Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy | pág. 28

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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy


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Los Años Rojos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La cámara es espaciosa y sombría, con un amplio ventanal abierto a aquella hora crepuscular, la alumbran ya un velón antiguo, de latón martillado, de tres mecheros mortecinos, y la llama de la hoguera que cruje en una chimenea de piedra tallada, en cuyo liminar monstruos y figurillas burlescas se enlazan y luchan.

La llama devora el enorme tronco y las ramas secas, que crepitan al devorarlas el fuego, y se deshacen en ardiente brasa, cual inflamados rubíes. No basta, sin embargo, el calor de la hoguera activa y alegre para combatir la sensación glacial del aire de diciembre, entrando a su sabor por el ventanal románico. Y el viejo, que yace en una cama de alto dosel y trabajado copete, tirita y tiembla, dando mandíbula contra mandíbula, porque dientes no le restan. Es una especie de momia, seca y amojamada, un caso de extrema y apurada senectud; su cráneo calvo, como el pescuezo de un buitre, deja percibir la calavera al través de la piel, y su esternón, que jadea, marca la parrilla del costillaje. Es la ancianidad de un hambriento y de un hombre que ha sufrido mucho. Se encuentra, al parecer, en el período agónico; con el conocimiento medio perdido. Sus manos sarmentosas se crispan sobre el embozo de las sábanas. A veces realizan el movimiento del que intenta cazar una mosca volandera. A la cabecera del doliente, mejor diríamos del muriente, está un doctor que le examina como si contase lo que le resta de vitalidad, y lo pulsa de cuando en cuando, y hasta le vuelve los párpados, a fin de estudiar el globo del ojo. A cada reconocimiento, menea la cabeza, desesperanzado. Al fin, en voz imperiosa, lanza una orden.

—¡Ea, seor Año, bébame esta tisana y verá cómo se reanima!

Y viendo que el Año no contesta palabra, y sigue atrapando moscas al vuelo, toma la taza de la tisana, revuelve con una cucharita, y se aproxima otra vez.


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5 págs. / 9 minutos / 90 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Cinco Sentidos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.


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3 págs. / 6 minutos / 147 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los de Entonces

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nos detuvimos ante la iglesia ojival, abierta al culto, pero agrietada de un modo amenazador, ruinosa por el abandono de las generaciones, indiferentes a tanta hermosura. El sol iluminaba oblicuamente los canecillos de la imposta, prolongando las graciosas caricaturas del imaginero antiguo en sombras grotescamente elegantes. La floreada cruz recordaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un fondo de un azul transparente como cristal veneciano. Y en la desierta plazuela irregular, donde los atrios sobrepuestos de los templos parecen disputarse la devoción del creyente y el interés del artista, no había más que nosotros y las golondrinas, describiendo su airosa curva rápida y silbadora, que desgarra el aire.

Como yo me apoyase en uno de los pilares del pórtico, mi cicerone —uno de esos duendes familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los secretos bien guardados de las silenciosas piedras señaló hacia el pilar, apoyó el dedo en la base, donde muere la columna formando un esconce, y silabeó:

—Este rinconcito recuerda un hecho novelesco, que pudiera también llamarse histórico, aunque ningún historiador lo haya recogido en sus anales.

Pedí aquel pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente, y el cicerone, con más pintorescos detalles de los que yo puedo recordar, me refirió la anécdota.


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3 págs. / 6 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Más Allá

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un balneario elegante, pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a los tísicos.

Pared por medio estaban los dos. «Ella», la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que, indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón. «El», el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las advertencias de la tierna e inquieta madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el incendio que siempre había consumido su alma.


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3 págs. / 5 minutos / 77 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paternidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.


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5 págs. / 10 minutos / 46 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Posesión

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El fraile dominico encargado de exhortar a la mujer poseída del demonio, para que no subiese a la hoguera en estado de impenitencia final, sintió, aunque tan acostumbrado a espectáculos dolorosos, una impresión de lástima cuando al entrar en el calabozo divisó, a la escasa luz que penetraba por un ventanillo enrejado y lleno de telarañas, a la rea.

Escuálida y vestida de sucios harapos, reclinada sobre el miserable jergón que le servía de cama, y con el codo apoyado en un banquillo de madera, la endemoniada, que se había llamado en el siglo Dorotea de Guzmán, que había sido orgullo de una hidalga familia, alegría de una casa, gala y ornato de las fiestas, parecía un espectro, una de esas mendigas que a la puerta de los conventos presentaban la escudilla de barro para recibir la bazofia de limosna. Su estado de demacración era tal, que a pesar de verse por los desgarrones del mísero jubón las formas de su seno, el dominico, que era un asceta y solía luchar con tentaciones crueles, no sintió turbación ni rubor, y sólo la piedad, la dulce y santa piedad, le impulsó a ofrecer a Dorotea amplio pañuelo de hierbas, y a decir benignamente:

—Cúbrase, hermana.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Recompensa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.

Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.

Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.

A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.

Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas —a cuya piel se habían adherido hojas de mirto— en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.


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4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sin Pasión

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho…, se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

—¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? —preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo—. Confiese que se encontraba…, vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia…

—No, señor. ¡Ni por soñación! —exclamó sinceramente el criminal—. Pero… ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.


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4 págs. / 7 minutos / 148 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Temprano y con Sol...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, cuando la infantil vocecica pronunció, en tono imperativo:

—¡Dos de primera… . a Paris!…

Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró a su interlocutora y vio que era una morena de once o doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela inglesa, roja y luciendo un sobrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita a un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más o menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío de pertenecer a muy distinguida clase y muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre, con nerviosa alegría. El empleado sonrió a la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:

—¿Directo o a la frontera? A la frontera… son ciento cincuenta pesetas, y…

—Ahí va dinero —contestó la intrépida señorita, alargando un abierto portamonedas.

El empleado volvió a sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:

—Aquí no tenemos bastante…

—¡Hay quince duros y tres pesetas! —exclamó la viajerilla.

—Pues no alcanza… Y para convencerse, pregunten ustedes a sus papás.

Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:

—¡Bien… , pues entonces… , un billete más barato!

—¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más próxima? ¿Escorial, Ávila… ?

—¡Ávila… sí; Ávila… . justamente, Ávila… ! —respondió con energía la del rojo balandrán.


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7 págs. / 13 minutos / 79 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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