Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos
años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi
padre:
—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en
opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy
antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una
lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es
de mediados del siglo dieciocho.
—Veremos un puñado de polvo —observé.
—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.
—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.
—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre
aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he
encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de
matrimonio.
—¿Se sabe algo de su vida?
—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los
descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora...
Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las
enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que
murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos,
sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la
traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo
la palma encima.
—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo
de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.
—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las
más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto,
¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?
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