Textos de Arturo Robsy | pág. 5

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autor: Arturo Robsy


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Aventura

Arturo Robsy


Cuento


Cuando Apolo era joven y andaba por las ciudades de Grecia estudiando medicina, su carácter admiraba a todos sus condiscípulos: reidor y alegre, no desdeñaba la última copa nocturna en la taberna oscura y pobre, ni el beso comprado a la puerta del burdel, ni la chirigota truhanesca en la persona de algún profesor despistado (por ejemplo, el de historia que, desde la última Olimpiada, tras la gripe asiática, tenía puesto un pie en la barca de Caronte).

Sin embargo Apolo también sabía ser serio cuando la ocasión lo requería y pasaba por el más correcto de los muchachos de su cuadrilla. Pasable atleta y mejor orador, acudía todos los días al ágora para instruirse con los discursos de los ciudadanos y, también, componer hermosos versos en honor de tal o cual muchacha que, por entonces, llenaba sus pensamientos.

Huelga decir que Apolo era un mozo bello y bien planteado, y que las niñas gozaban con su compañía por más que nunca dejaban de mirarle como a un juguete encantador, un lindo muñeco parlante lleno de sonrisas, pero frío. Y Apolo lo sabía y se entristecía en su corazón, porque él hubiera querido tener una novia como los demás, una mujercita cándida (o no) a la que contar sus pequeños desengaños de adolescente en estudios, sus enormes ideas de poeta joven y sus blancas ilusiones de dios en sazón.

Vivía de pensión con su hermana Diana, con la que compartía habitación, secretos y yantar, y, con ella también, salía de caza todos los festivos en busca del corzo descuidado o del jabalí poderoso; pero estas ocupaciones no bastaban a apagar los fuegos de su alma saltarina y si su hermana --irreductible virgen-- se conformaba con ligeros escarceos, él andaba necesitado de un amor profundo y verdadero que viniese a completar la paz de espíritu que sus versos le anticipaban.


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Publicado el 11 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Primeras Crónicas Populares del Viejo Buda

Arturo Robsy


Cuento


Buda ha sido, sin duda, uno de los cinco hombres que más han influido en el Pensamiento Universal. Yo, como el doscientos por cien de los españoles, al pensar en Buda imaginaba estatuas con enormes brazos debajo del vientre, piedras con la pátina de la edad, exóticos nombres como Yokohama... Pero la resonancia de Buda fue tal que el pueblo —su pueblo— se le apoderó de la figura para transplantarla a una mitología del más puro sabor popular.

Martin Hoenülher tradujo al bávaro una pequeña colección de Máximas de Buda oídas a los nativos (mientras comían con curry) durante su viaje a La India en 1837. He tomado nota de algunas de ellas, porque el lector menorquín merece sonreír un poco y meditar otro poco ante estas perlas de sabiduría popular, tan parecidas algunas a nuestro refranero.

Retrato de Buda

Era un viejecito —no un hombre viejo— miope, profundamente alegre, con el vicio de inclinar la cabeza para escuchar (quizá a causa de una sordera no confesada), el de tomarse seriamente las cosas serias y el de sonreír por encima de todo. Pasó la vida recorriendo el mundo, hablando lo imprescindible y meditando. Al contrario que muchos pensadores occidentales, él no encontró amargura en el poso de las cosas, ni se inclinó por la crítica acerba.

—Vivir, como morir —dijo en los últimos golpes de la agonía— sólo tiene un inconveniente: la espera.

Anduvo muchos caminos Buda. Se adentró en mil nuevas fronteras y su ingenio (mucho más castizo de lo que el lector pueda imaginar) quedó ahí, a la vista de todos, dando definitiva y precisa fe de cómo se puede ser santo sin pasar por tonto.

(¡Ah, estos hindúes! Si un día se comen las vacas no sabrán qué hacer con tanto cuerno).

Primera serie

(Máximas Cortas. By Martin Hoenzülher. Edición en bávaro de 1838)

(Reinaba Chundraguptha)


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Publicado el 11 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Picasso y las Ranas

Arturo Robsy


Cuento


La soledad tiene un feo nombre: aburrimiento.

—Klag Underwood

I. Picasso

Murió Picasso. Todo un tiempo ha muerto.

Era un ensayo de eternidad. Un andaluz universal cocinado a la francesa con salsas catalanas.

Un viso, quizá, su muerte. Un aviso para todos los que nos habíamos acostumbrado al siempre de Picasso. Cuando yo nací él era ya viejo. Cuando nació mi padre había superado el cubismo. Cuando nació mi abuelo Picasso tenía una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid con "Ciencia y Caridad". Así pues, Picasso era eterno; de ahí el dolor de verle desaparecer llevándose entre sus manos yertas noventa y un años, cinco meses y dieciocho días de arte, recuerdos y enormidad.

