Mil gracias, condesa —pronunció en tono respetuoso y visiblemente 
conmovido el embajador—. No sabe usted qué reconocido quedo a sus 
bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a 
nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación 
con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.
Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de 
veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada,
 se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y
 gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas 
marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso
 a charlar vivamente.
—Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por 
qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas 
cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es 
muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…
El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.
—Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, 
en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo…, 
¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.
—Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde 
volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; 
todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…
—Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa —murmuró el diplomático.
—No suelo acostarme antes de la una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.
Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante 
silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el 
embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:
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