, pertenecía a Austrigonia.

Los austrigones, aunque herederos de una brillante tradición militar, eran pacíficos comedores de cacahuetes, bebedores de refrescos y fumadores de tabaco rubio. No disponían de iluminados que los despeñaran por el destino pero, aún así, estaban encariñados con Trevín, un lugar lleno de panorámicas y muy ducho en la crianza y preparación del cordero.

El vecino ardiente sabía, sin embargo, que los condes de Trevín, en el Siglo XII, habían emparentado con la segunda dinastía de síndicos de Vardulia y, aunque el matrimonio no fue consumado por la debilidad sanguínea del primo del síndico Leocadio I pese a someterse al vino fuerte y a sahumerios aplicados por debajo del halda, el Papa lo declaró nulo tras cobrar varios miles de ducados—oro. Pero subsistía que por unos meses Trevín perteneció a la familia reinante en Vardulia. Había pues sobrados motivos para la reivindicación histórica.

—¡Venga ya! —dijeron los austrigones, muy divertidos con aquellas locuras y sin dejar de comer cacahuetes y de beber refrescos.

Fue una exclamación malhadada. Muy ofendido el iluminado, lanzó sobre Trevín varios batallones de soldados várdulos que creían firmemente en que, gracias a su arrojo, Vardulia sería más feliz y más libre.


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Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Por Amor al Joven César

Arturo Robsy


Cuento, Política


En algunos ambientes se extendió el uso —que a veces permanece— del laconismo falso, basado en el verdadero de José Antonio Primo de Rivera, cuando inició, entre aplausos, el que luego fue conocido como Discurso de Fundación de Falange, pronunciado en el Teatro de la Comedia, el 29 de Octubre de 1933, dijo así lo que llegó a ser tópico: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.»

Y José Antonio, negándolo, había hecho su «párrafo de gracias». Pero, inteligente, salido de la Facultad a los 18 años como abogado, no era lacónico. Pensador, debía comunicar los pensamientos y más los suyos, pura novedad en aquel mundo inmovilizado.

Sí, era sobrio. Nunca hablaba a humo de pajas ante su gente o las multitudes; nunca de él. Tenía algo que decir y lo hacía tanto con la palabra como con lo que se llamó «Estilo», concepto que al rodar hacia abajo ha acabado en «Look». Pero donde estaba José Antonio la gente pedía su voz, su idea, su perdón para aquel mundo que se moría. Tenía lo que hoy se diría «el valor de decir lo necesario», el mismo valor que nos falta.

Pero este libro a mi Joven César, debe empezar hermanando dos épocas, dos posiciones, mediante cuatro versos:

Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que José Antonio venía
a tocarme el corazón.


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Publicado el 15 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Qué Difícil Es Ser Dios

Arturo Robsy


Cuento


Sólo los que se aferran a la vida más de lo reglamentario creen que se les puede hacer una biopsia de puro trámite cuando se quejan de que un catarro no se les cura. Y, cuando en vez de una aspirina, les recetan veinte sesiones bajo el acelerador lineal, sólo los de piel de rinoceronte siguen creyendo que las cosas marchan bien.

Eduardo Libre, que soportaba desde niño las desventajas de un espíritu burlón, sonrió, de cara al médico:

—¿Y, a pesar de esto, cree que me curaré?

—Naturalmente.

Libre, que era de otra escuela de pensamiento más propensa a la acción, salió directamente hacia el banco y pidió un cartucho de monedas de cincuenta pesetas. Lo pagó y, con él en el puño, dio un formidable golpe en el mentón del guardia se seguridad de aquella desventurada sucursal. Ya tenía pistola y un total de veinticinco balas.

Cuando, además de cáncer, se tiene un arma de fuego con alguna munición, sobreviene un momento de optimismo. Aguzando el oído se oyen cánticos de aves. Quizá es pasajero, pero alivia la tensión.

De haberse enterado su médico, hombre de escasa psicología y de nómina profunda, hubiera pensado que los últimos manejos perseguían el fin de dotar a Eduardo de un pasaporte a la eternidad: rápido aunque ruidoso. Por eso se hubiera extrañado al ver como su cliente, lejos de perforarse el cráneo, se acomodaba en el escritorio e invertía su valioso tiempo en sumirse en los recuerdos.