No dicen ahora que Picasso era español. Ya lo sabíamos. Hasta él lo supo de siempre. Lástima que España se interesa por el hombre hecho, no por el que se hace y en este sentido, Picasso seguirá del otro lado de la frontera porque si bien se le acabó el metabolismo, su obra continúa en movimiento, repitiendo una y otra vez el volubre genio creador del malagueño éste que se nos ha muerto en Mougins.

Con mi homenaje, la anécdota (sólo que la muerte jamás debiera ser ocasión de aplausos).

Sonaba la televisión en un bar cualquiera. En las mesas cercanas hombres jóvenes jugaban al dominó. Bebían café y coñac y hasta cerveza, según los gustos. El camarero iba y venía por entre el estruendo iba y venía por entre el estruendo de las fichas, golpeando de plano en las mesas, los gritos y las expresiones de júbilo con que los ciudadanos victoriosos celebraban su habilidad.


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Publicado el 11 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Es Gorg d'Albranca

Arturo Robsy


Cuento


Es Gord d'Albranca

leyenda moruna

La nuestra, Menorca, es una tierra de amplias resonancias islámicas que dejaron, además de puntos esenciales en nuestro carácter, bellas leyendas que nosotros conservamos.

Una de ellas es esta de Es Gorg d'Albranca, que nos ha llegado, quizá, un poco transformada en lo que se refiere a su valor primitivo.

Examinándola detenidamente nos damos cuenta de lo extraño de la actitud de un padre, el Rey Moro de Ses Coves Gardes, que arroja a la Hoya del terrente a su hija "casadera". Aquellos que son padres y, más aún, aquellos que tienen hijas casaderas que les piden dinero "para esto" o "para lo otro", que les aburren con las descripciones detalladas de "lo que llevaba Puri" o "el coche tan fantástico que se ha comprado Gabriel (Biel)", comprenderán muy bien lo lógico de un padre que no permita casarse a su hija. Otros lectores, impuestos en la sociedad y la cultura islámica de aquellos siglos, observarán otra contradicción todavía más chocante: su significación económica.

"Para un padre moro (al contrario que ahora) tener una hija era un interesante negocio de compraventa, muy semejante al de un tratante. Desde su nacimiento hasta los trece años (a veces también antes) las moritas se encargaban de arreglar la casa, cocinar, lavar los platos y demás asuntos femeninos solo en las horas libres que les dejaban las faenas del campo, donde trabajaban como uno (o una) más. Esto hacía que amortizasen con creces lo que se comían y los sacos con los que tapaban su cuerpo. Llegados a la pubertad, su padre les regalaba un velo y las llevaba, cuidadosamente envueltas, de visita a la casa de un vecino. Allí se ultimaban las conversaciones y se firmaba el contrato, pues es sabido que los vecinos no se cansaban nunca de contraer matrimonio".


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Publicado el 10 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Cuento de la Puñeta

Arturo Robsy


Cuento


Soy un hombre del camino: mi oficio es el más viejo, que, según dicen los letrados, la gente, antes de afincarse y poner casas en los campos sembrados, iba de lado a lado con sus cosas y se le daba una higa el asunto del municipio, la luz, las alcantarillas o el Alcalde.

Verán: soy un hombre pobre, pero respetuoso. Aquí, a mi lado, tengo mis riquezas (que lo son realmente) y con ellas voy de acá para allá malviviendo el tiempo. Si alguien me preguntara (que nadie lo hace, claro) le contestaría que no busco la felicidad. Estoy bien así; no me sobra nada y, como me faltan muchas cosas, pues tengo todavía ilusiones. No como Miguel, mi primo, que tiene coche y televisión y viste de corbata. Tampoco él es feliz, naturalmente, pero, además, para pagarse el coche y el televisor y la mujer y las corbatas se pasa todo el día amarrado al trabajo, tanto que, para consolarse, va diciendo que el trabajo dignifica y eleva y da prestigio, cuando la verdad es que el trabajo sólo cansa y pone de mal humor y acorta la vida. Lo demás, las morales de faena, son artimañas inventadas por los que hacen trabajar a tipos como mi primo, y por mi primo mismo, que no quiere pensar que es un fracasado.

¿Por dónde iba? Sí, que mis riquezas están aquí, conmigo: mi bicicleta, las alforjas con el pan; el espejo, el peine y la maquinilla; mis cigarrillos y el tabardo. Y, en el bolsillo, el tintineo de las últimas monedas. En un pueblo de los cercanos trabajaré una chispita y ¡a vivir! Ahora es el tiempo de la siega y siempre hacen falta jornaleros pese a los tractores y demás, que hay cosas que sólo un hombre puede hacer, como dar lumbre al pitillo del capataz o comentarle que, gracias a Dios, no vendrá la lluvia mientras las gavillas estén sobre la tierra.


