¿Os acordáis de aquella princesa enferma, hija del rey de Magna, a 
quien curó como por ensalmo un viejo mostrándole cierto panorama muy 
lindo? Pues habéis de saber que a la vuelta de muchos años el cetro de 
Magna vino a recaer en un hijo de esta princesa, y este hijo, bajo el 
nombre de Basilio XXVII, reinó gloriosamente por espacio de más de un 
cuarto de siglo, persistiendo la huella de su paso por el trono en 
varios monumentos grandiosos y venerables, que estudian hoy los 
arqueólogos con particular interés, discutiendo si el estilo peculiar de
 tales construcciones es invención que exclusivamente pertenezca al 
vigésimo séptimo Basilio o procede ya de la influencia de su madre y 
quizá se remonta hasta la de su abuelo. Punto es éste acerca del cual se
 han escrito doce voluminosos libros y cosa de setenta monografías asaz 
doctas.
Lo que especialmente hizo darse de calabazas a los sabios fueron 
ciertas imponentes ruinas que la tradición popular llama del Palacio 
frío, sin que hasta hace poco tiempo se consiguiese averiguar el origen 
de tal nombre, que contrasta con el aspecto de lo que del edificio resta
 en pie.
En efecto; el palacio, del cual se conservan galerías, salones y 
estancias que decoran restos de ricas maderas y preciosos mármoles y 
jaspes, parece haber sido erigido por la madre de Basilio XXVII para 
asilo de un feliz amor conyugal; y su traza, su adorno, su carácter, en 
fin, son marcadamente amables y alegres, con la alegría de una dicha 
soberana, ostentosa y triunfante.
El emplazamiento, su orientación al Mediodía, su situación en el 
punto más despejado y dominando la perspectiva más risueña, sobre la 
bahía y entre bosquecillos de naranjos, limoneros y granados siempre en 
flor, tampoco permitían inducir por qué hubo de ser llamado «frío», 
nombre que parece delatar solemnidad y tristeza.
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