Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán publicados el 10 de mayo de 2021 que contienen 'u' | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 10-05-2021 contiene: 'u'


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Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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La Sordica

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado…

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?

Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

—¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

—¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica…

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.


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Lo que los Reyes Traían

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.

Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.

Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.

Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.


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La Zurcidora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hacía su labor sin tregua, sin descanso, a todas horas. Creyéndose que sólo zurcía cuando su aguja, reuniendo labios de desgarrones en los tejidos o juntando las orillas del corte dado por el filo de la espada, iba formando una tela ancha y doble; porque esto tiene el zurcido bien dado: refuerza la traba. En realidad seguía zurciendo en todos los instantes de su vida, y no eran sólo sus dedos los que trabajaban obstinadamente, sino su voluntad, foco de calor y de amor.

A medida que iba entretejiendo los fragmentos de rica tapicería, en cuyo fondo se divisaban ciudades, fortalezas, multitudes con blancos albornoces y desnudas cimitarras, la zurcidora sentía que dentro de su espíritu palpitaba algo nuevo, y su humilde trabajo de mujer, que alternaba con el de la rueca y el huso, el bordado y el telar, adquiría una grandiosidad no sospechada. Su aguja, día tras día, ensanchaba los términos de la historia, y se diferenciaba de la de Penélope en que la idea de deshacer ni una sola puntada jamás pudo caber en aquella cabeza firme, sana, clásica como la de una escultura de Berruguete.

Y al ir y al venir de su aguja, notaba algo singular. Según crecía el tapiz, iba envolviéndolo un reflejo luminoso, extendido por toda su superficie. La zurcidora, aunque tan modesta, sentía el engreimiento de la obra realizada lenta y animosamente; y, ante la realidad, palpitaba de gozo. Era el sol de Castilla y Andalucía, que dora las mieses, el que extendía su oro intenso por la tela, cada vez más larga, más amplia, más trabada, más resistente.


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Lo Imposible

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Dile a ese tarambana que pase…

Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos, según carta recibida la víspera.

Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto, que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor, o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios santos, a la Virgen del Carmen y al Cristo de la Olmeda, que es muy milagrero.

Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.

—¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido? ¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?

—¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en…! ¡Anda, siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades…


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Lección

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se les ocurrió aquella noche a los moradores de la quinta de los Granados comer, o mejor se dijera cenar, al aire libre, instalados en la glorieta del jardín, alumbrada por un aro de bombillas eléctricas.

La idea era, a decir verdad, encantadora. En la templanza de los últimos días de septiembre; en aquel clima de Levante, con la deliciosa humedad ligera de sus noches; con el olor a jazmines y a rosas no agostadas, porque el riego conservaba su vida; a la luz de la luna, que emperlaba con tonos nacarados el jardín, parecían doblemente gustosos los manjares, servidos como en el restaurante de un gran casino internacional, por criados de rigurosa etiqueta, sin más techo que el follaje de los árboles, entre cuyos claros palpitaba el cielo, puntilleado de estrellas… Todo contribuía a hacer deleitosa la humorada, idea de gente joven, rica, algún tanto aburrida de las cosas corrientes y curiosa de sensaciones nuevas, que realzasen las conocidas ya.


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Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…


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Las Setas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La jardinera, al pasar arremolinando una nube de polvo, justificaba su nombre: hacía el efecto de enorme ramillete. Los trajes borrosos de los hombres desaparecían bajo los de percal rosa, azul y granate de las mujeres, y las pamelas de paja y las amplias sombrillas eran otros tantos cálices de gigantesca flor, abiertos sobre el verde gayo y frescachón del campo galaico.

Bajáronse los expedicionarios al pie del castañar, que les ofrecía para su merienda regalada sombra. Destaparon el cesto y, acomodándose sobre la hierba mullida, despacharon, entre alborozo, agudezas y carcajadas, el jamón fiambre y las rosquillas que regaron con champaña. Después corretearon por el bosque, jugando a esconderse. Eran siete, tres matrimonios y un muchacho soltero, gente distinguida de la corte, que veraneaban en el puertecillo de la costa cantábrica, y se sentía embriagada por el aire puro, los sanos alimentos y la, para ellos, desconocida belleza del país. Mientras el soltero Manolo Chaveta se ocultaba detrás del matorral, y las señoras, Clara, Lucía y Estrella, se dedicaban a buscarle entre el ramaje de los castaños nuevos, los tres maridos, Juan, Antonio y Perico, se entretenían en coger setas que Antonio declaraba comestibles.

—Las freiremos con tocino —exclamó—, y veréis qué bocado delicioso.

Al ponerse el sol tenían dos pañuelos henchidos de setas morenas, leves como el corcho, olientes a almendra amarga.


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