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Publicado el 20 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Floresta Varia de Añagazas, Industrias y Trápalas (II)

Arturo Robsy


Cuento


—De cómo las experiencias dan de todo menos experiencia.

—De cómo unos quieren vivir en paz y otros no les dejan.

—De como cuanto más se mira menos se ve la solución, e inútilmente se indignan los buenos hombres y las mujeres buenas.

—De cómo, después de todo, Dios premiará a los buenos y castigará a los malos pero, desgraciadamente, demasiado tarde.


(Nuevas confidencias)


Primer caro. De casas con truco.

Don Juan tiene un solar grande y desea hacerse una buena casa. Y he aquí que acude a Rafael (el mismo Rafael de otras veces), que le dice que de allí le saldrá un palacio más que una casa y, naturalmente, la cabeza de don Juan se llena de alegres perspectivas.

Llega el aparejador y toma las medidas. Después, habla con don Juan y deciden como quiere la casa y con cuántas habitaciones. A su debido tiempo los planos están listos: no son —desde luego— los que corresponderían a un palacio, pero puede pasar, salvo...

—¿Por qué es tan grande el patio? —pregunta Don Juan.

El aparejador (porque el arquitecto no ha aparecido a causa del trabajo) explica que hubo un error en la interpretación de las medidas (no explica de quién, pero don Juan lo sospecha) y que se les perdió un metro.

—Pero no merece la pena cambiarlo todo por un metro —dice—. Así queda muy bien y el patio, al ser mayo, tendrá más sol.

Don Juan no tiene ganas de enfadarse. Y, además, ¿qué importa un metro? Los futuros inquilinos saldrán ganando y los niños lo agradecerán, ¿o no?

Los planos caen en las manos de Rafael que, según su costumbre, pone a tres de sus peones en la obra y se marcha sabe-Dios-hacia-donde; en todo caso a un lugar desde el que no se pueda vigilar la construcción.


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Publicado el 16 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Anselmo

Arturo Robsy


Cuento


Cuando debo hablar de don Anselo algo más que las palabras quisiera tener a mi disposición; tal vez, una cinta con su voz grabada, llena de temblores y de gallos, porque don Anselmo era de esas personas únicas que desafinan incluso al hablar.

Pero, quizá, lo mejor fuera poseer sus fotos, enseñar esas cartulinas donde reposaba aquel hombrecillo enteco y desnutrido, convertido por el destino en apenas un par de ojos de mirar tranquilo y pausado. Usaba, usó, un bigotillo indescifrable y amarillento y, en todo caso, nadie llegó a darse cuenta de que se lo afeitara, porque don Anselmo era tan gris y tan arrugado como su traje cruzado con brillos en los codos y en el fondillo de los pantalones.

Y en sus fotografías, si las vieran ustedes, observarían que aparece siempre solo, porque don Anselmo nunca atrajo la atención de una mujer, salvo de la patrona de su pensión, cuando estaba de auxiliar de bibliotecario en la capital de la provincia, y de la Remedios, hembra garrida que, una vez al mes, escuchaba las penas del caballero a cambio de una pequeña retribución. Don Anselmo la llamaba en la intimida su "Freud Ignorante", y la Remedios sonreía convencida de que aquello tenía que ser una procacidad muy grande, muy grande; por otra parte, la única que el buen hombre se permitía en sus tratos con ella.

Don Anselmo era un soltero viejo, no un solterón, pues Dios le había desprovisto de toda picardía y de las demás cualidades que se precisan para llegar a ser un bon vivant solitario y satisfecho.


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Publicado el 12 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Floresta Varia de Añagazas, Industrias y Trápalas

Arturo Robsy


Cuento


—De cómo roban dineros honradas gentes sin conciencia.

—De cómo los despojados imaginan que ésta es la justicia en el valor fácil de las estampas.

—De cómo aún es mayor el dolor de ser víctima que aquel que se sigue del dinero perdido.

—De cómo hombres y mujeres de nuestras tierras sufren estas cosas en silencio.


(Confidencia de amigos)


Primer caso. De tocamientos, magnetófonos y etcéteras

Tenía un magnetófono aquel muchacho. Un Sanyo, según su denominación comercial. Un valiente aparato con más de seis años de antigüedad que siempre funcionó a las mil maravillas... Siempre es un decir, porque las cosas fueron solo bien hasta que se compró un transformador, para que el cacharrito no acabara con tanta y tanta batería.

