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autor: Émile Zola editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Dinero

Émile Zola


Novela


I

Acababan de dar las once en el reloj de la Bolsa, cuando Saccard penetró en la sala blanca y dorada de casa Champeaux, cuyas altas ventanas daban a la plaza. Con rápida mirada, recorrió las hileras de mesillas, donde los hambrientos comensales se apretujaban, pareciendo sorprenderse al no advertir el rostro que andaba buscando.

Cuando, en el alboroto del servicio, pasó junto a él un mozo cargado de platos, le interrogó:

—Oiga, ¿no ha venido el señor Huret?

—No, señor; todavía no.

Decidió entonces Saccard sentarse a una mesa que abandonaba un cliente, en el hueco de una de las ventanas. Creía haberse retrasado, y, mientras cambiaban el mantel, llevó sus miradas al exterior, examinando los viandantes de la acera. Aun después de haberle preparado la mesa, no se apresuró a encargar su comida, quedando unos momentos con la vista sobre la plaza, toda alegre en esta clara jornada de principios de mayo. A aquella hora, en que todos almorzaban, permanecía casi desierta. Bajo el suave verde de los castaños, los bancos estaban desocupados. A lo largo de la reja, en el estacionamiento de coches, la fila de éstos se prolongaba de punta a punta, y el ómnibus de la Bastilla se detenía en su parada, en la esquina del jardín, sin dejar ni tomar viajeros. El monumento, con su columnata, sus dos estatuas y su vasto césped, quedaban bañados por el sol, que caía a plomo, mientras a su alrededor se alineaba en buen orden un ejército de sillas.

Saccard, que se había vuelto, reconoció entonces a Mazaud, el agente de cambio, sentado a la mesa vecina, y le tendió la mano.

—¡Pero si es usted! ¡Buenos días!

—Buenos días —respondió Mazaud, estrechando su mano distraídamente.


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512 págs. / 14 horas, 57 minutos / 520 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Fortuna de los Rougon

Émile Zola


Novela


Prólogo

Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

Trataré de encontrar y de seguir, resolviendo la doble cuestión de los temperamentos y el medio, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando esté entre mis manos todo un grupo social, mostraré a ese grupo en acción, como actor de una época histórica, lo crearé actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizaré a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitación de nuestra época, que se abalanza sobre los placeres. Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Históricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad contemporánea, ascienden a todas las posiciones, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a través del cuerpo social, y narran así el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del golpe de Estado hasta la traición de Sedán.


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373 págs. / 10 horas, 52 minutos / 276 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Jauría

Émile Zola


Novela


Prólogo

En la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio, La jauría es la nota del oro y de la carne. El artista que llevo dentro se negaba a dejar en la sombra este resplandor de los excesos de la vida que iluminó todo el reino con una luz sospechosa de lugar de perdición. Un punto de la Historia que he emprendido habría quedado a oscuras.

He querido mostrar el agotamiento prematuro de una raza que vivió demasiado deprisa y que desembocó en el hombre-mujer de las sociedades podridas; la especulación furiosa de una época, encarnada en un temperamento sin escrúpulos, propenso a las aventuras; el desequilibrio nervioso de una mujer en quien un ambiente de lujo y de vergüenza centuplica los apetitos nativos. Y con estas tres monstruosidades sociales, he tratado de escribir una obra de arte y de ciencia que fuera al mismo tiempo una de las páginas más extrañas de nuestras costumbres.

Si me creo en el deber de explicar La jauría, esta pintura auténtica del derrumbamiento de una sociedad, es porque su aspecto literario y científico ha sido tan mal comprendido en el periódico donde intenté dar esta novela, que me ha sido preciso interrumpir la publicación y dejar el experimento a medias.

ÉMILE ZOLA

París, 15 de noviembre de 1871

Capítulo 1

A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.


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338 págs. / 9 horas, 52 minutos / 207 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte de Olivier Bécaille

Émile Zola


Cuento


I

Morí un sábado a las seis de la mañana, tras tres días de enfermedad. Mi pobre mujer llevaba unos instantes rebuscando ropa en una maleta cuando, al levantar la cabeza y verme rígido, con los ojos abiertos y sin un soplo, acudió, creyendo que se trataba de un vahído, tocándome las manos, inclinándose sobre mi rostro. Tras lo cual, fue presa del pánico, se puso a tartamudear y estalló en lágrimas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Está muerto!».

Yo podía oírlo todo, aunque débilmente, como si los sonidos llegaran de muy lejos. Tan sólo mi ojo izquierdo aún percibía una luminosidad confusa, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho se hallaba totalmente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como si un rayo me hubiera fulminado. Mi voluntad estaba muerta, ni una sola fibra de mi cuerpo me obedecía. Y, en medio de este vacío, flotando sobre mis miembros inertes, sólo subsistía mi pensamiento, ralentizado y plomizo, pero dotado de una perfecta claridad de percepción.

Mi pobre Marguerite lloraba, arrodillada ante el catre, repitiendo con tono desgarrado: «¡Está muerto, Dios mío! ¡Está muerto!».


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32 págs. / 56 minutos / 313 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Jaula de Fieras

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada.

—¡Caray! —dijo el león—. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres.

En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía.

—¡Dios Santo! —susurró la hiena— no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran?

—Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador —contestó el león.

El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.

—¿Cree usted que es prudente entrar ahí? —preguntó.


