Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy fecha: 27-02-2021


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El Casamiento del Diablo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Adaptación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma… Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Jactancia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Si aquella mesa de café tuviese discernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería amargamente pesimista. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión donde la gente, tratándose con la mayor confianza, se conoce a medias y es de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual alardea de arrogancia, valor, acierto en las profecías, fortunas con las mujeres, lances en los viajes, tino en los negocios y amistad estrecha con personajes a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto, la jactancia se satura de cinismos y se hace gala de descaros inverosímiles, de truhanerías y miserias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la verdadera naturaleza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi siempre en su composición mixta, aparece al descubierto.

En la consabida mesa dieron en reunirse unos cuantos, gente joven, carne frescal, no salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la subida de la savia y propensa a jactarse más allá del límite. No estaban todavía en sazón de comprender que bajo la capa del sol hay poco inédito, bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido… Cada uno de ellos suponía sinceramente que sus propias manidas y sosas travesuras eran fazañas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico y solapado gesto. Al fin, el que más y el que menos comprendió la necesidad de algo extraordinario para (¡atroz galicismo!) epatar a los otros. Fue cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre la paja de aquellos espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones enfáticas: «¡No!… Hombre, eso ya… ¡Demontre! ¡Atiza!…».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Depósito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu… bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.

—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.

—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!…


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Implacable Kronos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Tapiz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún…». Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

* * *

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o —actitud más significativa— afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

—Vamos, hasta los dos mil me correría…

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

—¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado…

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:


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El Quinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar los médicos; mis sobrinos la aguardan con secreta ansiedad… Ella está segura de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos de sus dedos sobre mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.

Viene como acreedora: sabe que le debo una vida…, que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba grabado el precepto santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio, por si a la luz de esta hora suprema lo descifro. Otros sienten remordimientos de haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo…, porque no maté.

Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que se impone: aquí fue Enrique, y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí ejercía, cuando lo advertí, experimenté cierta involuntaria mortificación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar mi personalidad si se presentaba una ocasión decisiva.


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El Salón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.


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El Triunfo de Baltasar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.


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El Honor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

—Ahí está… Dice que quie pasar…

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:


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