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Nuestro Amigo Común

Charles Dickens


Novela


Libro primero. Entre la copa y el labio

Capítulo I. Ojo avizor

En esta época nuestra, aunque no sea necesario precisar el año exacto, un bote de aspecto sucio y poco honorable, con dos figuras en él, flotaba sobre el Támesis, entre el Southwark Bridge, que es de hierro, y el London Bridge, que es de piedra, cuando una tarde de otoño tocaba a su fin.

Las figuras que se veían en el bote eran la de un hombre recio, de pelo desgreñado y entrecano y la cara bronceada por el sol, y la de una muchacha morena de diecinueve o veinte años, que se le parecía lo bastante como para poder identificarla como su hija. La chica remaba, manejando un par de espadillas con suma facilidad; el hombre, con las cuerdas del timón inertes en sus manos, y las manos abandonadas en la pretina, estaba ojo avizor. No llevaba red, ni anzuelo, ni sedal, y no podía ser un pescador; su bote no tenía cojín para pasajero, ni pintura, ni inscripción, ni más accesorio que un oxidado bichero y un rollo de cuerda, y él no podía ser un marinero; su bote era demasiado frágil y demasiado pequeño para dedicarse a labores de reparto, y no podía ser un transporte de mercancía ni de pasajeros; no había indicio de qué podía estar buscando, pero buscaba algo, pues su mirada era de lo más escrutadora. La marea, que había cambiado hacía una hora, ahora iba a la baja, y sus ojos observaban cada remolino y cada fuerte corriente de la amplia extensión de agua a medida que el bote avanzaba ligeramente de proa contra la marea, o le enfrentaba la popa, según él le indicara a su hija con un movimiento de cabeza. Ella observaba la cara del padre con tanta fijeza como él el río. Pero en la intensidad de la muchacha había una nota de temor u horror.


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1.067 págs. / 1 día, 7 horas, 8 minutos / 672 visitas.

Publicado el 6 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Pequeña Dorrit

Charles Dickens


Novela


Prólogo a la edición de 1857

He dedicado a esta historia muchas horas de trabajo a lo largo de dos años. Muy mal las habría empleado si no pudiera dejar que sus méritos y defectos, en conjunto, hablaran por sí mismos al lector. Pero del mismo modo que no deja de ser razonable suponer que he prestado una atención más constante a los hilos que la recorren que la que haya podido prestarles nadie en el curso de su publicación intermitente, también es razonable pedir que se contemple como una obra completa y con el dibujo terminado.

Si tuviera que disculparme por las ficciones exageradas relacionadas con los Barnacle y el Negociado de Circunloquios, buscaría en la experiencia común de cualquier inglés y no me atrevería a mencionar el hecho irrelevante de que yo mismo falté a los buenos modales en los tiempos de la guerra con Rusia y del Tribunal Militar de Chelsea. Si tuviera la osadía de defender a un personaje tan extravagante como el señor Merdle, insinuaría que está inspirado en la época de las acciones ferroviarias, en los tiempos de determinado banco irlandés y en un par de empresas más igualmente admirables. Si tuviera que alegar algo para atenuar la absurda fantasía de que a veces una mala intención se presenta como buena y de carácter religioso, señalaría la curiosa coincidencia que ha llegado a su clímax en estas páginas en los días del examen público de los anteriores directores de determinado Banco Real Británico. Pero me someto a juicio en todos estos asuntos, si fuera necesario, y aceptaré el testimonio (procedente de una autoridad contrastada) de que nada semejante ha sucedido nunca en este país.


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1.087 págs. / 1 día, 7 horas, 42 minutos / 280 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Charles Dickens


Cuento


PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espí­ritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmi­go. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.

Su fiel amigo y servidor,

Diciembre de 1843

CHARLES DICKENS

PRIMERA ESTROFA. EL FANTASMA DE MARLEY

Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la me­nor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propieta­rio de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había fir­mado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa­reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ances­tros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por con­siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley es­taba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamenta­rio, su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemni­zado por él a precio de ganga.


