La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que,
según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la
alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos,
rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo
porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de
colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del
resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y
de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos
disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes
que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el
calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más
alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya.
Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy
religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del
santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones
edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque,
¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!
Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el
señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda,
es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque,
eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la
facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo
de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».
—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de
su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos
vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos
para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa
ninguna.
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