A una amiga
I
Momo, Arlequín y Pulcinella, grandes chambelanes de S.M. Pierrot IV, 
hacían inauditos esfuerzos para distraer la inmensa e inexplicable 
tristeza del rey.
—¿Qué tiene su majestad? —era la pregunta que, llenos de estupor, se 
hacían unos a otros los cortesanos. Fue en vano que las sotas de oros, 
de copas, de espadas y de bastos, ministros del rey, intentaran mil 
diversiones para disipar su misteriosa congoja: el gorro de Pierrot ya 
no se agitaba alegremente haciendo sonar los cascabeles de oro. Ni 
Colombina cuando saltaba en su jaca blanca, a través del aro de papel, 
lograba conmover la apatía del pobre monarca.
—No hay duda de que el rey está enamorado… ¿pero de quién? —se preguntaban los palaciegos.
Pierrot subía todas las noches a la terraza y pasaba allí largas 
horas contemplando el cielo y sumido en incomprensible éxtasis. Pasada 
la medianoche iba a su alcoba a acostarse; en el vestíbulo encontraba a 
Colombina, quien le aguardaba con la esperanza de que Pierrot la 
arrojara el pañuelo al pasar. El rey parecía ignorar hasta el uso de 
esta prenda, y cruzaba ante la hermosa con la mayor indiferencia. Toda 
la noche se la pasaba Colombina llorando como una loca, y al día 
siguiente formaba un escándalo en palacio, azotaba a sus perros sabios, 
abofeteaba los pajes, consultaba la buenaventura los gitanos, hablaba de
 incendiar el palacio y comerse una caja de cerillas, se desmayaba cada 
cinco minutos, y concluía por encerrarse en sus habitaciones, en donde 
se emborrachaba con champaña y kirschenwasser.
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