Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy publicados el 14 de noviembre de 2020 | pág. 4

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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy fecha: 14-11-2020


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Linda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! —decían vagamente—. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En el Semanario..., en el Museo de las familias... En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los de Entonces

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nos detuvimos ante la iglesia ojival, abierta al culto, pero agrietada de un modo amenazador, ruinosa por el abandono de las generaciones, indiferentes a tanta hermosura. El sol iluminaba oblicuamente los canecillos de la imposta, prolongando las graciosas caricaturas del imaginero antiguo en sombras grotescamente elegantes. La floreada cruz recordaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un fondo de un azul transparente como cristal veneciano. Y en la desierta plazuela irregular, donde los atrios sobrepuestos de los templos parecen disputarse la devoción del creyente y el interés del artista, no había más que nosotros y las golondrinas, describiendo su airosa curva rápida y silbadora, que desgarra el aire.

Como yo me apoyase en uno de los pilares del pórtico, mi cicerone —uno de esos duendes familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los secretos bien guardados de las silenciosas piedras señaló hacia el pilar, apoyó el dedo en la base, donde muere la columna formando un esconce, y silabeó:

—Este rinconcito recuerda un hecho novelesco, que pudiera también llamarse histórico, aunque ningún historiador lo haya recogido en sus anales.

Pedí aquel pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente, y el cicerone, con más pintorescos detalles de los que yo puedo recordar, me refirió la anécdota.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Padres del Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Usted cree que las almas están sujetas a leyes fisiológicas? —me preguntó el médico rancio y anticuado, de quien se burlaban sus jóvenes colegas—. ¿No le parecen mojigangas esas pretendidas leyes de la herencia, del atavismo y demás? ¿Usted supone que por fuerza, por fuerza, hemos de salir a la casta, como si fuésemos plantas o mariscos? Lo que caracteriza nuestra especie, a mi modo de ver, es la novedad de cada individuo que produce... Nacemos originales... Somos ejemplares variadísimos...

Cuando así hablaba, salíamos del hermoso soto de castaños que rodea la aldeíta de Illaos, y nos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y carcomido, que sombreaba cierta casuca achaparrada y semirruinosa. A la puerta, un viejo trabajaba en fabricar zuecos de palo. Alzó la cabeza para saludarnos, y vimos un rostro de mico maligno, en que se pintaban a las claras la desconfianza, la truhanería y los instintos viciosos. En aquel mismo punto, una vieja de cara bestial, de recias formas, de saliente mandíbula y juanetudos pómulos, llegó cargada con un haz de tojo que porteaba en la horquilla, y que depositó sobre el montículo de estiércol, adorno del corral.

—Fíjese usted bien —advirtió el médico— en esta pareja. A él, por sus aficiones, le llaman el tío Juan del Aguardiente, y a ella la conocen todos por Bocarrachada (Bocarrota), porque dice cada cosaza que asusta; pero no crea usted que se contenta con decir; apenas nota que su marido hace eses, le mide las costillas con ese mismo horcado de cargar el tojo. Padre alcoholizado y madre feroz..., ya se sabe: la progenie, criminal, ¿no es eso?

Y como nos hubiésemos alejado algún tanto de la casucha, el médico añadió, hablando lentamente, para que produjesen mayor efecto sus palabras:

—Pues esos que acaba usted de ver... son el padre y la madre de un santo.

—¿De un santo? —repetí sin comprender bien.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Madre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando me enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.

Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:

—La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.

La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.

Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y —¿a qué negarlo?— también suspiramos por ella.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Piña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hija del sol, habituada a las fogosas caricias del bello y resplandeciente astro, la cubana Piña se murió, indudablemente, de languidez y de frío, en el húmedo clima del Noroeste, donde la confinaron azares de la fortuna.

Sin embargo, no omitíamos ningún medio de endulzar y hacer llevadera la vida de la pobre expatriada. Cuando llegó, tiritando, desmadejada por la larga travesía, nos apresuramos a cortarle y coserle un precioso casaquín de terciopelo naranja galoneado de oro, que ella se dejó vestir de malísima gana, habituada como estaba a la libre desnudez en sus bosques de cocoteros. Al fin, quieras que no, le encajamos su casaquín, y se dio a brincar, tal vez satisfecha del suave calorcillo que advertía. Solo que, con sus malas mañas de usar, en vez de tenedor y cuchillo, los cinco mandamientos, en dos o tres días puso el casaquín majo hecho una gloria. El caso es que le sentaba tan graciosamente, que no renunciamos a hacerle otro con cualquier retal.

Porque es lo bueno que tenía Piña: que de una vara escasa de tela se le sacaba un cumplido gabán, y de medio panal de algodón en rama se le hacía un edredón delicioso. ¡Y apenas le gustaba a ella arrebujarse y agasajarse en aquel rinconcejo tibio, donde el propio curso de su sangre y la respiración de su pechito delicado formaban una atmósfera dulce, que le traía vagas reminiscencias del clima natal!


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sedano

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Dos años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último meritorio —con el público no hay que decir— que se le tenía por un infelizote de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.

Aficionado a los pobres de espíritu —que en compensación de la servidumbre de aquí abajo poseerán el reino de allá arriba—, me declaré amigote de Sedano. A la salida de la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas —curaçao, kumme o Marie Brizard—. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y hasta nos abochornan?

—Sedano —le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento—, cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.


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El Baile del Querubín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Cinco de Copas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.


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El Sino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Durante las largas travesías —y lo era realmente aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en un barco de muy medianas condiciones— se forman, involuntariamente, roto el hielo de las primeras horas y vencidas las congojas primeras del mareo, lazos de unión que, creando amistades pasajeras, con apariencia de profundas, ayudan a entretener el tedio de las horas en que no se sabe materialmente qué hacer.


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En Verso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándose majestuosamente, lo declamó. Luego, meneando la cabeza, volvió a sentarse. Apretaba en la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó la pensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiro profundo se exhaló por fin de su boca, contraída de amargura. Arrugó convulsivamente en la mano donde aún lo conservaba el borrador, lo arrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa y volvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no ya al amplio paso rítmico de los lectores en voz alta, sino con el andar agitado y desigual de los momentos en que la locomoción no llena más fin que desahogar la excitación nerviosa.

—¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía! Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no lo sería, aunque gastase en procurar serlo las horas febriles de sus noches, las rosadas auroras de sus días, la clama misteriosa de sus tardes y toda la savia de su cerebro y todas las emociones profundas de su corazón... Porque ahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en su corazón había emociones, en su fantasía plasticidades, galas y espejismos, más de los necesarios para dar materia a los versos... Y apenas este contenido de su alma quería bajar a la pluma, expresarse por medio de la rima, era lo mismo que si un chorro de agua fresca hubiese caído sobre la arena del desierto: ni señales.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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