Funcionó con él quince minutos exactos y, en consecuencia, mi muchacho fue a cambiarlo al comercio, comercio, además, donde se compró el magnetófono. Con el nuevo transformador estuvo en marcha otro cuarto de hora. ¡Bien! Algo se había conseguido: el error estaba en el Sanyo y no en otra parte.

Hete aquí que el muuchacho vuelve al comercio y explica a una niña muy mona el asunto. Se enchufa el magnetófono y, al cuarto de hora, ¡cras!, la aguja que marca la batería cae y las canciones suenan como barritar de elefante en celo.

Sí, sí; de acuerdo. Cosa fácil... Vuelva usted dentro de un par de semanas. Por entonces habremos curado su cacharrito. Y él, hombre desconfiado, regresa al cabo de veinte días para dar más tiempo. Le entregan su aparato muy bien envuelto en papel de colores y le cobran ciento y pico de sus mejores pesetas.


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Publicado el 11 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Esta noche es Noche Buena!

Arturo Robsy


Cuento


Él acaba de llegar. Ha abierto la puerta, que chirría débilmente, y ha dejado caer el fardelillo con la ropa, pobre ropa de faena, sobre la silla. De la cocina le llega la voz de María:

—¿Eres tú, Pedro?

¡Estas mujeres! Él ya no hace mucho caso de esas preguntas que son una costumbre irremediable: ¿Eres tú? ¿A qué hora te levantarás mañana? ¡Como si él pudiera elegirla! Todos los días, María, todos los días igual: a las seis menos cuarto el despertar y a las seis, en el bar, a tomar el cafelito y, si entra, la copichuela de cazalla para entibiar el cuerpo congelado y somnoliento. ¿Es que, acaso, hay elección, María?

Pero, claro, ellos ya no hablan de estas cosas: se las saben demasiado bien para querer explicarlas de nuevo. Por eso, Pedro ha dicho solamente "Hola", y se ha ido al cuartucho que les sirve de baño a quitarse tanta mugre y tierra como ha acumulado en la jornada. El mismo pelo lleva blanco de chispas de polvo. Y la piel renegrida, con la tierra y el cemento pegados al sudor, porque Pedro es albañil; bueno, un poco menos: Pedro es un peón y, ahí, no está de Dios que salga.

Se lava. Se frota bien con el jabón gordo y se restriega con la toalla que sirve para eso exclusivamente: para enrojecerle el cuero cada noche, cuando ha terminado. También se echa algo de colonia en los sobacos, de esa colonia que vendían, por garrafas, en una baratura: hace ya tres años.

La mujer entonces le tiene ya lista la cena. Humean los platos y llenan la habitación de un calorcillo de hogar que recuerda aquellas otras cenas, de niños, con papá y mamá, cuando se guardaba silencio en la mesa y el padre, al acabar, encendía parsimoniosamente el pitillo recién liado y gruñía tristemente: ¿Os ha gustado la comida, niños?


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Publicado el 10 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hombre que No Hacía Sombra

Arturo Robsy


Cuento


El sol es un astro enteramente neutral, al menos, eso dicen los astrónomos: todo lo más tiene unas ridículas manchitas y períodos de turbulencia cada once años: nada que le pueda comprometer. Los griegos, sin embargo, pensaban de otra modo: Apolo, que conducía el carro del sol, también lanzaba las flechas de la peste y, en ocasiones, se enfadaba como un demonio y era de temer. Los griegos era un pueblo observador. No diré que tuvieran razón, no, pero sí ojo clínico y talento para explicar las cosas en lugar de hacerse telescopios. Cerebros de primer orden estos griegos.

Mi experiencia es más reducida. Yo viene al mundo con un pan debajo del brazo, pero, una vez que me lo hube terminado, tuve que espabilarme para continuar en la brecha. Verán: la humanidad es variopinta (como dice un poeta que rima Francia con fragancia) y tú cuando naces, es como si te sometieras a un sorteo. O, al revés, quienes acuden a la rifa son tus padres. Naces rubio y las cosas van bien; naces moreno o alto o delgado o fornido, o listo o matemático, o atleta, o guapo y tampoco tienes que preguntarte: las cosas siguen bien. Pero también hay otros aspectos y puedes emerger cojo, o tuerto, o enano, o místico, o poeta, o jorobado, o estrábico, o zoquete, o ambiguo, y, entonces, da lo mismo que te preocupes o no: las cosas van pésimas y no tienen solución. ¿Comprenden el juguete? Son asuntos de la Naturaleza y la Naturaleza es sabia. Nosotros, no, ya que no conseguimos entenderla. En todo caso, los perfectos aman la perfección. Y los imperfectos también si les dejan los otros. Los griegos, los espartanos, vuelven a ser ejemplo por aquel viejo asunto del Taigeto, por donde despeñan a todo quisque que no nacía en perfecto estado de revista.


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Publicado el 9 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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