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93 págs. / 2 horas, 43 minutos / 463 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Raspa Mágica

Charles Dickens


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una reina; él era el más viril de los hombres, y ella la más hermosa de las mujeres. La profesión del rey era funcionario. El padre de la reina había sido médico en otra ciudad.

Tenían diecinueve hijos y no paraban de tener más. Diecisiete de los niños cuidaban del bebé; y Alicia, la mayor, cuidaba de todos. Sus edades iban desde los siete años a los siete meses.

Pero sigamos con nuestra historia.

Un día el rey iba camino de la oficina cuando se detuvo en la pescadería para comprar una libra y media de salmón —pero no de la parte de la cola— que la reina (una prudente ama de casa) quería que le enviaran. El Sr. Pickles, el pescadero, dijo:

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más? Buenos días.

El rey continuó melancólico hacia la oficina, porque faltaba mucho para el día de cobro trimestral y a varios de sus queridos hijos la ropa se les quedaba pequeña. No se había alejado mucho cuando el chico de los recados del Sr. Pickles llegó corriendo en su busca y le dijo:

—Señor, no se ha fijado usted en la anciana dama que estaba en la tienda.

—¿Qué anciana dama? —preguntó el rey— Yo no vi ninguna.

El rey no había visto a la anciana porque, para él, la anciana era invisible, aunque el chico del Sr. Pickles sí la veía. Probablemente porque ensuciaba y salpicaba con el agua, en la que dejaba caer los lenguados con violencia, de tal manera que si la dama no hubiese resultado visible para él, le habría estropeado la ropa.

En ese momento la anciana llegó corriendo. Su vestido era de seda tornasolada de una calidad magnífica, y olía a lavanda seca.

—¿Es usted el rey Watkins I? —preguntó la anciana.

—Me llamo Watkins, sí —respondió el rey.

—Padre, si no me equivoco, de la hermosa princesa Alicia —afirmó la dama.

—Y de otras dieciocho preciosidades más —replicó el rey.


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11 págs. / 20 minutos / 268 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Tienda de Antigüedades

Charles Dickens


Novela


Al señor don Samuel Rogers

Estimado señor.

Permítame que asocie mis «placeres de la memoria» a este libro dedicándolo a un poeta cuyos escritos (como todo el mundo sabe) rebosan sentimientos generosos y sinceros, y a un hombre cuya vida cotidiana (como no todo el mundo sabe) es igualmente pródiga en simpatía y compasión hacia los más pobres y humildes de su especie.

Su siempre fiel amigo,

Charles Dickens

Prólogo de 1841

Un autor —dice Fielding en su introducción a Tom Jones— no debería compararse con quien ofrece un banquete con fines benéficos, sino con quien regenta una fonda en la que es bien recibida cualquier persona dispuesta a pagar. Quien paga por lo que come puede exigir que se gratifique su paladar, por exquisito y antojadizo que este sea; y si lo ofrecido no le resulta agradable, tendrá derecho a censurar, quejarse y maldecir la comida cuanto se le antoje.

»Para impedir, pues, que los clientes se sientan ofendidos ante semejante decepción, es costumbre entre los hospederos honrados y juiciosos ofrecer una minuta que todos puedan consultar al entrar en la fonda. Enterados, así, de lo que les espera, pueden o bien quedarse y ser obsequiados con lo que se les ofrece o bien marcharse a algún otro lugar más acorde con su gusto».


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Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Fantasmas de Navidad

Charles Dickens


Cuento


Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo. Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.


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8 págs. / 14 minutos / 746 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Velo Negro

Charles Dickens


Cuento


Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas —unas catorce por día— en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

—¡Una señora, señor, una señora! —exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.

—¿Qué señora? —exclamó nuestro amigo, medio dormido—. ¿Qué señora? ¿Dónde?


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11 págs. / 20 minutos / 804 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Auxiliar de la Parroquia

Charles Dickens


Cuento


Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.


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9 págs. / 17 minutos / 257 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Guardabarrera

Charles Dickens


Cuento


—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! Cuando oyó la voz que así le llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

—¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él.


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Publicado el 22 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Presidente del Jurado

Charles Dickens


Cuento


Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre.

Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó —o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna— del hombre que después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.

Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.

Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.


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12 págs. / 22 minutos / 134 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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