Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán publicados el 10 de mayo de 2021 que contienen 'u' | pág. 8

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 10-05-2021 contiene: 'u'


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Perlista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.


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Vendeana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(De vieja raza).


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora…!


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Los Ramilletes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un paseo —díjome Servando— a las horas concurridas, por la acera de la calle de Alcalá, que desde hace muchos años está bautizada con el nombre de mar de las de Gómez, o por la playa de Recoletos, en que se sienta la gente de a pie a ver cómo desfila el boato de los trenes, es un filón de asuntos regocijados para un sainetero y un trozo de dolor humano para un novelista. Dolor pequeño, envuelto en apariencias cómicas, y por lo mismo más punzante.

La observación y la sensibilidad se afinan cada día; llegamos a tener en carne viva el corazón. ¿A qué sentir males que no podemos ni aliviar? Y, sin embargo, los sentimos, y sobre nuestra serenidad destiñen manchones de melancolía las miserias ajenas. La melancolía de lo frustrado, de lo inútil, de lo ridículo… ¡Sobre todo, lo ridículo, que tanto hace reír, es infinitamente, profundamente melancólico!

Todo el contenido amargo de las reflexiones que sugiere el gentío aglomerado en esas vías madrileñas me dio por encerrarlo en un solo sujeto: una muchacha rubia vistosa, que indefectiblemente ocupaba, con su mamá y su hermanita pequeña, las sillas más próximas al quiosco de las flores. Desde lejos creyerais que era alguna señorita del gran mundo. La nivelación en el traje, en las modas, es uno de los absurdos de nuestra civilización, y los recursos y triquiñuelas del falso lujo, el suplicio y el bochorno del hogar modesto. Poco valían aquellas plumas alborotadas del sombrero amplísimo, aquellos encajes del largo redingote, aquellos guantes calados, aquellas medias transparentes; no podían deslumbrar a nadie el hilo de perlas, el brazalete–reloj, la sombrilla con puño de nácar figurando una cabeza de cotorra; pero así y todo, ¡qué sacrificios no suponían, vistos al lado de la capota ya rojiza de la mamá y el dril cien veces lavado del blusón de la hermana menor!


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Un Sistema

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.


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Ocho Nueces

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todas las noches, después de cenar, venían fielmente a hacerle la partida de tresillo al señor de las Baceleiras los tres pies fijos de su desvencijada mesa: el médico, don Juan de Mata; el cura, don Serafín, y el maestro de escuela, don Dionisio. Llegaban los tres a la misma hora y saludaban con idénticas palabras, trasegaban el medio vaso de vino que don Ramón de las Baceleiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, a falta de servilletas, con el dorso de la mano. Después don Serafín, que era servicial y mañero, encendía las bujías, no sin arreglar antes el pabilo con maciza despabiladera de plata, y hasta las diez y media se disputaban los cuatro unos centimillos. A esa hora recogían los tresillistas en la antesala los zuecos de madera, si es que era lluviosa la noche o había fango en los caminos hondos, y se dirigía cada mochuelo a su olivo pacíficamente.


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Por Gloria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquélla su exactitud de cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían quizás…? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el engreimiento de los aplausos.

A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habitación, cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.

—Fanchonette, hija mía… ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?

La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.

—¡Dios mío, madame! Son las diez, si es que no son las diez y cuarto.

—¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!


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Por España

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(El viaje de novios de Mister Bigpig).


Al desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado. Encontraba que la novia, en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida por la antojadiza criatura para comerse el panalito de miel. Y la novia —que harto sacrificio había realizado al prescindir de su libertad de mujer independiente casándose con un hombre prosaico y opulento— andaba un poco distraída, y en el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contemplar a solas las estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal, afanoso de ceñirse a su talle.


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Los Rizos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo —rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado… La señora que me acompañaba me refrescó la memoria…

—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención…, ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año…

—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso… Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa… ¿Y es ésa?

—Ésa misma…


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Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Primaveral-moderna

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Obligado a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, lo que refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento de «no fumadores», esperando poder fumar en él a todo mi talante, sin que me incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir completamente vacío.

En efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia, nadie vino a turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí; si también notan, dormidos y todo, la sensación extraña y oscura de no estar ya solos; de la presencia de «alguien». Yo percibí esa sensación durante mi sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos diecinueve a veinte años, de cara fina e imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba los pies; caído sobre el plaid había un volumen de amarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del cigarro.

—Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento —pregunté, haciendo ademán de embolsar la petaca después de haberla sacado como por inadvertencia.


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