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El Sueño

Émile Zola


Novela


Capítulo I

Durante el duro invierno de 1860, el Oise se heló, las llanuras de la baja Picardía quedaron cubiertas por grandes nevadas y, sobre todo, llegó una borrasca del Nordeste que casi sepultó la ciudad de Beaumont el día de Navidad. La nieve, que ya había empezado a caer por la mañana, arreció por la tarde y se fue acumulando durante toda la noche. Empujada por el viento, se precipitaba en la parte alta de la ciudad, en la calle de los Orfebres, en cuyo extremo se encuentra como encajada la fachada norte del crucero de la catedral, y golpeaba la puerta de santa Inés, la antigua portada románica, ya casi gótica, decorada con numerosas esculturas bajo la desnudez del hastial. Al día siguiente, al alba, casi alcanzaba en ese lugar una altura de tres pies.

La calle aún dormía, emperezada por la fiesta de la víspera. Dieron las seis. En las tinieblas, azuladas por la caída lenta e insistente de los copos, sólo daba señales de vida una forma indecisa, una niña de nueve años que, refugiada bajo las arquivoltas de la portada, había pasado allí la noche tiritando y resguardándose lo mejor que pudo. Iba cubierta de andrajos y tenía la cabeza envuelta en un jirón de pañuelo, y los pies, desnudos dentro de unos grandes zapatos de hombre. Seguramente, había ido a parar a aquel lugar después de haber estado recorriendo la ciudad durante mucho tiempo, ya que había caído allí de puro cansancio. Para ella, era el fin del mundo, pues ya no le quedaba nadie ni nada, el abandono final, el hambre que corroe, el frío que mata; en su debilidad, ahogada por la pesada carga que oprimía su corazón, dejaba de luchar, y, cuando una ráfaga de viento arremolinaba la nieve, no le quedaba sino el alejamiento físico, el instinto de cambiar de lugar, de hundirse en aquellas viejas piedras.


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225 págs. / 6 horas, 34 minutos / 150 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Bestia Humana

Émile Zola


Novela


Capítulo I

Al entrar en su cuarto, Roubaud puso sobre la mesa el pan de a libra, el pâté y la botella de vino blanco. En la mañana, la señora Victoria había echado tanto cisco sobre el fuego de la estufa, que el calor se había convertido ya en sofocante. El segundo jefe de estación abrió una ventana y apoyó en ella sus codos.

Esto sucedía en el callejón de Amsterdam, en la última casa de la derecha, alto inmueble en el que la Compañía del Oeste hospedaba a algunos de sus empleados. Aquella ventana del quinto piso, situada en un ángulo del abuhardillado techo, daba a la estación, ancha trinchera que, cortando el barrio de Europa, ofrecía a la vista un brusco despliegue de horizonte. Y este espacio parecía aún más vasto aquella tarde, tarde de un cielo gris de mediados de febrero, de un gris húmedo y tibio que el sol atravesaba.


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429 págs. / 12 horas, 31 minutos / 492 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Jauría

Émile Zola


Novela


Prólogo

En la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio, La jauría es la nota del oro y de la carne. El artista que llevo dentro se negaba a dejar en la sombra este resplandor de los excesos de la vida que iluminó todo el reino con una luz sospechosa de lugar de perdición. Un punto de la Historia que he emprendido habría quedado a oscuras.

He querido mostrar el agotamiento prematuro de una raza que vivió demasiado deprisa y que desembocó en el hombre-mujer de las sociedades podridas; la especulación furiosa de una época, encarnada en un temperamento sin escrúpulos, propenso a las aventuras; el desequilibrio nervioso de una mujer en quien un ambiente de lujo y de vergüenza centuplica los apetitos nativos. Y con estas tres monstruosidades sociales, he tratado de escribir una obra de arte y de ciencia que fuera al mismo tiempo una de las páginas más extrañas de nuestras costumbres.

Si me creo en el deber de explicar La jauría, esta pintura auténtica del derrumbamiento de una sociedad, es porque su aspecto literario y científico ha sido tan mal comprendido en el periódico donde intenté dar esta novela, que me ha sido preciso interrumpir la publicación y dejar el experimento a medias.

ÉMILE ZOLA

París, 15 de noviembre de 1871

Capítulo 1

A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.


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338 págs. / 9 horas, 52 minutos / 207 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte de Olivier Bécaille

Émile Zola


Cuento


I

Morí un sábado a las seis de la mañana, tras tres días de enfermedad. Mi pobre mujer llevaba unos instantes rebuscando ropa en una maleta cuando, al levantar la cabeza y verme rígido, con los ojos abiertos y sin un soplo, acudió, creyendo que se trataba de un vahído, tocándome las manos, inclinándose sobre mi rostro. Tras lo cual, fue presa del pánico, se puso a tartamudear y estalló en lágrimas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Está muerto!».

Yo podía oírlo todo, aunque débilmente, como si los sonidos llegaran de muy lejos. Tan sólo mi ojo izquierdo aún percibía una luminosidad confusa, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho se hallaba totalmente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como si un rayo me hubiera fulminado. Mi voluntad estaba muerta, ni una sola fibra de mi cuerpo me obedecía. Y, en medio de este vacío, flotando sobre mis miembros inertes, sólo subsistía mi pensamiento, ralentizado y plomizo, pero dotado de una perfecta claridad de percepción.