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5 págs. / 9 minutos / 214 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Página de Amor

Émile Zola


Novela


Primera parte

I

La lamparilla, en su cuernacilla azulada, ardía sobre la chimenea, tras un libro cuya sombra oscurecía la mitad de la habitación. Daba una claridad tranquila que recortaba el velador y el canapé, perfilaba los amplios pliegues de los cortinones de terciopelo y azuleaba el espejo del armario de palisandro colocado entre las dos ventanas. La armonía burguesa de la pieza, el azul del tapizado de los muebles y de la alfombra, a esta hora nocturna, adquirían una indecisa suavidad de nube. Frente a las ventanas, en la parte en sombra, la cama, igualmente cubierta de terciopelo, formaba una masa negra, iluminada solamente por la palidez de las sábanas. Elena, con las manos cruzadas, respiraba suavemente en una actitud tranquila de madre y de viuda.

En medio del silencio, el reloj dio la una. Los rumores del barrio habían muerto. Hasta estas alturas del Trocadero, París enviaba tan sólo su lejano ronquido. La leve respiración de Elena era tan suave, que no llegaba a agitar la línea casta de su pecho. Dormitaba en un sueño delicioso, tranquilo y firme, con su perfil correcto, sus cabellos castaños firmemente anudados, la cabeza inclinada, como si se hubiese dormido mientras estaba escuchando. Al fondo de la habitación, la puerta de un gabinete, abierta de par en par, agujereaba la pared con su cuadro en tinieblas.

No subía el menor ruido. Dio la media. El sueño que embargaba y anonadaba la habitación entera hacía más débil el latido del péndulo. La lamparilla dormía, los muebles dormían; encima del velador, junto a una lámpara apagada, dormía una labor femenina. Elena, dormida, conservaba su grave gesto de bondad.


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344 págs. / 10 horas, 3 minutos / 234 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Carta a la Juventud

Émile Zola


Ensayo, Crítica


Dedico este estudio a la juventud francesa, esta juventud que hoy tiene veinte años y que será la sociedad de mañana. Acaban de producirse dos acontecimientos: la primera representación de Ruy Blas en la Comédie Française, y la solemne recepción de M. Renan en la Academia. Se ha producido un gran revuelo, ha estallado un gran entusiasmo, la prensa ha tocado la fanfarria en honor del genio de la nación, y se ha dicho que similares acontecimientos deberían consolarnos de nuestras desgracias y asegurarían nuestros futuros triunfos. Ha habido un arrebato en el ideal; por fin nos escapábamos de la tierra, se podía volar, era como una revancha de la poesía contra el espíritu científico.


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 665 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Arte de Morir

Émile Zola


Cuento


I

El conde de Verteuil tiene cincuenta y cinco años. Pertenece a una de las familias más ilustres de Francia y posee una gran fortuna. Mal avenido con el gobierno, siempre ha buscado todo tipo de ocupaciones, aportando artículos a revistas científicas, lo que le ha valido una plaza en la Academia de las ciencias morales y políticas, se ha dedicado a los negocios, apasionándose sucesivamente por la agricultura, la ganadería y las bellas artes. Incluso, durante un corto periodo de tiempo, ha sido diputado, distinguiéndose por su oposición recalcitrante al gobierno.

La condesa Mathilde de Verteuil tiene cuarenta y cinco años. Aún se la cita como la rubia más adorable de París. La edad parece haber blanqueado su piel. Siempre fue un tanto delgada; ahora, al madurar, sus hombros han adquirido la redondez de una fruta sedosa. Nunca ha sido tan hermosa como ahora. Cuando aparece en un salón, con sus cabellos dorados derramándose por el satén de su pecho, parece que se produce el amanecer de un astro; las muchachas de veinte años la envidian.

La vida en pareja del conde y de la condesa es uno de esos asuntos de los que no se habla. Se casaron como se casan a menudo en su mundo. Incluso se asegura que durante seis años vivieron muy bien juntos. En esa época tuvieron un hijo, Roger, que ahora es teniente, y una hija, Blanche, a la que han casado el año pasado con Monsieur de Bussac, relator. Siguen conviviendo por sus hijos. Aunque hace años que se han separado, han quedado como buenos amigos, aunque en el fondo siempre movidos por el egoísmo. Se consultan las decisiones; en público, siempre se presentan como la pareja perfecta; pero luego cada uno se encierra en su habitación, donde reciben a sus amigos íntimos a su libre albedrío.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 174 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Ayuno

Émile Zola


Cuento


I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:


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5 págs. / 9 minutos / 195 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Capitán Burle

Émile Zola


Cuento


I

Ya eran las nueve. La pequeña ciudad de Vauchamp acababa de meterse en la cama, muda y oscura, bajo la glacial lluvia de noviembre. En la calle de Récollets, una de las más estrechas y menos transitadas del barrio de Saint-Jean, una ventana seguía iluminada, en el tercer piso de una vieja casa, cuyos desvencijados canalones dejaban caer torrentes de agua. Madame Burle velaba junto a un endeble fuego de tocones de viña, mientras su nieto Charles hacía los deberes bajo la pálida claridad de una lámpara.

El apartamento, alquilado por ciento sesenta francos al año, se componía de cuatro enormes habitaciones que nunca lograban calentar en invierno. Madame Burle ocupaba la más amplia; su hijo, el capitán-tesorero Burle, había elegido la habitación que daba a la calle, cerca del comedor; y el pequeño Charles, con su catre de hierro, se perdía al fondo de un inmenso salón cubierto de mohosas tapicerías que ya no se utilizaba como tal. Los escasos enseres del capitán y de su madre, muebles estilo Imperio de caoba maciza, abollados y con los apliques de cobre arrancados tras los continuos cambios de guarnición, desaparecían bajo la alta techumbre de la cual se desprendía como una fina oscuridad pulverizada. Las baldosas, pintadas de un rojo frío y duro, helaban los pies. Entre las sillas tan sólo había pequeñas alfombrillas raídas, tan desgastadas que tiritaban en medio de ese desierto barrido por todos los vientos, que se filtraban por las puertas y las ventanas dislocadas.


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38 págs. / 1 hora, 7 minutos / 85 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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