Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 28

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El Cabalgador

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.

De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.

Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».

Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Caballo Blanco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá en el primer cielo, en deleitoso jardín, Santiago Apóstol, reclinando en la diestra la cabeza leonina, de rizosa crencha color del acero de una armadura de combate, meditaba. Mostrábase punto menos caviloso y ensimismado que cuando, después de bregar todo el día en su oficio de pescador en el mar de Tiberíades, vio que ni un solo pez había caído en sus redes; solo que entonces el consuelo se le apareció con la llegada del Mesías y la pesca milagrosa. Ahora, aunque en tiempos de pesca estamos, el hijo del Zebedeo, mirando hacia todas partes, no adivinaba por dónde vendría la salvación, siquiera milagrosa, de los que amaba mucho.


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3 págs. / 6 minutos / 82 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Cáliz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante la amenaza de que, como entonces se decía, los de Napoladrón llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón, mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.

Vino, y encerrose con el tío en la celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores se retirasen, se desenterraría el depósito.

Claro es que el escondrijo había de ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Camafeo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio del estudio y el trabajo.

Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su ardiente aspiración y sus mil fracasos.


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4 págs. / 7 minutos / 59 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Catecismo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hasta las diez duraba la velada de familia, y Angelito regateaba siempre cinco minutos o un cuarto de hora, refractario a acostarse, como todos los niños en la edad de seis a siete años, cuando empieza a alborear la razón. Mientras Rosario, la madre, cosía sin prisa, levantando de tiempo en tiempo su cabeza bien peinada, su cara sonriente, que la maternidad había redondeado y dulcificado, por decirlo así. Carlos, el padre, daba lección al muchacho. «Si había de perder el tiempo en el café...», solía responder, como excusándose, cuando los amigos, en la calle le embromaban, soltándole a quema ropa: «Ya sabemos que te dedicas a maestro de primeras letras...»

La verdad era que Carlos se había acostumbrado a la lección, a la intimidad dulce de las noches pasadas así, entre la mujer enamorada y contenta y el niño precoz, inteligente, deseoso de aprender. Fuera, la lluvia caía tenaz; el viento silbaba o la helada endurecía las losas de la calle; dentro, la lámpara alumbraba cariñosa al través de los rancios encajes de la pantalla; la chimenea ardía mansamente y la atmósfera regalada y tranquila del gabinete se comunicaba a la alcoba contigua, nido de paz y de ternura, tan diferente de las sombrías y hediondas madrigueras donde solían agazaparse los amigotes de Carlos, los mismos que se creían unos calaverones y se burlaban solapadamente del padre profesor de su hijo.


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3 págs. / 6 minutos / 58 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Cerdo-Hombre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.


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4 págs. / 7 minutos / 114 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Cinco de Copas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Conde Llora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...

El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.

Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Conde Sueña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.

Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.

Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.

Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Contador

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá en tiempos, fue el conde de Montiel hombre de sociedad, «sportman», espadachín, y hasta tuvo sus ribetes de político. Hoy le imponían vida metódica los años y los achaques, y ni aportaba por teatros ni aceptaba invitaciones. Su único solaz era una apacible tertulia por la tarde, al amor del brasero tachonado, enorme, en la tienda de la anticuaria conocida por «la Galana», donde se reunían otros aficionados, y hecha abstracción de la vida moderna y actual, se respiraba el polvo de varios siglos, más o menos remotos. Embozados en las capas o sumidos en el cuello de piel del abrigo, los buenos señores discutían tenazmente, una semana entera, acerca de un plato mudéjar o de un díptico gótico. Allá fuera resonaba la lucha y se encrespaba el oleaje del mundo. Ellos no se enteraban siquiera.

La misma paz que en casa de «la Galana» disfrutaba el conde en la suya propia. También la condesa se había jubilado. Mundana y animadísima en sus mocedades, ahora devota y delicada de salud, no salía sino a la iglesia y a ciertas visitas de confianza. Nadie reconocería a la famosa Ángeles Luzán en 1875, alma de las fiestas y tormento de las modistas, en la señora de anticuado atavío que frecuenta las Pascualas tosiqueando y se tapa la boca al salir de misa, cuidando con igual solicitud el alma inmortal y el deteriorado cuerpo. Y nadie, al entrar en la morada de los Montieles, donde la calma del anochecer de la existencia tiende un crespón de apagados tonos sobre el mobiliario fastuoso y los densos cortinajes, creería que allí vibraron los violines y rieron las flautas de la orquesta del baile, ni que en el solemne comedor, ante las imponentes tapicerías flamencas, corrió el rubio champaña y susurró el amoroso deseo...


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4 págs. / 8 minutos / 124 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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