Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 14 de noviembre de 2020 | pág. 2

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 14-11-2020


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Piña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hija del sol, habituada a las fogosas caricias del bello y resplandeciente astro, la cubana Piña se murió, indudablemente, de languidez y de frío, en el húmedo clima del Noroeste, donde la confinaron azares de la fortuna.

Sin embargo, no omitíamos ningún medio de endulzar y hacer llevadera la vida de la pobre expatriada. Cuando llegó, tiritando, desmadejada por la larga travesía, nos apresuramos a cortarle y coserle un precioso casaquín de terciopelo naranja galoneado de oro, que ella se dejó vestir de malísima gana, habituada como estaba a la libre desnudez en sus bosques de cocoteros. Al fin, quieras que no, le encajamos su casaquín, y se dio a brincar, tal vez satisfecha del suave calorcillo que advertía. Solo que, con sus malas mañas de usar, en vez de tenedor y cuchillo, los cinco mandamientos, en dos o tres días puso el casaquín majo hecho una gloria. El caso es que le sentaba tan graciosamente, que no renunciamos a hacerle otro con cualquier retal.

Porque es lo bueno que tenía Piña: que de una vara escasa de tela se le sacaba un cumplido gabán, y de medio panal de algodón en rama se le hacía un edredón delicioso. ¡Y apenas le gustaba a ella arrebujarse y agasajarse en aquel rinconcejo tibio, donde el propio curso de su sangre y la respiración de su pechito delicado formaban una atmósfera dulce, que le traía vagas reminiscencias del clima natal!


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuatro Socialistas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por extraordinario, estaba la mar como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.

De los pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas, cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto..., es decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres; era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie, reclinados en la borda.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Madre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando me enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.

Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:

—La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.

La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.

Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y —¿a qué negarlo?— también suspiramos por ella.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Fondo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.

Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.

La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.

Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Apostasía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, derrumbábase el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y dijérase que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta ala vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Cinco de Copas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Niña Mártir

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se trata de alguna de esas criaturas cuyas desdichas alborotan de repente a la prensa; de esas que recoge la policía en las calles a las altas horas de la noche, vestidas de andrajos, escuálidas de hambre, ateridas de frío, acardenaladas y tundidas a golpes, o dilaceradas por el hierro candente que aplicó a sus tierras carnecitas sañuda madrastra.

La mártir de que voy a hablaros tuvo la ropa blanca por docenas de docenas, bordada, marcada con corona y cifra, orlada de espuma de Valenciennes auténtico; de Inglaterra le enviaban en enormes cajas, los vestidos, los abrigos y las tocas; en su mesa abundaban platos nutritivos, vinos selectos; el frío la encontraba acolchada de pieles y edredones; diariamente lavaba su cuerpo con jabones finísimos y aguas fragantes, una chambermaid británica.

En invierno habitaba un palacete forrado de tapices, sembrado de estufas y caloríferos; en verano, una quinta a orillas del mar, con jardines, bosques, vergeles, alamedas de árboles centenarios y diosas de mármol que se inclinan parar mirarse en la superficie de los estanques al través del velo de hojas de ninfea...


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mariposa de Pedrería

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo —a quien llamaré Lupercio— cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.

Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.


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Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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Mansegura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:

—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?


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