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La Cuarta Plaga

Edgar Wallace


Novela


Prólogo

Al sur de Florencia, a unas sesenta millas y a una distancia de casi tres veces igual del oeste de Roma sobre tres colinas, está enclavada Siena, la más uniforme de todas las ciudades de Toscana.

En el Terzo de Cittá, ignoro en qué región, está el palacio Festini.

Se encuentra en un lugar apartado; es de magnificencia suntuosa al par que solemne, y como data de la época del contiguo Baptisterio de San Giovanni, viene a ser como un resto desmoronado y severo de aquel sagrado edificio, que en un gesto de rebeldía ha querido subsistir para ir destruyéndose a su placer.

Aquí, con una grandeza ruin, moraban los Festini, quienes se decían ser descendientes nada menos que de Guido Novello, del cual escribió Compagni, el archiapologista: «El conte Guido non aspettó il fine, una senza dare colpo di spada, si parti».

Los Festini eran una familia cuyo nombre oía la nobleza italiana con expresión imperturbable. Si optabais por alabarlos, se produciría un asentimiento cortés, o si los condenabais, seríais oídos en silencio; pero si inquiríais respecto a su situación jerárquica, podéis tener la seguridad que, desde Roma hasta Milán, vuestra pregunta tropezaría con un inmediato, cuando no invariable, cambio de tema.

Los Festini, cualesquiera que fuesen sus relaciones con Guido «el Cobarde», en realidad llevaban a cabo los procedimientos de los Polomei, los Salvani, los Ponzi, los Piccolomino y los Forteguerri.

Las venganzas de la Edad Media revivieron y fueron mantenidas por estos productos de la civilización del siglo XIX, y el viejo Salvani Festini es bien notorio que había sobrepasado el límite prescrito para los agravios de su propia familia y se había aliado, ya activamente o por simpatía, con toda sociedad que amenazase al buen gobierno de Italia.


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187 págs. / 5 horas, 27 minutos / 82 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Puerta de las Siete Cerraduras

Edgar Wallace


Novela


I

El último trabajo oficial (según creía él) de Dick Martin era el de encontrar a Lew Pheeney quien se suponía complicado en el robo de la Banca Helborough. Y le halló en un pequeño restaura del Soho, en el preciso momento en que terminaba de tomar café.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lew en tono despreocupado, mientras cogía el sombrero.

—El inspector quiere hablar contigo acerca del asunto Helborough—respondió Dick.

Lew arrugó las narices en expresivo gesto de satisfacción.

—¡El asunto Helborough! —exclamó desdeñosamente—. No me ocupo de los negocios de Banca. Creía que lo sabía usted. ¿Qué hace usted aún la Policía, mister Martin? Me han dicho que tiene usted dinero y que se separa del servicio.

—En efecto; tú eres mi último trabajo.

—Pues en este último salto, ha caído usted, demasiado mal. ¡He combinado cuarenta y cinco coartadas! ¿Le sorprendo; mister Martin? Ya sabe usted que no doy golpes de Banco. Mi especialidad son las cerraduras.

—¿Qué hacías el martes a las diez de la noche?

—Si se lo dijese a usted, creería que le estaba mintiendo.

—Vamos a verlo —insistió Dick, clavándole la mirada centelleante de sus ojos azules.

Lew tardó un momento en hablar. Calculaba los peligros de ser demasiado franco. Pero, una vez resuelto, terminó por decir la verdad.

—Esa noche y en esa hora realicé un trabajo particular. Un trabajo del que no quiero decir nada. Un poco sucio, pero en el fondo honrado.

—¿Y te pagaron bien? —preguntó Dick sonriente e incrédulo.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 241 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo del Norte

Edgar Wallace


Novela


Capítulo I

El vagabundo aquel parecía menos inofensivo de lo que todos suelen ser, y más peligroso, porque estaba jugando con una impresionante pistola automática, tirándola con una mano y cogiéndola con la otra, balanceándola con el gatillo sostenido en el índice, mientras la miraba inclinarse a un lado y a otro, o dejándola, deslizarse entre las manos hasta que el cañón apuntaba al suelo. La pistola era como un juguete; no podía apartar de ella sus ojos ni sus manos, y cuando cansado de la diversión, se la metió en un bolsillo de sus destrozados pantalones, la desaparición fue momentánea. De nuevo la sacó para agitarla y darle vueltas.

—¡Esto no puede ser! —dijo en voz alta, no sólo una vez, sino varias, mientras se entretenía.