Aspiraba a escribir en un blanco papel los nombres de quienes le hubieran perjudicado gravemente, para remitirlos al más allá como avanzadilla. Tenía la impresión de que su cáncer no era más que el resultado del cúmulo de injusticias sufridas y, católico ligeramente heterodoxo, pensaba hacer de Dios durante unos días, decidiendo sobre el destino de ciertos elementos perjudiciales para la salud.

—Juan Valls. —escribió.


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Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.

A la Medida

Arturo Robsy


Cuento


Desde Pirandello nadie se extraña de que los personajes de una supuesta ficción tengan vida propia. Desde Pirandello —repito— estamos acostumbrados a verlos vagar de escenario en escenario, a tropezárnoslos en las colas del cine o el autobús y a mezclar con los suyos nuestros problemas de hombres reales (por más irreal, demencial y absurda que sea nuestra existencia).

Mas antiguamente sucedía esto también, pero la gente no estaba dispuesta a admitirlo. Nadie tan vivo, tan de todos los días, como Hamlet (hijo de Shakespeare), como Sancho (de Cervantes), como Segismundo (de Calderón), como el doctor Fausto (de Goethe) sólo que Hamlet y Sancho, Segismundo y Fausto están vivos aún; todavía se les encuentra uno en las calles... Mientras que Shakespeare y Cervantes y Calderón y Goethe murieron hace mucho.

Que la obra sobrevive a su autor es cosa demostrada: viven las pirámides y no los faraones. Vive el Partenón y no Fidias. Vive el Moisés y no Miguel Ángel...

Con este prólogo por delante nadie quedará sorprendido por la historia que sigue, y mucho menos si está acostumbrado a las fantásticas noticias, a los monolíticos camelo que prensa, radio y televisión sirven, bien cocinaditos y sazonados, al público en general.

Allá por 1971, cuando todavía escribía por escribir (y no como ahora, que lo hago para enriquecerme), parí una historia que dejé inconclusa por una u otra razón. El cuento en sí quizá se merecía este tratamiento.

Tras los cuatro primeros folios perdí interés por el tema y lo abandoné sin preocuparme más. Preferí cambiarlo por un buen libro de Dino Buzzatti (maestro de cuentistas) y olvidarlo a continuación.

El argumento, hasta donde llegué, venía a ser el siguiente: en un dormitorio de muebles de castaño despiertan un hombre y una mujer.. Primero uno y luego otro, para dar tiempo a que el escritor los retrate con todo lujo de detalles.


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Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A Rey Muerto

Arturo Robsy


Cuento


Isaac Valls Pujol llegó a ser el Rey de la Bisutería. Cuando su fábrica española empezó a perder mercados a causa de la competencia oriental, tuvo arrestos para quemar sus naves: vendió, viajó a Taiwan y allí, juntando sus pesetas y los créditos del gobierno para la inversión, empezó a explotar a los chinos.

Tanto éxito tuvo que fue coronado Rey de la Bisutería mientras aquellos chinos, que no sabían lo que era un sindicato, trabajaban para él por una vigésima parte del salario de un español. Y dando las gracias.

Un mal día pasó la Estigia, meditando.

Dejaba tras él un imperio y un desasosiego. Sobre sus últimos momentos se había derramado la luz del entendimiento y tuvo tiempo para comprender que había despilfarrado su vida: no sólo no podía llevarse el fruto de sus explotaciones chinescas, sino que el resto de su equipaje para la eternidad era ridículo: un alma polvorienta y con telarañas a causa del desuso, y el dolor de ver como la humanidad seguiría portándose como él, como si la muerte no existiera, como si fuera posible embarcar las riquezas en un cohete y mandarlas, expresas, la cielo.

Su testamento tuvo, además, la virtud de aumentar las tiradas de la prensa sensacionalista: dejaba toda su fortuna china al hombre más bueno del mundo. No al mejor. Al más bueno, o sea, al que dispusiera de más bondad. Albaceas, un juez retirado y un fraile pobre como las ratas. El resultado, verdaderas peregrinaciones con memorandos que llevaban una detallada explicación del debe y el haber de la bondad de los aspirantes.

