Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán publicados el 3 de octubre de 2018

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 03-10-2018


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La Confianza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.

—El que regatea es que piensa pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las apariencias engañan.

Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.

El caso es que el sistema de Cordero —Berándiz lo reconocía en sus adentros— no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Conjuro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Casi Artista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de las tabernas al taller donde él trabajaba —es un modo de decir—, preguntando a todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echado a la cara para esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera —apodábanla así por haber sido cartero su padre—, se retiró a su tugurio con el alma más triste que el día, y éste era de los turbios, revueltos y anegruzados de Marineda, en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...

Sentose en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aires no van a saber que el carpintero a quien llaman para ejercer su oficio es un borracho y deja en su tierra obligaciones. La ley dicen que prohíbe que se embarquen los casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y los tunos, a embarcar... y los señorones y las autoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; pero corteza al fin. Por eso (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto) lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Abanico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Adopción

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Boda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día era espléndido, primaveral, y la gente apiñada en el ómnibus, camino de los Viveros, iba del mejor humor posible, con el hambre canina que se despierta después de una mañana ajetreada, de emociones y aire libre. Se esperaban grandes cosas del yantar: bien rico y generoso era el novio, y bien pirrado estaba por la novia. Le constaba a Nicasio, el platero, que se lo había confiado a doña Fausta, la tintorera, y a sus niñas: habría champaña y langostinos, y hasta se esperaba una sorpresa, un plato de marqueses, que se llama ¡bestión de fuagrá!

Y no mentía el platero Nicasio. Don Elías, dueño de varias fábricas de quincalla y del mejor bazar de la calle de Atocha, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba cortejando a la desdeñosa Regina, hija de doña Andrea, la directora del colegio de niños de la plazuela de Santa Cruz. Regina era una rubia airosa, aseñoritada como pocas, instruidita, soñadora por naturaleza y también por haber leído bastante historia, novela, versos, cosas de amores...; amén de su afición al teatro, insaciable; no al teatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a las comedias serias y sentimentales. Sería exceso llamar hermosa a Regina; pero tenía atractivo, elegancia, un modo de ser muy superior a su esfera social, y su cuerpo mostraba líneas de admirable concisión, realzadas por el vestir sencillo y delicado, a la francesa. No pasaba inadvertida en ninguna parte, y tenía sus envidiosas y sus imitadoras.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Cirineos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella cuitada de Romana Meléndez, tan mona, en lo mejor de la edad, los veinticinco; unida por su familia, sin previa consulta del gusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Calleja, pasó dos años medio secuestrada, recluida en su casa de Madrid, grande, cómoda, hasta lujosa, pero que trasudaba por las paredes murria y aburrimiento. El viejo marido, observando la perpetua melancolía de su esposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón; los criados desempeñaban sus quehaceres de mal talante, recelosos; nunca llamaba a la puerta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a «dar una vuelta» por Recoletos cuando hacía bueno, y el resto del tiempo sepultada en su butaca, peleándose con una eterna labor de gancho, una colcha, que no se acababa porque a la labrandera no le interesaba que se acabase, y en lugar de mover los dedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo y se entregaba a una de esas meditaciones sin objeto, fatigosas como caminar sobre guijarros, entre polvo.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Cinco Sentidos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Belona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El destacamento, al regresar de su arriesgada expedición de descubierta, no volvía de vacío: traía un prisionero, y era nada menos que un oficial. Venía suelto, arrogante y despreciativo, fruncido el rubio ceño, contraídos los labios juveniles por una mueca colérica, como si retase a los que, sorprendiéndole en la avanzada, le habían cogido casi sin lucha, sin darle tiempo a una defensa leonina. Ni aun preguntaba adónde le llevaban así; seguro estaba de que no era a cosa buena, porque ya conocía de oídas la siniestra fama del Zurdo, el cabecilla en cuyas garras había caído, y como no esperaba misericordia, quería al menos morir en actitud de caballero y de valiente.

Los que le escoltaban iban silenciosos. Dígase lo que se diga, y por muy avezado y endurecido que se esté en ver correr sangre, infunde cierto respeto indefinible el hombre que va a morir, y si el que va a morir es un joven, como se ha tenido madre, se piensa en el dolor de la mujer desconocida, asimilándolo al que sufriría en caso igual la otra mujer que nos llevó en las entrañas. Quizás este pensamiento no se define: es un sentir obscuro y vago, una sorda opresión ante la fatalidad que nos subyuga a todos. Ello es que los de la escolta callaban, callaban con huraño silencio. Únicamente lo rompieron para decir hoscamente:

—La tienda del general... Adentro.

Era orden del cabecilla que se le llevasen directamente los prisioneros, de los cuales sacaba, con su astucia característica de leguleyo, con su cautela de perseguidor y perseguido que combate empleando la precaución tanto como las armas, noticias e indicaciones útiles. El cautivo entró, siempre altanero y firme: pero guardando esas fórmulas de respeto a que nadie falta en campaña, saludó militarmente. El Zurdo contestó al saludo haciendo la indicación de que el prisionero se sentase.


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Aire

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Tenemos otra loca; pero ésa, interesante —díjome el director del manicomio, después de la descorazonadora visita al departamento de mujeres—. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que esta loca está enamorada...; pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni una vez sola... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado...

—No —contesté—. En la Antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos característicos de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro...

—¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas.

—Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha?


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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