Indudablemente era inglés, y lo que un vagabundo inglés hacia en los arrabales de Littleburg, en el estado de Nueva York, es cosa que requiere una explicación, que de momento no se da.

No era una persona atrayente, aun del modo que los vagabundos suelen serlo. Tenía la cara arañada y sucia, llevaba barba de una semana y en un ojo se notaban las huellas de un puñetazo propinado por un compañero, a quien había despertado en momento inoportuno. Podía explicar la hinchazón del rostro por una intoxicación; pero nadie tenía interés en preguntárselo. Su camisa, sin cuello, estaba manchada; lo que quería ser una chaqueta tenía por bolsillos hendiduras sin fondo; y echado para atrás, mientras manejaba la pistola, sostenía en la cabeza un sombrero viejo, deformado y con la cinta comida por las ratas.

—¡Esto no puede ser!—dijo el vagabundo, que se llamaba Robin. La pistola se le fue de las manos y cayó a sus pies. Exclamó: «¡Uf!», y se frotó el dedo que asomaba por debajo del zapato.

Alguien cruzaba el bosquecillo. Se metió la pistola en el bolsillo y acercándose sigilosamente a unos arbustos, se echó a tierra.


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168 págs. / 4 horas, 55 minutos / 79 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre que No Era Nadie

Edgar Wallace


Novela


1. Una carta misteriosa

Bien, ¡ya le has cazado! ¿Que piensas de él? Los labios delgados de August Javot esbozaron una cínica sonrisa, mientras contemplaba el espectáculo. La confusión reinaba en el pequeño gabinete; los muebles habían sido arrimados a las paredes, a fin de dejar a los bailarines un poco más de espacio. La mano de un borracho había arrancado un aplique eléctrico de un tabique, y un gran jarrón de lilas blancas había sido roto y arrojado al suelo, donde yacía, formando un montón de trozos de china y flores deshojadas. En un rincón de la estancia lanzaba sus notas mecánicas una pianos, y media docena de parejas se movían al compás de un pasodoble, dando pasos vacilantes entre una babel de risas y chillidos histéricos.

La hermosa muchacha que estaba al lado de August Javot paseó la mirada por la habitación; y detuvo los ojos en un joven enrojecido, que en aquel momento trataba de sostenerse en el aire con las manos apoyadas en la pared, animado por los ensordecedores gritos de otro, que parecía algo más sereno que el acróbata improvisado.

Alma Trebizond levantó ligerísimamente las cejas; y se volvió para mirar a Javot.

—No se puede escoger —dijo con aire de satisfacción—, ¿no le parece? Pero es un baronet del Reino Unido y tiene una renta de cuarenta mil libras al año.

—Y el collar de diamantes de los Tynewood —murmuró Javot—. Será una cosa original verte con cien mil libras en diamantes alrededor de tu lindo cuello, querida.

La muchacha lanzó un largo suspiro, como persona que se ha atrevido a mucho y que ha alcanzado más de lo que esperaba.

—Todo ha ido mejor de lo que yo creía —dijo, y añadió—: He puesto un anuncio en los periódicos.

Javot la miró fijamente. Era un hombre de rostro delgado, anguloso, algo calvo. Sus ojos parecían los de un halcón, cuando se volvió hacia la joven para observarla con seriedad.


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136 págs. / 3 horas, 58 minutos / 178 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hombres Justos

Edgar Wallace


Novela


Prologo. El oficio de Terrí

Si, partiendo de la Plaza de Mina, bajáis la estrecha calle donde, de diez a cuatro, pende indolentemente la gran bandera del consulado de los Estados Unidos; cruzáis la plaza donde se alza el Hotel de Francia, rodeáis la iglesia de Nuestra Señora y proseguís a lo largo de la pulcra y estrecha vía pública que es la arteria principal de Cádiz, llegaréis al Café de las Naciones.

A las cinco suele haber pocos clientes en el amplio local sostenido por columnas, y generalmente las redondas mesitas que obstruyen la acera frente a sus puertas permanecen desocupadas.

El verano pasado (en el año del hambre) cuatro hombres sentados en torno a una de las mesas hablaban de negocios.

León González era uno, Poiccart otro, George Manfred era un notable tercero, y Terrí, o Saimont, era el cuarto.

De este cuarteto, únicamente Terrí no requiere ser presentado al estudioso de historia contemporánea. Su historial se encuentra archivado en el Departamento de Asuntos Públicos. Allí está registrado como Terrí, alias Saimont.

