Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento disponibles | pág. 7

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De Navidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.

Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.

Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él —¡horrible sacrilegio!— de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.

Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.

Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 70 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Polizón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Queriendo ver de cerca una escena triste, fui a bordo del vapor francés, donde se hacinaban los emigrantes, dispuestos a abandonar la región gallega. La tarde era apacible; apenas corría un soplo de viento, y el cielo y el mar presentaban el mismo color de estaño derretido; el agua se rizaba en olitas pesadas y cortas, que parecían esculpidas en metal. Desde el costado del vapor nos volvimos y admiramos la concha, el primoroso semicírculo de la bahía marinedina, el caserío blanco y las mil galerías de cristales, que le prestan original aspecto.

Trepamos por la escalerilla colgante a babor, y al sentar el pie en el puente, no obstante la pureza del aire salitroso, nos sentimos sofocados por el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Poco avezados a moverse en espacio tan reducido, hechos a la libertad campestre, los labriegos se empujaban, y había codazos, resoplidos y patadas impacientes. Las familias de los emigrantes no acababan de resolverse a marchar, y el marino francés encargado de recoger el inevitable papelito amarillo se impacientaba y gruñía: Cette idée de venir ici faire ses adieux! On s’embrasse sur le quai, et puis c’est fini. El navegante, curtido por innumerables travesías, no comprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje a América! ¡Valiente cosa!

Nos entretuvimos un rato en observar las variadas fisonomías de los emigrantes. Había rostros cerrados y bestiales de mozos campesinos, y caras expresivas, como de santos en éxtasis, alumbradas por grandes pupilas meditabundas. Las muchachas, con los ojos bajos y el continente modesto peculiar de las gallegas, parecían el botín de la guerra de un corsario. Entre los recién embarcados podían distinguirse los pasajeros ya recogidos en San Sebastián, y se veían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hoscas, pálidas de mareo con la marca de su raza: el duro diseño de las facciones.


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4 págs. / 7 minutos / 67 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Décimo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿La historia de mi boda?

Oiganla ustedes; no deja de ser rara.

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!

—Se lleva usted la suerte, señorito —afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.

—¿Estás segura? —le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el remusguillo barbero de diciembre.

—¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si compraría yo todo el billete.

—Pues, hija —respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación, ni un mal reintegro—, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:

—¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.

Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de la Montera, ni recordaba el incidente.


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2 págs. / 4 minutos / 93 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Disfraz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

—La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 406 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Hijo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 370 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Adopción

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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4 págs. / 8 minutos / 96 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Exangüe

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Alquiló el cuarto tercero de mi casa, desocupado hacía tiempo —nos dijo el eminente doctor Sánchez del Abrojo—, una señora que me llamó la atención al encontrarla casualmente en la escalera. Nada tenía, a primera vista, de particular; ni era guapa ni fea, ni vieja ni joven; vestía de riguroso luto y pasaba como una sombra, tímida y muda, acongojada por el sobrealiento de la subida. Lo que en ella me extrañó fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse idea de un color semejante, hay que recordar las historias de vampiros que cuentan Edgardo Poe y otros escritores de la época romántica y servirse de frases que pertenecen al lenguaje poético; hay que hablar de palidez sepulcral; solo la muerte da un tono así a una faz humana.

El manto negro encuadraba y realzaba aquel rostro de cera, y en él observé una expresión peculiarísima, mezcla de dolor y de satisfacción, de calma y de sufrimiento. Mi costumbre de ver enfermos me hizo comprender que allí no existía sólo un estado físico delatado por el calor; reconocí las huellas de algún sacudimiento moral formidable, los estragos de una catástrofe ignorada, y penetrado de simpatía y respeto, saludé a mi vecina siempre que nos cruzábamos en la meseta, y le cedí el pasamanos con especial deferencia y apresuramiento cortés.

Transcurrió una quincena sin que la viese, hasta que un día la criada de la pálida bajó a rogarme que visitase a su señora, encarnada y enferma. Subí al tercero y encontré una vivienda pobre, limpia, glacial. Sin necesidad de tomar el pulso, reconocí en mi nueva cliente los síntomas de la anemia profunda, cuando ya ataca los tejidos y produce desórdenes graves. Las piernas hinchadas, la extremada languidez, el no poder alzar los párpados, eran señales de que faltaba el jugo vital, licor precioso que reparte por todo el organismo energía y fuerza.


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Describióla á maravilla la musa del gran Tirso. La bella y robusta serrana de la Limia, amorosa y dulce como una tórtola para quien bien la quiere, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se encuentra, no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región cántabro-galáica. No obstante, región que es en paisajes tan variada, tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas enteramente meridionales por su claro cielo, otras que por sus brumas pertenecen al Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y posee tipos de mujeres bien distintos entre sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes razas que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron ó lo colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca confundidas, se revelan todavía en los rasgos y apostura de sus descendientes. Pero hay un tipo que domina, y es el característico de todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña é Irlanda. Donde quiera que se alce sobre las empinadas cumbres ó se esconda en la oscura selva el viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes á la que voy á describir: de cumplida estatura, ojos garzos ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y en mansas ondas repartido, facciones de agradable plenitud, frente serena, pómulos nada salientes, caderas anchas, que prometen fecundidad, alto y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, moderado el reir, apacible el mirar.


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7 págs. / 12 minutos / 90 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Novia Fiel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma.

Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo.

¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.


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4 págs. / 7 minutos / 140 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tigresa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El joven príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidiós —siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma—, ocultaba en el pecho la roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería el postrero.

La mayor amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en la del tigre —en los selvosos montes de Bengala— había realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.

En sus horas de meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.


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4 págs. / 7 minutos / 59 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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