Textos más descargados de Eduardo Acevedo Díaz | pág. 2

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autor: Eduardo Acevedo Díaz


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Noche Toledana

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Junto a la puerta de los leones, y cuando ya había cesado el órgano la envelada, que en la diestra traía un pequeño álbum para enseñarme los sitios en que el drama se desarrolló y tuvo su fin, dio comienzo su relato de un modo vivaz y lleno de colorido, que yo condenso casi en la forma en que lo escribiera más de un cronista, excepción hecha del episodio más novelesco.

El hijo de Yusuf, Amrrú, tenía celos y envidia del noble Adhelar, vencedor en justas y en lides de amor. La bella Elmira era su pasión africada; pero Elmira adoraba a Adhelar, para quien sus manos tejían lauros en su carmen, vecinos a los encantados palacios de Galiana.

El joven adalid recorría por las tardes el camino empinado que lleva al barrio de Montichel, donde los judíos moraban, y era su deleite detener el paso de su caballo negro frente al ajimez de la torre en que asomaba la doncella su cabeza fascinante.

¡Cuántas veces escaló el muro y llegó hasta ella para renovar sus juramentos y oír sus promesas de nunca serle infiel! Pero el tirano vigilaba lleno de lascivia y de odio. La amenaza contra padre y hermanos, y contra su dicha tan fervorosamente acariciada, pendía en forma de yatagán fatídico.

Mas cuando Edelmira tenía delante de sus ojos a Adhelar gallardo y brioso, daba suelta a las esperanzas y ensueños tan grandes y queridos que escondía en el fondo de su corazón. Aquellos momentos tan dulces de contemplaciones hechiceras, compensaban bien sus horas de reclusión y soledad. Lo veía, le expresaba con el brillo de sus luceros lo que por él sentía, y sólo con él soñaba que él era su dueño y señor, y Amrrú, un verdugo con cetro, perverso y vengativo.

Ha más de once siglos que esto ocurría.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 9 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Nativa

Eduardo Acevedo Díaz


Novela


Capítulo 1. Tiempos viejos

Allá por los años de 1821 a 1824, cuando la nacionalidad oriental aparecía aún incolora casi atrofiada al nacer por rudísimos golpes capaces de producir la parálisis o por lo menos la anemia que se sucede siempre a la postración y al prolongado delirio, —la libertad de la palabra escrita no alcanzaba tal vez el vuelo de una campana, y por el hecho la propaganda tenía límites circunscriptos a un círculo popiliano —estrecha, somera, recelosa, lapidaria, espantadiza como ave zancuda que se abate en una loma en donde no hay para ella alimento, y al pretender remontarse a los aires se arrastra primero azotando el suelo con la punta de las alas y prorrumpiendo en desafinadas notas. Era este un fenómeno natural. Toda resistencia había cesado desde hacía pocos meses, y la robusta sociabilidad que sangrara por cien heridas durante cerca de dos lustros para darse su autonomía propia o recuperar su equilibro primitivo, había sido asimilada por un poder mayor, a título de Estado Cisplatino. Desde luego, esta sociabilidad había sido atacada en sus fundamentos, en sus tradiciones, en sus costumbres, en su idioma, en sus propensiones nativas —sustrayéndosela a la vida solidaria de sus congéneres por la razón de la fuerza y la lógica de la conquista. Explícase así entonces, por qué la libertad del pensamiento no gozaba de más espacio que el que recorre una flecha; cuando a semejanza del ave viajera —sentada apenas la planta— no emigraba con sus intérpretes a mejores climas.


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342 págs. / 9 horas, 58 minutos / 179 visitas.

Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sin Lápida...