Podéis, si sois inquisitivos y obtenéis el permiso necesario, examinar fotografías que lo presentan en dieciocho posturas: con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, de frente, con barba de tres días, de perfil, con…, pero ¿para qué enumerarlas todas?

Hay también fotografías de sus orejas (de fealdad repelente, parecidas a las de los murciélagos) y una larga y bien documentada historia de su vida.

El señor Paolo Mantegazza, director del Museo Nacional de Antropología de Florencia, ha hecho a Terrí el honor de incluirlo en su admirable obra (véase el capítulo sobre «Valor intelectual de un rostro»); de aquí que considere que, para todos los estudiantes de criminología y fisiognomía, Terrí no necesita presentación.


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126 págs. / 3 horas, 41 minutos / 496 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Calzado de Blanco

Edgar Wallace


Cuento


1

Jack Trevor no era celoso. Se dijo esto a sí mismo una docena de veces; se lo dijo a Marjorie Banning sólo una vez.

—¡Celoso! —flameó ella, y añadió, ganando control de su ira—: No acabo de comprenderte. ¿Qué entiendes tú por celoso?

Jack se sintió, y pareció, incómodo.

—La palabra «celoso», desde luego, suena tonta en este caso —trompicó—. Lo que quiero decir es «suspicaz».

Volvió a aturullarse.

Estaban sentados en el Parque, bajo un olmo aparrado, y, aunque no se encontraban lejos de la enloquecedora multitud, la misma locura de ésta la ahuyentaba lo suficiente como para dejarla minimizada a una cantidad perdonable. Había a la vista exactamente tres parejas de enamorados, una niñera con un cochecito, un policía y unos cuantos niños jugando.

—Lo que quiero decir es… —dijo Jack desesperadamente—. Me fío de ti, cariño, y… bueno, no quiero conocer tus secretos, pero…

—¿Pero…? —repitió ella fríamente.

—Bueno, meramente señalo el hecho de que te he visto tres veces pasar en un coche despampanante…

—Un coche de una cliente —dijo ella con calma.

—Pero, seguramente, el acicalar el cabello de la gente no requiere el mediodía y la tarde completos —insistió él—. La verdad es que lamento profundamente darte la lata, pero el hecho es que siempre que te he visto en el coche ha coincidido con los días en que, según tus palabras, no podías quedar conmigo por las tardes.

Ella no respondió inmediatamente.

Él se lo estaba poniendo muy difícil, y ella se resintió amargamente, no sólo de las dudas y sospechas albergadas por él respecto a sus movimientos, sino del hecho de no poder ofrecerle explicación alguna. Lo que más le dolía era la justificación que su silencio podía darle.

—¿Quién ha estado inoculándote esas ideas? —preguntó ella—. ¿Lennox Mayne?


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19 págs. / 34 minutos / 126 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Clave Número 2

Edgar Wallace


Cuento


El Servicio Secreto no se ha aplicado jamás a sí mismo esta denominación tan melodramática. Sus miembros, si acaso hablan de él alguna vez, lo aluden con la ambigua expresión de «el Departamento»; advertid que ni siquiera dicen «el Departamento de Información». Es un organismo notable, no obstante, y, de las personas que lo integraban, no era la menos notable un tal Schiller (aunque ocupaba, justo es confesarlo, un puesto de categoría secundaria).

Era un joven suizo dotado de poderosa inventiva y poseído de una auténtica pasión por los idiomas extranjeros. Conocía a todos los maleantes de Londres (maleantes desde un punto de vista violentamente político), y resultaba útil para el director general del Departamento, por más que a Bland y demás miembros directivos… bueno, no es que les disgustase, pero… no sé cómo expresarlo.

Observad a un brioso corcel cuando pasa junto un papel blanco que revolotea en el camino. No llega a espantarse, pero sí mira con expectación el agitado objeto.

Nunca entró en el Gran Juego, aunque hacía cuanto podía para conseguirlo. Pues el Gran Juego estaba reservado a quienes, en palabras de Bland, «habían rumiado claves en la cuna».

Por algún conducto misterioso, Schiller llegó a enterarse de que Reggi Batten había sido muerto a tiros cuando sustraía las órdenes de movilización del XIV Regimiento Bávaro de una caja de seguridad, en Munich. El lamentable suceso tuvo lugar en 1911, y fue descrito como «accidente de aviación».


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17 págs. / 31 minutos / 93 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Los Quiebra-prisiones

Edgar Wallace


Cuento


Fue el tipo de incidente que podía esperarse que ocurriese en el Servicio de Información, y puede referirse en pocas palabras.