La humanidad, tan enorme, da mucho de sí: había héroes que salvaron cientos de vidas y humildes que cuidaron a su anciana madre con devoción y entrega. La prensa aireaba la bondad humana como antes exhibió la perversión o los desnudos. Para bien o para mal, la fortuna del Rey de la Bisutería, al hacerla rentable, despertaba interés hacia la santidad.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

¡Abajo la Vida!

Arturo Robsy


Cuento


Cuando Segismundo Flores — todavía quedan floridos Segismundo de caldernoniana memoria — cumplió los cincuenta años en compañía de todos sus dientes y todos sus cabellos, la gente empezó a murmurar en serio. Aquellos comentrios de la década anterior, que si qué bien te conservas, y por tí no pasan los años, qué tío, buenos para los cuarenta, a los cincuenta se hacían ácidos, más aún en boca de los otros cincuentones amigos, gorditos, calvitos, con alifafes y arrechuchos.

Pero Segismundo, ser humano de aceptable apariencia, seguía delgado, fuerte, con cutis terso en vez de pellejo surcado, sin enfermedades conocidas, optimista, con buenas digestiones y, lo que es peor y más indignante, con ilusión, sin amargura y sin necesidad de ser sarcástico.

Segismundo Flores era soltero, con esa difícil soltería que consiste en estar casado consigo mismo, obedenciéndose, soportándose, tolerándose y acompañándose sin caer en el egoísmo o en la neurosis. Se trataba, pues, de un matrimonio bien avenido en el que fugazmente habían entrado otras personas, algunas sonrientes y algunas malhumoradas, sin llegar a cambiar el buen equilibrio de Segismundo.

El hombre no era un campesino sanote y rubicundo, ni un naturista, ni un macrobiótico, si se me permite la grosería. No hacía trucos ni se dejaba llevar por más fe que la fe en Dios, ni por más doctrina que la de la Iglesia. No era higienista. No era deportista. El joggin, o carrerita, le dejaba impasiblwe y tampoco jugueteaba ni con plantas medicinales ni con fármacos mágicos, ni con las brujerías de la doctora Aslan.

Vamos, que era normal y no hacía nada del otro jueves, salvo seguir como siempre, es decir, joven, alegre y sano a los cincuenta años, cuando muchos de los de su quinta estaban fuera de la circulación.


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Publicado el 14 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Apuntes para el Cuadro "La Belleza del Verano"

Arturo Robsy


Cuento


El sol, desnudo como un niño, había tardado toda la mañana en subir a lo alto. Cansado y todo, irradiaba como era su obligación, instigado por el gremio de los hoteleros y por el de los alquiladores de sombrillas.

El buen astro, imbuido de la más pura ortodoxia democrática, irradiaba a todos por igual, sin pedirles copia de su declaración de la renta, sin preocuparse por cegar a un rico o por dar a un pobre el atezado de un capitán de yate.

Aunque Don José de Espronceda lo hubiera desaprobado, la luna no rielaba en el mar por hallarse fuera de turno. El sol, para cumplir con la imagen poética, sólo podría reverberar. El viento, ya dentro de su tradición, procuraba gemir en la lona de nylon de los "snipes" alquilados a tanto la hora. El tal viento, poco espabilado, no llevaba porcentaje a pesar de soplar a dos carrillos.

El mar, siempre al acecho, se colaba entre las piernas de las mujeres, arriesgándose a un juicio por violación. No obstante, si alguien preguntaba, daba a entender que él era La Mar.

Las avispas, en su eterna búsqueda de una gota de cocacola, aterrizaban en las brillantes tripitas de las jóvenes, emprendiendo exploraciones a las selvas del sur y a las montañas del norte. Al ser avispas, no sacaban excesivas ventajas de sus hallazgos, aunque solían comentar las vistas, con aire pícaro, de regreso al avispero.

Adelfas y arrayanes cercanos, conscientes de llevar un nombre unido a la tradición, insistían en perfumar el ambiente, gastando en ello casi todas las leyes de Mendel acumuladas durante el invierno.

