Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia
que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y
a su tirano, Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el
rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en
sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis,
festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara
privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no
consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos
venenos.
Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad,
comulgaba con él —¡horrible sacrilegio!— de la misma hostia, le sentaba a
su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los
ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose...,
mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para
asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.
Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de
una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en
venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado
hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones
en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo
Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de
Amadei.
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