Alexander Barnes, que gozaba de moderada fama como hombre de mundo, regular asistente a los estrenos teatrales y figura familiar en determinados círculos sociales, fue arrestado bajo acusación de disparar voluntariamente contra Cristóbal P. Supello. Con él fue también acusado un americano que dio el nombre de «Jones».

Los hechos declarados como probados en el sumario pueden resumirse así:

Barnes y Jones habían estado cenando en el Atheneum Imperial y después se fueron paseando hasta Pall Mall. Pocos minutos después el policía que prestaba servicio en el extremo que desemboca en la plaza de Waterloo oyó tres tiros disparados en rápida sucesión. Las detonaciones venían de la dirección de la estatua del Duque de York, y el agente corrió hacia el sonido, uniéndosele otros dos policías procedentes del extremo opuesto de la calle. Supello yacía muerto en el suelo. Alcanzaron a Barnes y a Jones en lo alto de las escaleras que descienden desde el Duque de York hasta el parque de San Jaime, y los prendieron sin dificultad.


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15 págs. / 26 minutos / 55 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Caso Chopham

Edgar Wallace


Cuento


Los jurisconsultos que escriben libros no gozan, generalmente, de nombre favorable entre sus colegas; pero Archibald Lenton, el más brillante de los abogados penalistas, era una excepción. Llevaba un registro de jurisprudencia y publicaba extractos de vez en cuando. No llegó a publicar sus teorías sobre el caso Chopham, aunque creo que formuló una. A continuación expongo su intervención en el caso, así como la verdad sobre Alphonse o Alfonso Ribera.

Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español, si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.

Era joven, de tez olivácea y facciones impecables, y al sonreír mostraba dos hileras de dientes deslumbrantemente blancos. Consideraba conveniente cambiar su aspecto alguna que otra vez. Por ejemplo: cuando era un compañero de baile por alquiler, agregado al personal de un hotel egipcio, llevaba unas pequeñas patillas que, curiosamente, acentuaban su juventud; en el casino de Enghien, donde por algún medio había conseguido el puesto de crupier, lucía un pequeño bigote negro. Ciertos espectadores de sus numerosas aventuras, serios, sobrios y faltos de imaginación, se asombraban irritadamente de que las mujeres le dirigieran la palabra, pero bien es verdad que es extremadamente difícil para cualquier hombre, incluso un hombre sin imaginación, descubrir cualidades atractivas en los amantes con éxito.


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14 págs. / 26 minutos / 90 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Cometa Halley, el Cow-Boy y Lord Dorrington

Edgar Wallace


Cuento


Lord Dorrington era de edad mediana. No mostraba ningún síntoma de decrepitud mental, y el alienista que en cierta ocasión fue invitado a cenar con su señoría —la invitación procedía de parientes ansiosos que temían que, a menos que el pobrecillo fuera sometido a su tutela, acabaría disipando la fortuna de la familia Dorrington— redactó un informe tan halagüeño acerca de la salud de Dorrington que la cuestión del pago de las cincuenta libras correspondientes a sus honorarios fue seriamente debatida. Según el parecer de un selecto consejo compuesto por los beneficiarios del testamento de Dorrington, el psiquiatra en cuestión no había cumplido con su deber. Le aplicaron el poco respetuoso calificativo de «doctor loco», y dictaminaron que su informe sobre la cordura de Dorrington era una decisoria prueba a favor de la teoría, generalmente aceptada, de que todos los psiquiatras acaban, tarde o temprano, por perder el juicio.

Sus temores acerca de la salud mental de lord Dorrington eran comprensibles. Era éste un entusiasta buscador de la luz, un rastreador de espíritus, un perseverante indagador de los misterios de la taumaturgia, de la teurgia y de la electrobiología, y una especie de iniciado al shamanismo. Creía en la realidad de lo improbable.

Hemos de puntualizar que, en muchos sentidos, era un hombre práctico. Tuvo una vez un mayordomo que descuidaba horriblemente la vajilla de plata. La excusa, no falta de ingenio, dada por el sirviente, según la cual también él era aficionado a los estudios ocultos, habiendo llegado incluso a iniciarse en la práctica de la demonología, fue recibida fríamente. Al decir del mayordomo, la vajilla era limpiada cada día, pero por la noche se presentaba un pequeño diablo que plantaba sus sucias zarpas sobre la misma, manchando la totalidad de su brillante superficie.


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14 págs. / 26 minutos / 99 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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