Textos más antiguos de Émile Zola publicados por Edu Robsy

Mostrando 1 a 10 de 33 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Émile Zola editor: Edu Robsy


1234

Yo Acuso

Émile Zola


Carta


París, 13 de enero de 1898


Carta al Sr. Félix Faure,
presidente de la república

Señor presidente:

¿Me permite usted, dentro de mi gratitud por la benévola acogida que usted me dio un día, de tener la preocupación de su justa gloria y de decirle que su estrella, tan afortunada hasta ahora, está amenazada por la más vergonzosa, por la más imborrable de las manchas?

Salió usted airoso de sucias calumnias, conquistó los corazones. Apareció usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que la alianza rusa fue para Francia, y se prepara para presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. Mas ¡menuda mancha de barro sobre su nombre —me atrevería a decir sobre su reino— que es este abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba, por orden, de absolver a un tal Esterhazy, alucinación suprema de toda verdad, de toda justicia. Y se terminó, Francia tiene sobre el rostro esta bajeza, y la historia escribirá que fue bajo su presidencia como tal crimen social pudo cometerse.

Puesto que ellos osaron, yo también osaré. Diré la verdad, puesto que prometí decirla, si la justicia, regularmente sometida, no lo hiciera, plena y enteramente. Mi deber es hablar, no puedo ser cómplice. Mis noches estarían llenas de vergüenza por el espectro de un inocente que expía allí, en la más horrible de las torturas, un crimen que no cometió.

Y es a usted, señor presidente, a quién gritaré esta verdad, con todas las fuerzas de mi indignación de hombre honesto. Por su honor, estoy convencido de que usted desconoce lo sucedido. Por tanto, ¿a quién denunciaré la turba malvada de los verdaderos culpables, si no es a usted, el Primer Magistrado del País?

* * *

En primera instancia, la verdad acerca del proceso y la condena de Dreyfus.


Leer / Descargar texto

Dominio público
13 págs. / 24 minutos / 618 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Germinal

Émile Zola


Novela


Parte 1

Capítulo 1

Por en medio del llano, en la oscuridad profundísima de una noche sin estrellas, un hombre completamente solo seguía a pie la carretera de Marchiennes a Montsou; un trayecto de diez kilómetros, a través de los campos de remolachas en que abundan aquellas regiones. Tan densa era la oscuridad, que no podía ver el suelo que pisaba, y no sentía, por lo tanto, la sensación del inmenso horizonte sino por los silbidos del viento de marzo, ráfagas inmensas que llegaban, como si cruzaran el mar, heladas de haber barrido leguas y leguas de tierra desprovistas de toda vegetación.

Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco las manos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
563 págs. / 16 horas, 26 minutos / 1.103 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Angeline o la Casa Encantada

Émile Zola


Cuento


I

Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 22 minutos / 189 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Ayuno

Émile Zola


Cuento


I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 180 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Fresas

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 160 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 109 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Vecino Jacques

Émile Zola


Cuento


I

Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint—Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas —las casas son bajas en esa zona— ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.

Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.

II

Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 525 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Simplicio

Émile Zola


Cuento


I

Había en otros tiempos —no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor—, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.

Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra.

A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 15 minutos / 102 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Casita en el Campo

Émile Zola


Cuento


La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro.

La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria.

Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre.

Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento.

Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil».


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 3 minutos / 500 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Jaula de Fieras

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada.

—¡Caray! —dijo el león—. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres.

En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía.

—¡Dios Santo! —susurró la hiena— no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran?

—Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador —contestó el león.

El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.

—¿Cree usted que es prudente entrar ahí? —preguntó.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 189 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

1234