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


En lo alto de la loma, estaba el cementerio de piedra, con partes de su muro derruidas. Varias cruces de hierro y de madera rústica sobresalían de los escombros, rodeadas de cardos y cicutas. Dos o tres túmulos en forma de templetes, con sus puertas ya sin verjas, alzándose entre esos símbolos y esas hierbas, enseñaban a trozos desnudo el ladrillo, y en las grietas, ramajes de gramilla y musgo. Un féretro viejo, con míseros despojos, sin tapa, se veía casi volcado junto a la entrada. Más allá, en húmedo rincón, el ataúd de una criatura, forrado en coco azul. Tenía encima una mata de claveles del aire muy blancos y apenas abiertos. En derredor, clavados en tierra, había hasta una docena de cabos de bujías, que ardieron sin duda toda la noche.

Era muy honda allí la soledad. En aquel vivero de ofidios, se respiraba aire extraño de osamenta y pasto verde. El sol derramaba intensa su claridad sobre tanta miseria, calentando por igual tierra, huesos y reptiles.

El campo estaba desierto y silencioso; sólo a lo lejos, en medio de secos cardizales, algunas gamas dispersas asomaban sus finas cabezas dominando los penachos violáceos, como atentas a una banda de ñandúes que giraban encelados con el alón tendido.

Cuando el pobre convoy llegó al sitio, serían las dos de la tarde. Se componía de cinco hombres y dos mujeres. El cajón era de pino blanco, con una cruz de lienzo del mismo color en la cabecera.

Había salido de los ranchos negros, que desde allí aparecían como hundidos en el fondo del valle, a modo de enormes hormigueros circuidos de saúcos.

Pusieron el ataúd en el suelo los conductores, y respiraron con fuerza, enjugándose los rostros con los pañuelos que traían anudados al pescuezo.

Las mujeres, una ya anciana, la otra niña todavía, se sentaron llorando en las piedras desprendidas del muro.

—Ya estamos, —dijo la primera—. ¡Cuánto cuesta llegar aquí!...


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Grito de Gloria

Eduardo Acevedo Díaz


Novela


Capítulo 1

Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre.

Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se veían ya numerosos los ganados agrupados en los valles o en las faldas de las sierras.

En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores, saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el caudal de su esfuerzo bravío.

El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego la aspiración constante de libertad.

Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista.

En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos.


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301 págs. / 8 horas, 48 minutos / 199 visitas.

Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Date Lilia...

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Faltaban el chambergo con pluma de águila, la espada de temple fino y gavilanes, el espolín del caballero; y también la fila de casas austeras y silenciosas, la lamparilla frente a una imagen, y la cabeza encantadora y romántica de una heroína en la ojiva del torreón.

No era la escena en una calle de Toledo.

El teatro era distinto.

En cambio, dibujábanse algunas ruinas en lo más alto de la loma, parecidas a gigantes en cuclillas al pálido fulgor de las estrellas; alzábase de la soledad agreste ese vaho de tierra que el rocío genera en las profundas noches estivales, a modo de tenue gasa blanca que encubriese los misterios del campo; y de allá, del fondo de los bosques, salían confusas notas y plañidos, ecos tal vez de odios y de amores.

En un albergue de totoras, que un ombú amparaba con su ramaje espeso, distante algunos metros de las ruinas, se velaba a una niña moribunda.

La madre junto al mísero lecho, atenta al penoso sueño, mostraba su faz rugosa y el párpado duro a la luz de una bujía de cera ordinaria. No gemía; pero en su mismo silencio se notaba la intensa opresión de ese dolor que en la edad madura se manifiesta más cruel, después de haberse anegado juventud y esperanzas en un millón de lágrimas.

¡El dolor que hace muecas en la piel curtida, y estruja a ratos el corazón cansado!

La bujía alumbraba las facciones casi lívidas de la pequeña consumida por la fiebre, a la vez que una tosca lámina coloreada de una santa pegada a la negra pared del fondo. También contemplaba a intervalos esta imagen la pobre mujer, con una expresión de fervor y de humildad infinita.

Acaso aguardaba el ayuda extra-humano, de que habla el tierno cantar español:


Cuando estaba en la agonía, bajó la virgen del Carmen y me dijo: no la yores que yo también soy su mare!


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 22 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

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