Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 28 de octubre de 2020 | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 28-10-2020


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Drago

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.

¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.

La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de casa —clavada en un sillón por el reúma— la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mosca Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Aljófar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Doradores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pasarela

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Otro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi profesora de francés era una viejecita con espejuelos de aro reluciente, «falla» de encaje negro decorado por lazos de cinta amaranto, bucles grises a lo reina Amelia y manos secas y finas, prisioneras en mitones que ella misma calcetaba. Sus ojos, de un azul desteñido por la edad, se encadilaban al recuerdo de la juventud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmáticos, al entreabrirse, sin soltar los secretos del ayer.

Su apellido, Ives de l'Escale, olía a buena nobleza de provincia; sus ideas no desmentían el apellido; legitimista acérrima, usaba, pendiente de una cadenita sutil, una medalla conmemorativa, la efigie del Delfín preso en el Temple, y que ella no creía muerto allí, sino evadido. De este misterio histórico, acerca del cual le hice mil preguntas, no quería decir nada: movía la cabeza; una compunción religiosa solemnizaba su semblante; un ligero carmín teñía sus mejillas chupadas; pero lo único que pude arrancar a su reserva fue un dicho propio para avivar la curiosidad:

—¡Ah! Eso, quien lo sabía bien era aquel que vivió por otro.

Como transacción, pues yo la acosaba, se resignó a explicarme de qué manera se puede vivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín, tuve que resignarme a estudiarlo años después, en libros y revistas, cuando ya la anciana francesa se convertía en ceniza dentro de su olvidada sepultura.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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