Mi pobre Marguerite lloraba, arrodillada ante el catre, repitiendo con tono desgarrado: «¡Está muerto, Dios mío! ¡Está muerto!».


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32 págs. / 56 minutos / 313 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Caracolas de Monsieur Chabre

Émile Zola


Cuento


I

La gran pena de Monsieur Chabre era no tener hijos. Se había casado con una Catinot, de la familia Desvignes et Catinot, con la rubia Estelle, hermosa muchacha de dieciocho primaveras. Llevaba cuatro años buscando descendencia, ansioso, consternado, herido en su amor propio por la inutilidad del esfuerzo.

Monsieur Chabre era un comerciante de grano ya retirado. Había amasado una bonita fortuna. Aun habiendo llevado una vida contenida y austera de burgués obsesionado con hacerse millonario, a sus cuarenta y cinco años se arrastraba ya como un anciano. Su rostro macilento, desgastado por las preocupaciones comerciales, era tan anodino y banal como un mostrador. Se desesperaba, pues un hombre que ha ganado unas rentas de cuarenta y cinco mil francos tiene, qué duda cabe, todo el derecho del mundo a extrañarse de que resulte más difícil ser padre que ser rico.

La linda Madame Chabre tenía entonces veintidós años. Era encantadora, con su tez de melocotón maduro y sus cabellos dorados como un sol derramándose por la nuca. Sus ojos verdiazulados parecían balsas de agua tan serenas como perturbadoras. Cuando su marido se lamentaba de la esterilidad de su unión, ella estiraba su flexible abdomen, acentuando aún más sus turgentes caderas y pechos; la sonrisa que arqueaba levemente sus labios decía claramente: «¿Acaso es culpa mía?». En sus círculos de relaciones, Madame Chabre era considerada una persona con una educación impecable y una reputación sin mácula, moderadamente devota y bien disciplinada en los buenos hábitos burgueses por una madre inflexible. Tan sólo las finas aletas de su blanca naricita delataban a veces unas palpitaciones estremecidas que hubieran puesto en alerta a cualquier otro marido.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 90 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Fresas

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.


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2 págs. / 5 minutos / 179 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


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3 págs. / 5 minutos / 119 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Vecino Jacques

Émile Zola


Cuento


I

Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint—Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas —las casas son bajas en esa zona— ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.

Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.

II

Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza.


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4 págs. / 7 minutos / 543 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Nana

Émile Zola


Novela


Capítulo I

A las nueve, la sala del teatro Varietés aún estaba vacía. Algunas personas esperaban en el anfiteatro y en el patio de butacas, perdidas entre los sillones de terciopelo granate y a la media luz de las candilejas. Una sombra velaba la gran mancha roja del telón; no se oía ningún rumor en el escenario, la pasarela estaba apagada y desordenados los atriles de los músicos. Sólo arriba, en el tercer piso, alrededor de la rotonda del techo, en el que las ninfas y los amorcillos desnudos revoloteaban en un cielo verdeado por el gas, se escuchaban voces y carcajadas en medio de un continuo alboroto, y se veían cabezas tocadas con gorras y con sombreros, apiñadas bajo las amplias galerías encuadradas en oro. En un momento dado apareció una diligente acomodadora con dos entradas en la mano y guiando a un caballero y a una dama a la butaca que les correspondía; el hombre, de frac y la mujer, flaca y encorvada, mirando lentamente alrededor.

Dos jóvenes aparecieron en las filas de orquesta. Se quedaron en pie observando.

—¿Qué te decía, Héctor? —exclamó el mayor, un muchacho alto y de bigotillo negro—. Hemos llegado muy temprano. Pudiste dejarme que acabase de fumar.

Pasó una acomodadora.

—Ah, el señor Fauchery, —dijo con familiaridad—. La función no empezará hasta dentro de media hora.

—Entonces, ¿por qué la anuncian para las nueve? —murmuró Héctor, en cuya cara larga y enjuta se reflejó la contrariedad—. Esta mañana, Clarisse, que actúa en la obra, todavía me aseguró empezaría a las ocho en punto.


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456 págs. / 13 horas, 19 minutos / 717 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Sobre la Novela

Émile Zola


Ensayo, Crítica


El sentido de lo real

El más hermoso elogio que en otro tiempo se podía hacer de un novelista era decir: «Tiene imaginación». En la actualidad, este elogio sería considerado casi como una crítica. Ocurre que todas las condiciones de la novela han cambiado. La imaginación ya no es la mayor cualidad del novelista.

Alexandre Dumas, Eugène Sue, tenían imaginación. En Notre-Dame de Paris, Victor Hugo imaginó unos personajes y una fábula del más vivo interés; en Mauprat, George Sand supo apasionar toda una generación por los amores imaginarios de sus héroes. Pero nadie se ha decidido en conceder imaginación a Balzac y a Stendhal. Se ha hablado de sus poderosas facultades de observación y de análisis; son grandes porque han pintado su época y no porque hayan inventado cuentos. Ellos son los autores de esta evolución, a partir de sus obras la imaginación ha dejado de contar en la novela. Ved a nuestros grandes novelistas contemporáneos, Gustave Flaubert, Edmond y Jules de Goncourt, Alphonse Daudet: su talento no reside en lo que imaginan sino en que presentan a la naturaleza con intensidad.


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23 págs. / 40 minutos / 203 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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