Aerosoles y untes varios, sintiéndose agredidos, extendían su olor a aceite que, al caer sobre las carnes desnudas, daban al entorno un aroma de freiduría. La arena, siempre maliciosa, aprovechaba la extraordinaria ocasión para adherirse a la piel y, si la ocasión lo valía, hacer visitas de cortesía a los ojos.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Aquel que Era Patriota y No Entendía ni Torta

Arturo Robsy


Cuento


«Vale más dominar un mercado que disponer de una fábrica». Guglielmo Tagliacarne.


—¿Cuándo hemos estado mejor que ahora? —me decía aquel que era patriota y no entendía ni torta.

—Nunca.

—¡Ajá! —exclamaba satisfecho—. ¿Y cuándo hemos tenido tanta riqueza?

—Nunca fueron tan ricos los ricos y los pobres.

—¿Cómo? Un pobre de nuestros días vive mil veces mejor que Creso o Midas.

—Desde luego: ni Creso ni Midas se paseaban en autobús o pagaban el recibo de la luz.

Mi conocido, el falso patriota, se hincha como un balón y me mira sonriente, consciente de haberme demostrado ya las ventajas de nuestro tiempo. Compone con las manos un gesto de "¿se-puede-pedir-mas?" y me convida a tabaco.

—Los jóvenes —me dice con paternal confianza— no habéis conocido malos tiempos. No, no me refiero a la guerra...

(¡Menos mal! —pienso— ¡Menos mal!)

—Con hambre los problemas son mayores. Nada hay peor que un padre de familia que no tiene trabajo, porque no lo hay. Vosotros ya habéis vivido en la época de la abundancia y no recordáis las cartillas de racionamiento que tuvisteis de pequeños.

—No hay nada de malo en eso.

—Claro que no; claro que no —se repite para darme a entender que simpatiza con los jóvenes—. Yo creo en la juventud.

(¡Ay! Lo dice igual que cuando afirma creer en Dios, en el Mercado Común y en la Resurrección de la Carne. Nada hay peor que un hombre que cree en demasiadas cosas y no tiene tiempo para comprender ninguna).

—Sois —explica— nobles, abnegados, románticos. Os bullen las ilusiones y estáis dispuestos a sacrificaros por una buena causa. Idealistas: eso es.

(Continúa, pues, acumulando tópicos).

—Entonces...

—Nada... Salvo que, como no habéis conocido otros tiempos, os es muy fácil criticar a la ligera.


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Publicado el 26 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Armas Cargadas

Arturo Robsy


Cuento


Hoy llovió rojo y un vecino ha creído ser el hombre lobo. Su mujer pedía socorro corriendo por las escaleras y una anciana, a la puerta, decía "¡qué vergüenza, qué vergüenza!", y sonreía. Miseria de presagios.

En la calle un guardia me ha dado un papel: "Os engañan". Ya lo sé —le he dicho—. Nos engañan porque no hay más remedio. La verdad no existe.

—La verdad se ha muerto —ha respondido otro señor que llevaba el paraguas manchado de barro rojo-. Vengo del entierro —y se ha puesto a reír mientras tiraba el periódico a un mendigo joven que estaba mirando el cielo.

La señora que volvía con su gran cesta de la compra, se ha plantado delante del hombre pobre:

—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

Y un muchacho que lo veía todo, también ha repetido, mirando a la señora como con pena:

—¡Qué vergüenza!

Ir y venir es lo que más importa o, al menos, eso parece desde las calles, pero los mendigos suelen estar quietos y miran; son distintos, y uno no sabe nunca lo que ven los mendigos.

—Vemos gente —dicen misteriosamente— pero no nos importa: también la gente se quedará quieta un día u otro.

Nadie sabe adónde va el mundo, lo cual es cosa buena o mala, según. A alguna parte se encamina, lo veamos o no, y un día llegará a su destino y quizá entonces algo sabremos.

A la entrada de la Plaza Mayor, grupos de jóvenes están colgando letreros: "Manicomio". Todos les miramos distraídos y, como ellos ríen y bromean, nosotros hemos reído. ¿Manicomio? ¿Qué más dará?

Justo debajo hay un puesto de libros a mitad de precio, y gentes los remueven mientras leen los títulos.

—¿Tiene clásicos?


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Publicado el 30 de enero de 2025 por Edu Robsy.

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